Cortesías

Sobre la pertinencia del análisis sociopolítico en la literatura

Por Amir Valle

 

 

Un viejo amigo, el escritor Armando León Viera, me escribió hace un tiempo, preocupado por una marca que ha visto demasiado en la narrativa cubana: la insistencia en realizar un análisis sociopolítico a través de las historias contadas. Me pregunta: ¿hasta dónde es lícito? Y a partir de esa pregunta, escribí estos apuntes sobre el tema, que son, además de apuntes, mi opinión personal o, sería mejor decir, el modo en que me enfrento a ese dilema que existe para los cubanos desde que en 1959 triunfó una Revolución, hoy traicionada y en agonía, pero entonces foco de luz para todas las naciones pobres del mundo.

Nacido del reporterismo político, puede decirse que el análisis sociopolítico se refleja en los estudios literarios precisamente a través de dos grandes novelas, en las cuales se le ha analizado como una pieza básica, pero tipificadora de lo que sucedía entonces en el discurso político oficial: Guerra y Paz, de León Tolstoi, y Los Miserables, de Víctor Hugo.

En ambas obras se producen largas disquisiciones donde los autores se entrometen en el hilo novelado, lo interrumpen, e intentan explicar situaciones históricas y movimientos del pensamiento social, generalmente vinculadas a la política que se vivía en esos instantes en sus países respectivos: Rusia y Francia.

El discurso teórico literario de la novela en esas primeras etapas del género aceptaba la intromisión del autor y era normal que se permitieran las opiniones del autor como parte del cuerpo novelado, aún incluso en aquellos casos en que se tratara de críticas moralistas que el autor le hacía al propio personaje por él creado. La opinión política y moral del autor se mostraba, de ese modo, en toda su transparencia.

Como en todo, cientos de novelas comenzaron a “teorizar” sobre esos temas, a criticar moralmente a los personajes creados, a juzgarlos a manera de juicio hecho dentro de la obra contra los males o supuestos desvíos morales (de acuerdo con la época) del personaje o de la historia. Se agotó el recurso de tal modo, que hoy solamente suelen citarse esas dos novelas (y alguna que otra, pero menos trascendente) como ejemplos de lo anterior.

Eso también sentó una pauta: al tratarse de obras que dieron paso a la novela moderna, y en las cuales (por mayoría absoluta) ese modo discursivo no resultó eficaz, cuando irrumpe la novela moderna (en la cual se busca la invisibilidad del autor) quedó como premisa que no podía permitirse el discurso sociopolítico como parte de la obra. Comenzaron a buscarse variantes, especialmente por aquellos autores cuyas zonas temáticas estaban justamente en el centro de la política. En todos los casos, el discurso político y moral del autor (o las resonancias antes directas del pensamiento social de la época) perdió presencia y se enmascaró detrás de la técnica.

Esta variante, poco tiempo después y con el triunfo de la Revolución de Octubre en Rusia, tuvo que enfrentarse a la tesis del realismo socialista de que “el adoctrinamiento político puede ser la esencia de la obra literaria”. Bajo esos cauces empezó a escribir una literatura doctrinaria, nuevamente cargada de referencias directas (y hasta discursos en lenguaje tan político que resultaba antiliterario), obteniéndose el más lógico de los resultados: hoy sabemos que se produjo tanta pésima literatura en apenas treinta años que el modelo fracasó, y sobrevivieron aquellos pocos autores con obras donde el humanismo socialista nacía de la propia historia y no de la imposición ideológica del autor.

El reto, según se entiende hoy, está en incluir el discurso sociopolítico (cuando sea necesario) sin que se opaque la historia narrada. Esto se debe a una tesis que asegura que el buen discurso sociopolítico aplaca, opaca, dulcifica y enmascara la realidad por dura que ésta sea, y que el mayor mérito de un orador político está en revertir una situación de crisis social a través del discurso. ¿Consecuencia? El pueblo, la gente común, a lo largo de los tiempos (básicamente como resultado de lo ocurrido en el campo político en el siglo XX, tanto en la izquierda como en la derecha) rechaza o simplemente no escucha lo que se le dice en los códigos del discurso político. Es, según diría la sociología norteamericana, un “mecanismo de defensa racional e inconsciente de la masa social”.

 

 

La literatura, cuyo objetivo es crear un mundo vivo dentro del universo literario, también tiene que luchar contra ese comportamiento, referido al lector, por supuesto. En simple palabras, el mayor reto del escritor que necesita hablar de ciertos asuntos político-sociales, es romper ese mecanismo de defensa que se ha creado en la mentalidad del autor moderno en contra de los discursos políticos.

Algunos ejemplos:

William Faulkner (Las palmeras salvajes) – El análisis sociopolítico (que buscan mostrar la animalización de la sociedad) está centrado en el contrapunteo de dos historias: la del preso y la del matrimonio. Las reflexiones de corte crítico hechas en el momento del pensamiento de los protagonistas y distribuidas en frases muy sutiles dentro de los diálogos, no llegan a opacar jamás el sentido de naturalidad de la historia. En su caso, mezcla la reflexión pura con un sentido de la ironía muy agudo y en otras ocasiones con un lirismo realmente alto, pero eficaz porque resulta natural a la psicología del personaje.

John Dos Passos (Paralelo 42 y Manhattan Transfer) – En éstas, sus dos más conocidas novelas, el análisis sociopolítico está dado en el encabalgamiento de las historias contadas a manera de viñetas cortas, independientes una de la otra, y su relación contrapuntual con los titulares de prensa, los recortes de periódicos, los anuncios, que aparecen en ambas novelas.

Alexander Solzhenitzin (Un día en la vida de Ivan Denisovich) – Solamente aparece en los diálogos de los autores, generalmente enmascarados en frases cortantes, irónicas, o cargadas de depresión, buscando en todos los casos la configuración psicológica de los personajes y que el discurso aparezca bien camuflado, casi invisible. Son básicos en este caso la fotografía nítida, vívida, que hace Solzhenitzin de la vida en el campo de trabajos forzados donde está su personaje.

Alejo Carpentier (El siglo de las luces) – El discurso político aparece envuelto en una absoluta maraña de descripción del mundo en que se produce el discurso, que se hace prácticamente invisible. El contrapunteo de las tesis políticas entre algunos de los personajes principales se establece dentro de un escenario histórico de presencia tan magníficamente absolutizada que el discurso político pierde fuerza y se convierte en un río subterráneo poderoso, pero del cual sólo escuchamos su rumor.

Heinrich Boll (Opiniones de un payaso) – No se ha escrito, en mi opinión, una obra de tan profundo contenido anticatólico en el mundo como ésta. El discurso sociopolítico se hace contra la falsa moralidad que el catolicismo le ha impregnado a la política alemana de todos los tiempos. Un payaso venido a menos, a quien su mujer deja por un católico con cargos en el mundo religioso y en el mundo político, empieza a analizar las razones de su fracaso y eso se convierte en un discurso sociopolítico aplastante. Pero no lo hace mediante el discurso, sino a través de una reconstrucción dolida de los recuerdos que tiene de ella, de su vida íntima, en todos los casos a través de escenas.

 

En el caso cubano, los escritores deben enfrentar una situación resultado de dos procesos literarios vitales: el influjo del realismo socialista en la literatura de las dos primeras décadas de la Revolución (donde surge el término “teque” como figura literaria, para denominar los amplios discursos sociopolíticos en las obras siempre a favor de la Revolución y el socialismo); y el influjo de toda la literatura producida a fines de los 80 y del 90, en respuesta a esa literatura anterior, donde se criticaba sin tapujos y casi directamente los problemas de la Revolución (surgiendo entonces el “antiteque” como término literario). Por ese entorno de reacción, existe el consenso en Cuba de que el escritor no debe escribir sobre este tipo de asuntos, a riesgo de que su obra caiga en la mediocridad. Es la novela negra cubana, con autores que han logrado gran impacto en el público lector cubano y en el mercado internacional, quienes más directamente se han lanzado a escribir y analizar la sociedad en sus obras, aunque existen algunos otros autores que en Cuba, y mayormente en el exilio, cuentan con obras de interesantes aportes en este sentido de cómo enfrentar el análisis sociopolítico en la literatura.

Recuerdo que en 1992, en un evento literario de carácter nacional, celebrado en Cienfuegos (al centro del país), muchos amigos se asombraron de un cuento mío que jamás quise publicar y que luego destruí. Un muchacho, a quien su madre le ha dicho ese día que su padre no murió, como le habían contado de niño, sino que se fue al Norte y la familia entera decidió darlo por muerto para protegerse políticamente y proteger al niño, se sienta en un banco del parque cercano a su casa, se pone a mirar cómo unos niños juegan pelota (uno tiene una gorra de los Yanquis de Nueva York), y lee un fragmento de la carta que su padre le envió hace muchos años y que su madre jamás le dio. La línea dice “un día descubres que nadie podrá pagarte el tiempo en que te arrancan de los tuyos”. Sólo esa frase se lee. Y al final, luego de seguir mirando un rato a los niños (sin pensar nada, solo describiendo lo que ve), arruga la carta y la tira hacia atrás. El muchacho no se ha dado cuenta de que detrás, casi oculta entre las matas de marpacíficos, sucia y descolorida, y cagada por los gorriones, hay una estatua de José Martí (considerado el más grande de los cubanos, un símbolo del pensamiento independentista cubano). El papel da justo en la frente de Martí y va a caer al suelo, junto a las hojas secas, un pomo plástico y un viejo preservativo seco.

Me dijeron entonces que era una de las mejores cosas escritas sobre el tema en Cuba. No lo dudo. Recuerdo el cuento con mucho amor. Puede que fuera realmente bueno, porque era de esos cuentos que me dejan insatisfecho, y siempre me ha pasado que los cuentos que me dejan insatisfechos han sido siempre los mejores. No quiero escribir aquí las razones que me llevaron a romper aquel cuento, pero diré que tiene que ver, de modo muy personal, con la historia fabulada del personaje.

Para resumir: soy de los que piensan que una escena puede más que mil palabras, por justas y precisas que éstas sean. Y pienso que la función de un escritor es crear esas escenas, darles vida a esas escenas: si lo haces bien, la escena, por sí sola, podrá trasmitir todo el pensamiento de la época, todas las ideas políticas, morales o de cualquier índole de tus personajes. El reto, siempre, es lograr la vida en la literatura.

 

 

Jorge Majfud: África mía

 

Una vez en la mágica Pemba, tuve la oportunidad de cenar con Ntewane Machel, el hijo del famoso revolucionario africano Samora Machel. N. había estudiado en Europa y por entonces estaba dirigiendo operaciones militares en el norte de su país. Nuestra conversación de esa noche giró entorno a ciertas historias de espíritus animales que habían invadido una aldea. Considerando su origen capitalino y su formación europea, le pregunté si creía en la magia de los hechiceros. Ntewane frunció la frente y la boca como alguien que no se anima a reconocer que cree en Dios en medio de una reunión de ateos. Pero finalmente respondió que sí con una historia. Cuando más joven, una bruja había predicho que él o su hermano iba a morir pronto. Antes del mes, N. cayó enfermo y poco después su hermano tuvo un accidente automovilístico. Y murió. Cuando terminó su historia, N. me miró como un profesor que acaba de demostrar un teorema y mira a su alumno tratando de ver si ha comprendido. Con mi expresión más occidental, dije:

—Bueno, ¿y dónde está la prueba?

Alguien que estaba a mi lado suspiró molesto; no era posible que alguien tuviese tantas dificultades para entender una prueba irrefutable.

—Yo no veo la prueba —insistí—; lo único que veo es un crimen inducido.

Creo que mis amigos optaron por cambiar de tema cuando notaron que los puntos de vistas se habían radicalizado demasiado.

Pero  veámoslo desde un punto de vista psicológico, que si no es el mejor tampoco ha de ser peor que la interpretación mágica. Consideremos que, después de la revelación, tanto N. como su hermano debieron quedar muy perturbados; sobre todo porque ambos eran africanos de pura ley y muy susceptibles a las palabras de una adivina con fama. La enfermedad de N. debió golpear directamente a su hermano, ya que eso indicaba quién sería el mortal aludido. ¿No es éste el mejor estado psicológico para que se produzca un accidente, real o involuntario?

Reconozco que estoy siendo algo injusto al exponer un razonamiento que es propio de nuestra mentalidad occidental a lectores que seguramente serán occidentales. No estoy afirmado que ésta sea la verdad, sino que ninguna de las dos realidades puede ser probada absolutamente. Las creaturas proyectamos sobre toda la realidad una determinada visión del mundo que ha sido sugerida o verificada por una parte mínima de esa realidad. Porque la Realidad es infinita y nuestras facultades intelectuales son limitadas; porque no podemos evitar generalizar una comprensión; porque no podemos ver el mundo a través de dos verdades diferentes. —Solo podemos decir que una proposición es verdadera cuando se integra a aquellas verdades básicas que no estamos dispuestos a modificar. Este compromiso es simple cuando relaciona axiomas y corolarios matemáticos, pero se vuelve harto complejo cuando escapa a esa ciencia tautológica.

 

* * *

 

En la prehistoria epistemológica no existía la discusión iluminista que separó razón y experiencia. Por entonces, no había alternativa; como para algunos modernos, la verdad era aquello que se podía ver: un búfalo, un cuchillo, el sol, la luna, el espíritu de los antepasados y la magia del brujo. No hace mucho, en la región norte de Mozambique, un macúa me contó, con fanáticos detalles, cómo una mujer había convertido un saco de arena en un saco de azúcar. No solo había visto cambiar de color la arena, de rojo a blanco puro; también había experimentado el nuevo gusto. Al mismo tiempo que reconocía que semejante transformación era imposible, afirmaba que era la pura verdad. ¿Por qué? Porque lo había visto con sus propios ojos y lo había probado con su propia lengua.

—Dígame, ¿usted sabe qué son los sueños? —le pregunté, no sin desconfianza en mí mismo.

—Sí, yo sueño todas las noches. —contestó el macúa.

—¿Qué fue lo último que soñó?

—Esta noche soñé que iba en un avión, volando entre las nubes.

—¿Viajó alguna vez en avión, entonces?

—No. Solo he visto aviones de lejos, volando.

—Pero usted estaba ahí. El señor vio y escuchó el avión desde adentro, volando entre las nubes.

—Sí.

—Entonces es verdad que estuvo alguna vez en un avión.

—No, no es verdad.

Como se puede ver, entonces yo abusé de las artimañas de la dialéctica. Pero ese es un juego válido solo para los hijos de Grecia, no para los otros. A mi amigo macúa no le produjo ningún efecto la conversación. Tal vez se quedó con la misma impresión novedosa que me quedé yo al conocerlos un poco.

Todavía más emocionadas son las historias que se cuentan en las aldeas del mato africano. Para las culturas «salvajes», todo lo que se ve es real. Para los herederos de Grecia no: la verdad es lo que se esconde detrás de la apariencia. Se cuenta que una vez un crítico de Platón le reprochó que solo había visto caballos singulares, pero nunca había visto algo como una «caballosidad». A lo que el filósofo respondió: «Eso es porque usted, señor, tiene ojos pero no inteligencia». Ya antes de Platón  inteligencia significaba algo así como el poder de ver lo invisible. Es decir, el fuego de Heráclito, la inercia de Galileo, la gravedad de Newton, la voluntad de Schopenhauer, la lucha de clases de Marx, la libido de Freud. En la negación de la experiencia nació el racionalismo griego (por lo cual no se puede hablar de «ciencia griega» en el mismo sentido que la entendemos hoy). Algo más tarde se propuso que esa Invisibilidad también (o solamente) podía ser percibida con otra facultad humana: la fe;  y en ese conflictivo romance invirtieron años los escolásticos. Muchas religiones, desde las indianas hasta el cristianismo primitivo, concluyeron que todo lo visible era engañoso y, por lo tanto, perverso. («Omnia quae visibiliter fiunt in hoc mundo, possunt firei per daemones»; es decir, «todo lo que ocurre visiblemente en este mundo puede ser hecho por los demonios»). Para los griegos, detrás de lo aparente estaba la razón; para los cristianos, Dios o el Demonio; para los modernos y para los vulgares detrás de todo está el sexo.

Bien, pero tanto a los hechizados africanos como a los que solo tienen ojos para ver caballos hay que recordarles que no es verdad todo lo que se ve ni se ve todo lo que es verdad.

 

* * *

 

Nunca más supe de Ntewane. En 1998 su madre, Graça, se casó con Nelson Mandela, y así se convirtió en la primera mujer que fue «primera dama» de dos países diferentes, Mozambique y Sudáfrica. Con su amigo de la adolescencia, el ingeniero Pedro Cruz, compitieron en las olimpíadas de Moscú 1980. Yo trabajé un tiempo para Pedro diseñando barcos en su Estaleiro Naval de Pemba. Mi buen amigo Pedro era —y debe ser aún— un extraordinario nadador. Recuerdo que con una amiga periodista de Suiza solíamos entrar tres horas mar adentro. Las aguas tropicales del Índico son tan transparentes y saladas que cuando uno se cansaba podía extender los brazos y las piernas y quedarse un rato largo mirando el brillo multicolor de los corales. Hasta que aparecía alguno de esos monstruos de formas y nombres indefinidos y se acababa el descanso y la magia de África.

 

* * *

 

Una vez alguien me dijo que yo no podía hablar de religión porque no era un hombre religioso. Me quedé pensando un instante, porque en algo tenía razón: yo soy un espíritu religioso, pero no soy un hombre religioso porque mi mente desconoce la seguridad. Obviamente, se equivocaba en lo demás.

—Señor —contesté, no sin timidez—, si los sacerdotes católicos desde siempre han dado consejos matrimoniales y ahora hasta dan clase de conducta sexual, por qué no podría un ateo enseñar teología?

 

Sergio Ramírez: Recuerdos de la muerte

Cuando descendí del autobús en la plaza de León un mediodía ardiente del mes de abril de 1959 para matricularme en la Escuela de Derecho, la única que había entonces en el país, iba de la mano de mi padre, tendero en mi pueblo natal de Masatepe y el único de una familia de músicos que no había aprendido a tocar ningún instrumento. Toda la vida había querido que yo fuera abogado, como suele ocurrir con los hijos de tenderos que tampoco quiere ver a sus hijos convertidos en músicos, y así en pobres de solemnidad.

Emprendía entonces ese viaje tan sabido de los adolescentes que desde los pueblos sin nombre llegan de estudiantes a las ciudades de provincia, como lo recuerdo en Los ríos profundos de Arguedas, ese momento cuando se entra en un territorio hasta entonces extranjero, y sabe Dios si hostil, y empiezan las enseñanzas sorpresivas, y a veces arteras, de lo que uno mismo habrá de llamar luego la escuela de la vida.

Era la Nicaragua de los Somoza. Yo había nacido bajo la estrella reinante del viejo Somoza, fundador de la dinastía, y cuando me tocó irme a León, reinaba su hijo Luis Somoza Debayle. Veinte años después, cuando sobrevino la revolución, participaría en la empresa de derrocar al último de la dinastía, Anastasio Somoza Debayle.

Mi familia de músicos era fiel al partido liberal desde los tiempos de la revolución de Zelaya que había impuestos tributos asfixiantes a los ricos y expulsado a lomo de mula a través de la frontera con Honduras, de cara a la cola, al Obispo de Nicaragua desde su sede en León, y esa lealtad la heredó a la familia Somoza, que reinaba en nombre del mismo partido liberal. Mi padre, el que me llevaba de la mano aquel mediodía, había sido alcalde de Masatepe.

El somocismo fue en mi infancia, y los seguía siendo en mi adolescencia, un paisaje inmutable, y la palabra dictadura era para mí sólo un término vicioso utilizado con maldad por los mismos que habían sido capaces de urdir una conspiración para asesinar al viejo Somoza, allí mismo en León, tres años atrás. Yo había formado parte de una delegación de mi colegio para llevar una ofrenda floral en sus funerales, donde lo más llamativo para mí fue el destacamento enviado por Trujillo desde la Dominicana, una guardia de honor junto con una banda militar, todos vestidos de negro con entorchados dorados.

Cuando me vi sólo en León, lejos de la mano de mi padre, el paisaje empezó a cambiar a una velocidad de vértigo y muy pronto estaba en las calles protestando contra los desmanes de la dictadura en ruidosas manifestaciones que eran estrechamente vigiladas por pelotones de la Guardia Nacional. Y la tarde del 23 de julio una de esas manifestaciones fue atacado a mansalva, primero con bombas lacrimógenas y luego con fuego nutrido de fusiles y ametralladoras.

Al sonar los disparos corrí en medio del tumulto por la banda izquierda y entré de cabeza por la puerta de servicio de un modesto restaurante que se llamaba El Rodeo. Como la ametralladora de trípode emplazada en una de las aceras disparaba hacia la banda derecha, de ese lado quedaron los cuatro muertos y la mayoría de los más de setenta heridos de la masacre. La atmósfera en que me movía seguía siendo irreal cuando en lugar de huir por la tapia del restaurante saltando hacia los patios de las casas vecinas, subí con pasos de sonámbulo al segundo piso, donde vivían los dueños, y en el pequeño aposento que daba a la calle encontré a dos niñas de bucles dorados que temblaban de miedo abrazadas en una cama. Entonces, como quien se asoma a un abismo atraído por el vértigo, me asomé al balcón.

Los cuerpos estaban regados a lo largo del pavimento como muñecos con la cuerda rota mientras los soldados, impasibles, conservaban sus posiciones de tiro en tres filas, los de atrás de pie, los de en medio con una rodilla en tierra, y los de adelante tendidos en el suelo, los fusiles todavía humeantes, mientras Fernando Gordillo, uno de mis compañeros que de todos modos murió a los pocos años de miastenia gravis, avanzaba hacia ellos a pecho descubierto, envuelto en la bandera de Nicaragua que había encabezado el desfile. Lo recuerdo como si fuera más bien la escena de una película que ahora me cuesta creer.

Un cura norteamericano que había bajado esa mañana de un barco en el puerto de Corinto para conocer León y estaba ya en la calle auxiliando a los heridos, detuvo a Fernando en su locura. Alguien me gritó al verme asomado al balcón que llamara a una ambulancia, y como las niñas me informaron que no había teléfono en el restaurante, bajé a la calle aún aturdido por los gases de las bombas lacrimógenas para ayudar a transportar a los heridos al hospital a como fuera. Empezamos entonces a forzar las puertas de los vehículos estacionados, y cuando ya alguien estaba al volante del taxi más a mano quisimos entre varios a levantar a uno de los caídos.

El cuerpo estaba de espaldas pero reconocí a Erick Ramírez, mi compañero de banca, a quien días antes habían rapado el pelo en la ceremonia de novatos, igual que a mí. Venía del pueblo de El Viejo y tenia diecisiete años, como yo. En su espalda se abría un orificio no más grande que el botón de una camisa, del que no manaba sangre. No te aflijás que te vamos a llevar al hospital, le dije al oído, pero cuando lo alzamos descubrí que tenía desflorado el pecho en un gran boquete.

Lo llevamos al hospital en el taxi, ya muerto, y en la morgue estaban ya sobre las losas de azulejos los otros cadáveres que junto con el de Erick empezaron a ser desnudados para lavarlos después con una manguera, y entonces desviscerarlos y zurcirlos porque debían viajar lejos, hacia sus pueblos natales, de donde habían llegado también de la mano de sus padres, tenderos, agricultores, empleados públicos, peritos mercantiles.

Nunca más olvidé el olor a formalina de la morgue, mi magdalena en la taza de tilo. Ese olor me enseña siempre que en mi vida los recuerdos de la adolescencia son los mismos recuerdos de la muerte, y nunca hallo otra cosa en que poner los ojos. Bastó aquella tarde para que yo cambiara mi visión del destino, del mundo, de la realidad, de la suerte, de la crueldad, de la justicia, y para que perdiera de una sola vez la inocencia. Pasé a verme a partir de entonces como un sobreviviente, y mis compromisos para siempre los adquirí esa tarde en que el paisaje cambió para siempre.. Compromiso, convicción, causa, se volvieron palabras que me ofrecían sin ningún velo un sentido real, no por adolorido menos verdadero, palabras tan desnudas como los cuerpos tendidos sobre las losas de la morgue.

Es el día más memorable de mi vida. Ni siquiera el día del triunfo de la revolución en otros mes de julio, veinte años después, es tan memorable como aquel. Un recuerdo persistente del olfato, un olor y un recuerdo de la muerte.

Granizo y Cerezas

Ramón Cote Baraibar

Todo sucedió en la primera semana de marzo

cuando por fin cayeron las cerezas.

Y no cayeron por maduras, por redondas, por rotundas,

cayeron por culpa del granizo y su inexplicable cólera.

Después de la tormenta, sobre la compacta blancura del parque,

empezaron a brotar aquí y allá

mínimas manchas de color púrpura,

como si fuera el vestido nupcial de una novia apuñalada.

Fue tanta la prohibición de febrero y la excesiva codicia

entre las altas ramas, las que provocaron esa avalancha de niños

a quienes no les importó cortarse los labios con esa nieve de vidrio

con tal de poder reventar su piel entre los dientes.

Cuando pasados los años alguien les pregunte

por el definitivo sabor que los devuelve a la infancia,

no dudarán en decir que el sabor de las cerezas,

el sabor a venganza que tenían esas cerezas heladas,

y enseguida añadirán que todo sucedió en un lejano marzo,

en su primera semana, después de una tormenta,

cuando el granizo del parque se fue tiñendo de rojo,

como después su vaho, como las puntas de sus dedos,

como también su memoria, desangrándose, ahora al recordarlo.

Marginalidad, violencia y realidad social en la narrativa cubana actual

Por Amir Valle, Escritor cubano

www.amirvalle.com

“La especie humana fue una plaga. Existió alguna vez hace muchos siglos en un lugar del Universo que ellos mismos llamaron Tierra”. Así dice un espigado extraterrestre a uno de sus hijos en una pésima película de ciencia ficción que tuvo, al menos, la suerte de hacerme reflexionar con esa frase. Era el año 2002 y acababa de regresar de Gijón, impactado, entre otras muchas cosas, por las palabras apocalípticas de mi amigo, el escritor colombiano Mario Mendoza, cuando anunciaba algo similar: el mundo avanzaba hacia su propia destrucción, en un descenso a los infiernos que él quería atrapar en sus novelas; criterio que compartí absolutamente, lanzando la memoria hacia mi país, hacia la realidad social, convulsa y cambiante de mi país, a miles de kilómetros de la carpa donde escuchábamos aquellas palabras, creo que, por desgracia, proféticas.

De modo que, precisemos: la especie humana es una plaga que hoy vive en el Planeta Tierra. Que se autodestruye. Que se odia a sí misma. Hambre, miseria, desigualdad social, explotación, egoísmo, prostitución, drogas, violencia (y muchos otros términos que omito para no hacer demasiado e

Amir Valle
Amir Valle

xtensa esta lista de desgracias) se expanden hoy como una pandemia gracias al mejor y al peor invento del hombre moderno: la globalización. Me duele decirlo. Quisiera soñar que no es cierto.

Sigamos precisando: la marginalidad siempre ha estado asociada a las entes desposeídas de la sociedad. En palabras simples: nos encontramos ante una perfecta pirámide. En la punta, unos pocos, quienes distribuyen de modo desigual la riqueza del mundo, quienes explotan a sus semejantes, quienes siembran el mal del egoísmo y el existencialismo individualista, crean las bases para extender la pobreza, la miseria, el hambre, el desempleo, que a su vez es el caldo de cultivo más perfecto para que germine eso que toda la sociedad llama “Marginalidad”: el individualismo feroz, las formas múltiples de la prostitución, el deseo de escapar de la dura realidad mediante las drogas y el alcohol, la violencia social, para crear esas junglas salvajes donde se impone la ley de la fuerza por el instinto ancestral de conservación que posee toda raza animal, el hombre incluido.

He necesitado extenderme en algunas cuestiones generales que llevan el propósito de ubicar el fenómeno al que haré referencia: la existencia de la marginalidad y la violencia en la realidad social que sirve de material novelable a la promoción de Narradores del 90.

Vayamos al primer paso:

Cuba, donde se supone que existe un sistema creado para eliminar esa marginalidad, eliminando primero los males que la provocan, es hoy un país que bien pudiera llamarse Marginalia. Eso he dicho en muchos escenarios nacionales e internacionales. Me explico: si en otras naciones del mundo, incluso subdesarrolladas como Cuba, la marginalidad puede verse como una bestia que irrumpe en la vida de muchos no marginales escapando de su hábitat, generalmente bien localizado en esas sociedades; en la sociedad cubana esos márgenes, esas líneas limítrofes, se han perdido, y el cubano medio hoy se comporta como un marginal. El escritor argentino Abelardo Castillo, en una entrevista que le realicé hace unos años, en su casa de Buenos Aires, propuso una tesis interesante para entender este fenómeno. Decía Abelardo que el cubano “Era un nuevo modelo de socialismo. No era el socialismo tradicional. Era un socialismo hecho a ver cómo se puede hacer de cualquier manera. Era más criollo, menos teórico. Y con un sentido que no era distribuir la riqueza, porque Rusia, cuando hizo su revolución, era un país muy poderoso, y lo que se estaba distribuyendo era la riqueza. Acá, en Cuba, se estaba distribuyendo lo que había y había que distribuir hasta la pobreza”. Precisemos entonces: al distribuir la pobreza, cosa que hoy sigue sucediendo a pesar de los reconocidos (y cada vez más diluidos) logros en el terreno de la educación, la salud y la seguridad social, y de otros éxitos parciales en la cultura, el deporte y el desarrollo de las ciencias, se iban sembrando los terrenos de la nación con la semilla de la marginalidad, que, efectivamente, creció como la hierba mala, y alcanzó un verdor impresionante, alarmante, cuando cayó con todo estrépito el muro de Berlín, los países socialistas cambiaron de bandera y la Unión Soviética se dividió como una ameba, debilitándose.

Pese a todos los logros ya mencionados, hoy en Cuba se sobrevive gracias a la economía subterránea o mercado negro; la prostitución se ramifica y complejiza burlando la persecución oficial y contaminando cada vez más sectores institucionales y estatales; la droga es un escándalo que va creciendo, y lo peor, la doble moral (en los órdenes político y ético individual) forman parte del ropero usado por los cubanos para sobrevivir: un traje se usa entre las cuatro paredes de la casa (contestatario, crítico, inconforme, marginal) y otro se lleva para salir a la calle y hacer la vida social (complaciente, conformista, justificativo, aguerrido y militante, revolucionariamente hablando).

A esa realidad nos enfrentamos muchos cuando decidimos escribir lo que nos preocupaba, lo que ocultaba la prensa, lo que el discurso oficial obviaba. Nuestra tesis, la tesis de mi promoción, que es la de los nacidos a partir de 1960 era bien sencilla: Fidel y la Revolución nos habían enseñado a pensar; Fidel y la Revolución nos habían dicho: lee, cultívate, piensa, tienes la libertad y la capacidad para decir lo que piensas, ¿cómo era posible que alguien viniera a pedirnos que nos conformáramos con lo que veíamos mal?, ¿cómo podía alguien pensar que no haríamos lo que nos habían pedido: pensar y decir lo que pensábamos?

Por esa razón, a mediados de la década del 80 irrumpe en la Narrativa Cubana un grupo de muy jóvenes escritores que comienzan a tocar temas hasta entonces tabúes para la literatura: temas eternos pero contemplados desde la irreverencia, el desenfado, la rebeldía que nos imprimía nuestra juventud. Queríamos decir que las guerras en África no habían sido únicamente un hecho heroico, y escribimos historias humanas sobre las miserias humanas, ofreciendo la otra cara de la moneda, una cara que se ocultaba y aún se quiere ocultar. Queríamos decir que la juventud cubana no era un todo perfecto, monolítico, jóvenes colmados de virtudes, sin defectos, que asistían a las marchas y participaban en la Revolución, y escribimos sobre los jóvenes drogadictos, sobre los que se suicidaban, sobre los que abandonaban el país, sobre los que asumían la poética de los rockeros, marginándose. Queríamos decir que muchos de los logros de la Revolución eran falsos, mentiras fabricadas por malos funcionarios mientras la nación se desmoronaba, y escribimos en nuestras obras la otra cara de la educación, la otra cara de la salud, la otra cara de ese sistema que descubrimos era imperfecto, pero podía ser perfectible, mejorable si nuestros gobernantes abrían los ojos y dejaban la política a un lado para trabajar en el bienestar del pueblo. Queríamos hablar de males que se ocultaban y eran preocupantes precisamente porque no se quería verlos, y escribimos historias con esos males: la homosexualidad, la intolerancia religiosa, la pérdida de la individualidad, el mundo de los que se iban en balsa de la isla, el jineterismo o prostitución, la falta de libertades para hablar y escribir, y nuestro rechazo a ponernos los trajes dobles de la doble moral.

Fuimos un escándalo. Recibimos censuras, incomprensiones. Se nos marginó más aún cuando ya nos definíamos como marginales. Esos temas requerían nuevos tratamientos, experimentaciones en los planos lingüísticos, estructurales, rupturas con los estilos y corrientes establecidas. Nos toco cambiar la narrativa y dicen los críticos que lo hicimos. El resto de las promociones se alimentaron de nuestras conquistas y hoy la narrativa cubana atraviesa lo que he llamado en mis ensayos “confluencia generacional”, puesto que esos mismos temas, y otros muchos, son hoy abordados por escritores de las promociones del 50, el 60, el 70 y el 80.

Primera conclusión: esa efervescencia de la narrativa cubana que hoy se ratifica con premios internacionales, con el éxito de varios de sus escritores en el mundo editorial internacional, con la inclusión de nuestras obras en los programas de la inmensa mayoría de las universidades de ambos hemisferios, debe mucho a la existencia de estos narradores del 90 que abrieron caminos, rompieron muros, destrozaron tabúes, y recordaron a muchos que las obras de Alejo Carpentier, Lezama Lima, e incluso, más atrás, de nuestro José Martí, fueron obras absolutamente transgresoras, críticas, inconformes, pero siempre revolucionarias, en el sentido de movilidad, transgresión y desarrollo que tiene la palabra “revolucionario”.

Me resulta molesto poner este ejemplo, en momentos en que la intelectualidad cubana lucha interna y externamente por ser una sola dentro del amplio espectro de la Cultura Nacional. Pero debo decirlo: muchos editores, muchos agentes, muchos promotores del libro a nivel internacional, vuelcan sus ojos hacia una literatura que se escribe fuera siempre atacando a la Revolución, denigrando del país, revelando males que DICEN ELLOS nadie revela dentro de la isla. No mencionaré nombres, pues muchos son colegas, y algunos siguen siendo amigos, pero pensar eso demuestra o el desconocimiento total de lo que realmente sucede en la literatura que hoy se escribe y publica en Cuba o una muy mala y planificada voluntad de fastidiar mediante la cultura, y perdonen la palabra.

Esa marginalidad, esa fenoménica social distinta a la que ofrecen los medios de prensa cubanos, diferente a la que enseña al mundo el discurso oficial, ha sido desde mediados del 80, es, y estoy seguro, será, motivo y escenario para la reflexión y la creación de los escritores cubanos. Mencionaré algunos nombres ya internacionalmente conocidos:

Ena Lucía Portela, premio Juan Rulfo de cuento en el 2000, publicó en Cuba dos novelas: El pájaro, pincel y tinta china y La sombra del caminante, donde el lesbianismo, el descontento, el existencialismo, la abulia social, la droga, son ingredientes básicos. Ambas obras han sido publicadas fuera del país.

Karla Suárez, premio internacional Lengua de Trapo de España, con su novela Silencios, una hermosa oda al suicidio y a las causas heroicas perdidas, una rotunda crítica a la pérdida de los sueños de la izquierda latinoamericana y cubana, resultó una de las diez mejores obras publicadas en Europa en los últimos tres años. Y ahora acaba de lanzar La viajera, en mi opinión la mejor novela sobre el exilio cubano que hasta hoy se ha escrito.

Alexis Díaz Pimienta, ganador del premio Internacional Alba Prensa Canaria 2001, con su novela Prisionero del agua, se adentra en temas esenciales de la actualidad cubana: el éxodo del país hacia los Estados Unidos, la inconformidad social y la prostitución.

Aunque pudiera poner el ejemplo de mis novelas más recientes, publicadas en España y los Estados Unidos (ya que la crítica europea habla de que en ellas “se personifica la marginalidad, se marginaliza la ciudad”, hablaré de la saga novelística de Pedro Juan Gutiérrez, mi amigo y vecino, pues vivimos en la misma cuadra. Me refiero a sus obras Trilogía sucia de La Habana, El rey de La Habana y Animal tropical, en las que novela la vida en los barrios marginales donde respira la inmensa mayoría de los cubanos, en nuestro caso, ubicando las historias en dos lugares muy conocidos por quienes han visitado a Cuba: Centro Habana y La Habana Vieja, lugares que, debo aclarar, conforman el centro de la vida cultural, social, política y económica de la capital cubana.

La marginalidad en los barrios cubanos es tan aplastante que sobre ese tema han escrito otros importantes escritores como Daniel Chavarría; como Leonardo Padura (internacionalmente conocido por sus novelas de tema policial recogidas en su serie Las cuatro estaciones y por su divina La neblina del ayer, que acaba de ganar el Premio Hammett a la mejor novela negra publicada en lengua española este año); Abilio Estévez (cuya más reciente creación ficciona el peor drama de los cubanos de la isla actualmente: el de la vivienda, el de una ciudad que se va cayendo en ruinas, arquitectónicamente hablando, sin poder solucionar el problema habitacional); o los menos conocidos, Guillermo Vidal (siempre crítico hacia la intolerancia en la absurda y mísera vida en las capitales provinciales de la isla con su magistral La saga del perseguido, entre otras, por desgracia fallecido en la plenitud de su carrera); o Raúl Aguiar (que con su obra La estrella bocarriba, que muestra el universo del rockero cubano, llega incluso a tal grado de inconformidad que propone y crea en la novela un mundo alterno, con su cosmogonía propia, sus leyes, una ética humanista y hasta un lenguaje distinto); o Lorenzo Lunar (que asume la marginalidad desde la poética que se crea en los barrios marginales de los territorios más olvidados en el interior del país); o Aida Bahr (que pone sobre el tapete crítico la falsedad de los logros de la Revolución en materia del desarrollo social de la mujer, a través de una cotidianidad tan bien reflejada en sus cuentos que nos golpea y aturde).

Podría poner más ejemplos, pero creo que con estos basta. La marginalidad, en su relación con la realidad social cubana y su reflejo en la narrativa, es tan complejo que podemos encontrar matices disímiles, siempre interesantes, incluso en autores cubanos que escriben fuera de la isla, o de origen cubano que escriben en inglés o en otras lenguas. Toda esa literatura es la más pura muestra de que existimos, de cómo existimos, y si hace un par de siglos ya se dijo que para entender la Francia de Balzac había que leer sus novelas, hoy se puede decir que cuando se quiera comprender la verdadera cara de la realidad cubana actual, acudir a la prensa y al discurso oficial será un craso error: para eso están las novelas que hoy se escriben, los cuentos que hoy se escriben: un universo ficcionado que reconstruye una realidad literaria a partir de la mirada crítica a una realidad real. En simples palabras: será ése el más fiel documento histórico que recibirán las generaciones venideras sobre la problemática actual de la isla.

Finalmente, quiero seguir soñando con que la especie humana ha sido lo mejor que le ha pasado a este planeta. Quiero seguir soñando que el sistema en el cual vivo es el más humano y espero tener fuerzas y que mis gobernantes me permitan luchar para hacerlo más perfecto. Quiero seguir creyendo en la utopía de no ser una plaga extinguida. Quiero creer que no hemos sido el más terrible error de Dios. Quiero soñar, simplemente, en que lo que escribo, sirva para que mi especie rectifique, asuma su papel en la escala evolutiva y comprenda que Dios no nos trajo al mundo para destruirnos, si no para amarnos.

Pablo d´Ors: «Las bofetadas»

Las bofetadas

 

 

por Pablo d´ORS

 

 

De niño siempre tenía miedo de que la maestra abriera alguno de mis cuadernos

Escena de la pelicula "La mala educación" de Pedro Almodovar
Escena de la película «La mala educación» de Pedro Almodóvar

y descubriera algún error: una mancha de tinta, una falta ortográfica, una caligrafía ilegible… Este temor no era infundado, pues eso era de hecho lo que sucedía siempre que mis profesores –cualquiera de los muchos, casi incontables, que tuve durante la llamada enseñanza primaria– abría uno de mis cuadernos. No importaba la página por la que lo abriera ni cuál fuera el cuaderno (el de lengua, el de geografía, el de matemáticas…): mi caligrafía era ilegible, cometía abundantes faltas ortográficas y no podía evitar que algún manchón de tinta embadurnase los márgenes, puesto que éramos obligados a utilizar unas estilográficas con las que, además de mis dedos, ensuciaba buena parte de mis cuadernos hasta dejarlos casi inservibles.

Durante las clases yo estaba atento a cualquier eventualidad, y no ya por interés en las materias que se impartían (ninguna llegó realmente a interesarme), sino porque sabía que las bofetadas de los profesores, así como las insoportables bromas de mis compañeros, podrían llegarme de donde menos lo sospechase. Los chicos de mi clase la tenían tomada conmigo, aunque todavía más, por fortuna, con un tal Thomas Mindernickel, que era el auténtico chivo expiatorio del curso. Yo quedaba como suplente –por así decir–, para cuando Mindernickel no venía al colegio (cosa que sucedía con frecuencia, pues era más bien enfermizo). Aunque las bromas de mis amigos (durante largos años estuve llamándoles, pese a todo, “mis amigos”) eran terroríficas, a quien yo más temía era a los profesores, que aprovechaban cualquier descuido por nuestra parte para propinarnos sus bofetadas. En realidad, yo era uno de los que más bofetadas recibía; y no porque fuera un mal estudiante o porque mi comportamiento dejara que desear, sino porque me sentaba en el primer banco de la primera fila. Era, por tanto, quien más a mano tenían. Yo no había escogido ese sitio; aquel era el puesto que me correspondía por orden alfabético: aquel lugar –el maldito primer banco de la primera maldita fila– fue el que me correspondió durante todos los tristes y largos años que pasé en aquella escuela de provincias.

Al no poder abofetearnos a todos –conforme habría sido su deseo–, para intimidarnos los profesores abofeteaban sólo a uno, que solía ser yo. “¡Eso por estar distraído!”, me decían tras la bofetada. O, “¡por mirar a las musarañas!”: una razón que también se esgrimió más de una vez. Por aquel entonces, yo no sabía bien lo que eran las musarañas; y ni siquiera hoy estoy seguro de saberlo con precisión. El caso es que mis profesores de la llamada primera enseñanza (luego fue diferente, acaso peor) me abofeteaban sin cesar, obligándome a llevarme la mano a la cara, fuera antes de que la bofetada se produjese o después, en el vano intento de calmar la picazón.

Más que el dolor en sí (mucho más soportable de lo que antes de recibir aquellas bofetadas imaginaba), lo que más me fastidiaba de aquellas injustas bofetadas es que llegasen cuando menos las esperaba. Más aún: por mucho que las esperase, ¡nunca logré adivinar el momento en que iban a producirse! Así que me sorprendían, humillándome muchísimo por su carácter imprevisible. Por esta razón, en cuanto veía que un profesor o profesora bajaba de su tarima (sobre todo las profesoras, que eran las que más me pegaban), me cubría las dos mejillas para así amortiguar el posible golpe. Pese a mis precauciones, no podía impedir quitar las manos del rostro alguna vez, fuera para pasar de página, para abrir el estuche o para ordenar la cartera, que solía tener incomprensiblemente desordenada. Para mi desgracia esos eran los momentos, precisamente esos, que aprovechaban mis profesores. Tal era la coincidencia entre mis escasos descuidos y sus intolerables bofetadas que parecía como si estuvieran esperando estos brevísimos instantes de flaqueza para flagelarme como sólo sabe hacerlo un adulto con un niño. Todo esto me llenaba de una rabia e impotencias infinitas. Porque eso era lo más enojoso, la impotencia. Yo no podía levantarme, como habría sido mi deseo, y pelearme con el profesor o profesora que me había abofeteado. Yo sólo podía quedarme donde estaba, quieto y callado, con la mano en el carrillo ardiendo y humillado como nunca más he llegado a estarlo en la vida.

– ¿Por qué me pega? –pregunté una vez sin pensar, harto de aquella injusticia, tan sistemática como incomprensible para mi mente infantil.

Pero la profesora no me contestó. Se limitó a mirarme con indiferencia, acaso con extrañeza, como si mi pregunta estuviera completamente fuera de lugar. Esa profesora, la “señorita de Religión” (una de las que más abofeteaba, dicho sea de paso), prosiguió la clase impertérrita. Yo no podía comprender cómo podía aquella mujer abofetear tanto al tiempo que se emocionaba tan visiblemente al hablar de Dios; pero, al parecer, mi señorita no sentía ningún escrúpulo por esta incoherencia y nos abofeteaba a todos con total impunidad, casi como si le gustara o, al menos, como si aquello formara parte del deplorable oficio de enseñar.

Aquellas bofetadas (y no había clase de religión en que no se produjeran al menos dos o tres) tenían una particularidad respecto a las que se propinaban en Geografía o Matemáticas, y es que eran las que más resonaban. “¡Plas!”, estallaban, y todos levantábamos los ojos de nuestros cuadernos. Estábamos aterrorizados. O, “¡Plas, plas!”: en esa ocasión habían sido dos los golpes; al parecer, al pobre Thomas Mindernickel (y aquel era el día que regresaba a la escuela tras una larga convalecencia) le habían cruzado la cara. Aquel año yo apenas recibí bofetadas cruzadas, y no porque –como presumo– los profesores no me las hubieran querido dar, sino porque casi nunca tenía las dos mejillas descubiertas, por lo que aún queriéndolo no podían.

Por todo lo dicho, yo estaba siempre muy tenso en la escuela, con los nervios en punta, esperando en qué momento y con qué motivo (porque nunca renuncié a buscarlos) me llegaría la bofetada. Esta atención mía se redoblaba cuando, por casualidad, habían pasado varias jornadas sin que ningún maestro, ni siquiera la señorita de Religión, me hubiera abofeteado. Aquello era inadmisible, me decía yo, iniciado desde muy niño en la crudeza de la vida; la bofetada llegaría de un momento a otro, me lamentaba, concentrándome al máximo para que no me enganchara desprevenido. Por este supremo y constante esfuerzo de concentración, acababa las clases agotado.

El último día del año, en la última clase, cuando ya creía haberme librado –al menos hasta después del verano– de aquellas brutales bofetadas, recibí la última, tan inesperada e inmerecida como todas las demás. Me la propinó la profesora de geografía, quizá por la fuerza de la costumbre. Ahora bien, yo no reaccioné como otras veces, llevándome la mano a la mejilla y tratando de calmar su ardor, mientras me sorbía las lágrimas y deseaba ser invisible. Poseído por una fuerza desconocida –la fuerza amasada durante meses de humillaciones–, salté de un brinco de mi banco y devolví la bofetada con idéntica fuerza (si no mayor). La maestra quedó petrificada. Nadie había hecho nunca en aquella escuela algo así: yo mismo había quedado estupefacto y paralizado. No se oía nada, ni una mosca. Todos estaban mudos, expectantes. Las rodillas me temblaban.

Antes de que su rostro se descompusiera por la convulsión del llanto –que ya empezaba a asomar en sus ojos–, la profesora de geografía salió del aula en una carrera; y fue entonces cuando sonó el timbre que anunciaba el fin de la clase y el fin del curso. Tal vez también el fin de mi infancia y mi liberador y definitivo ingreso en la adolescencia.

Todos mis compañeros irrumpieron entonces en un grito de victoria. Y uno a uno, sin excepción, fueron pasando junto a mí para felicitarme con elogios y dulcísimas palmaditas en la espalda. No había duda: en pocos segundos me había convertido en el colegial más popular, en el más valiente, en el más apreciado y valorado por todos. Inesperada e involuntariamente, yo era en un héroe: todos me miraban con respeto, con admiración, y yo sentía perfectamente todas esas miradas sobre mi cuerpo, y las registraba con avidez. Fue en ese instante cuando comprendí que la vida tenía otra cara, de la que yo había sido privado hasta entonces; fue ahí cuando entendí que yo podía ser alguien, puesto que tenía poder. El orgullo me henchía el pecho hasta dificultarme la respiración. Y una rabiosa alegría se apoderó de mi ser, haciéndome comprender que abandonaba el bando de las víctimas para ingresar por fin, y por la puerta grande, en las filas de los verdugos.

 

 

Amir Valle: “De alma soy periodista, y fue esa la carrera que estudié.”

Por: Alvaro Castillo Granada

Amir Valle (Cuba, 1967) es uno de los autores más prolíficos e importantes de las últimas generaciones de escritores cubanos. Sus novelas y reportajes no duran en las estanterías de las librerías: se agotan inmediatamente. Esta es una conversación con el autor de Jineteras, el testimonio y reportaje más desgarrador que se han escrito sobre la historia de la prostitución en Cuba.

Fray Gerundio de Campazas o de la nada al triángulo

Por Ricky Mango

www.rickymango.podomatic.com

José Francisco Isla. Autor de Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes
José Francisco Isla. Autor de "Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes"

Cuando, en 1620, don Luis de Góngora y Argote se dirigía en un soneto al fraile trinitario y famoso predicador Hortensio Félix de Paravicino llamándole «Hortensio mío», no podía imaginar que la Historia le tomaría tan en serio. En efecto: más de ciento treinta años después, la imitación gongorina en España gozaba todavía de tan buena salud como para inspirar a Francisco José de Isla, jesuita de carácter por lo demás extremadamente bondadoso, una feroz sátira de las costumbres de la clerecía rampante, y especialmente de sus desafueros en el púlpito.

El Barroco en Europa, desde luego, no había sido una broma. Desde que, tres siglos antes, Petrarca consiguiera, con la pureza de su lenguaje, elevar la literatura de su tiempo sobre los procelosos mares de la Edad Media, la ola había recorrido mucho camino. A España llegaría, naturalmente, tarde y menguada, y aquí casi todo el mundo se tomaría tan a pecho lo del retorno a los clásicos que ni siquiera se enteraron de que en el país de al lado algunos ciudadanos lanzaban miradas torvas al pasar por la Bastilla. Para entonces el Barroco español había engordado ya más de la cuenta, se había devorado a sí mismo y todavía encontraría fuerzas (como los frailes más avispados se encargaron de demostrar) para de los huesos hacer algún que otro caldo con que comer caliente.

En medio de esa panorámica de agotamiento, en que el Imperio salía todos los días a la calle como el buscón don Pablos, en ayunas y con unas migas de pan hábilmente esparcidas por la pechera para simular hartura, nació Francisco José de Isla, de una familia de hidalgos de provincias que consiguió darle una educación, para la época, más que aceptable. Según parece, el muchacho era despabilado y nada hacía sospechar en un principio que terminaría por tomar los hábitos de los de Loyola. Consta, incluso, que a los quince años se echó una novia, si bien los argumentos que suelen aducirse para explicar por qué no se casó con la chica e ingresó repentinamente en la Compañía son, en el mejor de los casos, dudosos.

Sea como fuere, el caso es que el noviciado, primero, y su condición de jesuita, después, le dieron ocasión para aprender francés y, posteriormente, filosofía y teología en Salamanca. Sin duda leyó a Feijoo en edad muy temprana, y sin duda se sintió atraído por la personalidad de aquel asturiano tozudo y erudito, náufrago cultural contra la corriente de una España apicarada y supersticiosa, y ecléctico y brillante como él mismo. Acababa Felipe V de regresar aliviado al trono, después de la truncada experiencia de abdicación en su hijo Luis, de dieciséis años, aficionado entre otras cosas a escaparse por las noches para ir a robar fruta al huerto de Palacio.

El intento de reforma de la sociedad española se había puesto -tímidamente- en marcha, pero no sería sino hasta Carlos III, medio siglo después, cuando se haría evidente que la maquinaria estaba demasiado oxidada. Los tira y afloja del Estado con la Santa Sede se habían sucedido, en forma de rupturas y reconciliaciones, desde el comienzo del siglo, y los intentos de establecer de una vez por todas un Concordato efectivo por el que se redujese siquiera en cantidad moderada la plétora de curas y frailes que sobrecargaba el país y se lograse una cierta independencia orgánica con respecto a Roma no cuajarían hasta 1753, ya con Carlos III. Para entonces, las quejas de ciertos sectores del pueblo contra los abusos de los frailes no podían pillar a nadie desprevenido.

En las fechas en que se publicó la obra principal de Isla, fray Gerundio de Campazas, la sociedad española podía dividirse, culturalmente hablando, en dos estratos claramente diferenciados: la aristocracia cultivada, en contacto más o menos directo con los acontecimientos europeos, y el resto. Isla, como no pocos otros jesuitas, era afín al primero de esos grupos, y no es descabellado suponer que las primeras aventuras de fray Gerundio se gestaron en animadas charlas de salón en las que la alta sociedad, a falta de haberse inventado la televisión, mataba el aburrimiento mofándose de los paletos. La Ilustración surtía en toda Europa efectos de borrachera, y debía de estar muy mal visto tomársela a chacota. Se daba, incluso, el caso de cierta dama parisina de alcurnia que, para no perder el tiempo entre sarao y cenáculo literario, transportaba en su carroza un cadáver sobre el que practicaba con aprovechamiento la disección anatómica.

Salió, pues, en ese siglo a la luz la «Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes», y fue un éxito de ventas inmediato. Más de la mitad de la primera edición se vendió en un solo día, y hasta se afirma que don Carlos III no paró de reír desde la primera hasta la última página. Este testimonio, sin embargo, parece exagerado. Hay en el fray Gerundio no pocas páginas para nosotros omitibles, e incluso para Carlos III probablemente algo indigestas. Otras, sin embargo, nos resultan maravillosamente actuales y hasta, en muchos aspectos, anticipatorias.

Encontramos en ellas, entre otras abundantes sorpresas y ataques de somnolencia, los rudimentos de un tratamiento psicológico de los personajes, el coqueteo constante con lo que ahora llamaríamos sociología y periodismo, la descarada descripción de los predicadores como antepasados de nuestros modernos publicistas y, sobre todo, el afán por la descripción minuciosa de gestos y de todo tipo de movimientos. Obsérvese, si no, esta implacable acumulación de acciones casi nimias en uno de los personajes: «El bueno del predicador levantó [sus ojos], le miró con serenidad, sacó las manos debajo del escapulario, reclinó el codo derecho sobre el brazo de la silla, refregóse la barba, echó después mano a la manga, sacó la caja, dio dos golpecitos pausados sobre la tapa, abrióla, tomó un polvo, y encarando al ex provincial, le dijo muy reposado…»

No es esta, como puede verse, la escritura de un pobre fraile provinciano ajeno a su siglo. Los estudios científicos y las descripciones técnicas e industriales estaban, allende nuestras fronteras, a la orden del día. Los Principia Mathematica de Newton llevaban ya más de setenta años publicados, e incluso en Francia se habían editado curiosas obras divulgativas como un cierto ‘Newton explicado a las mujeres’. En el último medio siglo habían sido inventados el termómetro de mercurio, el cronómetro y el pararrayos, y se empleaban ya en Europa los altos hornos, las taladradoras de metales y la laminación del acero. Sin embargo, haciendo gala admirablemente de su habilidad para escurrir el bulto, se había cuidado Isla unas páginas más atrás de ironizar sobre la medicina moderna en un inesperado párrafo: «[El padre lector], sobre abundar de un humor escolástico flavobilioso, que hiriendo en un momento las fibras del celebro, se comunicaba rápidamente al corazón por el nervio intercostal, con movimiento crispatorio, y de aquí, por una instantánea repercusión, volvía al mismo celebro, donde agitaba con igual o mayor crispatura las fibras que se ramifican en la lengua, estaba tan furiosamente poseído de todas esas vanas inutilidades, que era capaz de chocar con el mismo sol, si pretendía alumbrarle en este punto».

¿Burla de la medicina, o burla de la medicina nacional? Difícil es saberlo. Todo el libro es un constante alarde de equilibrio sobre la cuerda floja en el que, atacando a determinada colectividad o individuo, o a su obra, elogia a continuación con entusiasmo ciertas particularidades suyas, para curarse en salud. Mientras que, en cierto momento, lo vemos arremeter sin reparos nada menos que contra el preceptor de Fernando VI, sólo unas líneas más arriba el insulto más grave que le ha dedicado a Erasmo es el de «perillán». Esta sensación permanente de habérselas con un individuo resbaladizo cuyas verdaderas opiniones se inscriben en la categoría del misterio teológico no abandonará al lector hasta la última página. Se mire por donde se mire, en el rompecabezas de la obra y vida de Francisco José de Isla hay siempre una pieza que no encaja. Esto es, sin embargo, lo que hace de él un personaje perfectamente contemporáneo de su época. La Historia nos podrá ilustrar, ya que no aclarar, esa incongruencia.

En efecto, cuando Felipe V, terminada la guerra de sucesión, se encontró con el poder en las manos, la transformación de España que pedían los nuevos tiempos era, como mínimo, una cuestión de prestigio. Bajo ese espíritu favorable a la Ilustración, la infiltración de aires extranjeros entre la aristocracia no se hizo esperar, hasta el extremo de que más de uno, confundiendo la gimnasia con la magnesia, sustituiría el cultivo del intelecto por el afrancesamiento más extravagante. Sin embargo, los espíritus lúcidos (y probablemente Isla era uno de ellos) comprendieron, o intuyeron, el alcance de las nuevas corrientes.

Se daba la circunstancia de que la enseñanza (la enseñanza de la aristocracia, se entiende; la del pueblo nunca llegó a pasar del nivel de catequesis) estaba bajo el control de los jesuitas, y éstos, que de tontos no tenían ni un pelo y que, entre otras cosas, a los profesores de matemáticas y de ciencias naturales los traían del extranjero, pronto se encontraron pillados entre dos fuegos: ¿cómo conciliar la razón con el dogma? La verdad es que corrían malos tiempos para los defensores de la fe: el catastrófico terremoto de Lisboa de 1755 puso en no pocos aprietos al Dios cristiano, al ocurrir precisamente en un siglo tan delicado como aquél. Voltaire, que estaba en todas, aprovechó la ocasión para escribir un poema, no precisamente lírico, sobre el particular.

Consecuencia de aquel juego de fuerzas debió de ser ese estilo particularmente serpenteante que, bien por astucia natural, bien porque el sentido común aconsejaba al escritor sensato avanzar en meandros, caracteriza la narración en el fray Gerundio. Con el pretexto más fútil, el narrador emprende la deriva hacia territorios alarmantemente alejados de la historia que se cuenta, para terminar depositándonos en las respetables alturas de los cerros de Ubeda. Recurso éste que acusa claras huellas cervantinas, aunque elaboradas a la manera propia, como cuando, con reiteración un poco machacona, el autor interrumpe nuestra lectura lleno de campechanía para toser, estornudar, aspirar polvos de rapé e incluso sonarse las narices, y luego prosigue tan campante.

Otras veces, nos afea nuestra impaciencia por conocer el desenlace de una situación, o se defiende de muy buen humor frente al flagrante delito de concluir un capítulo sin haber contado nada de lo que se anunciaba en su título. O bien, se enzarza en una escalada de conjeturas con el pobre lector indefenso, lo anonada con un «…Ya va largo el paréntesis. Cerrémosle)», o le manda literalmente a paseo. Incluso, en una ocasión, zanja una de esas disquisiciones de propia cosecha con algo así como un flaubertiano «fray Gerundio soy yo». En la segunda mitad de la obra, las estocadas caricaturescas a diestro y siniestro y el placer de la burla por la burla alcanzan a veces cotas surrealistas, como cuando, con ocasión de una cena concurridísima en la casa de Antón Zotes, se nos pone de pronto a desbarrar sobre la disposición de las habitaciones en la vivienda, especula luego con la posibilidad de bajar y subir hasta el pajar las viandas con ayuda de unas sogas, y termina con una supuesta cita textual en la que un francés recomienda que la cocina se instale cerca del comedor a fin de que los platos lleguen a la mesa «ni más fríos, ni más calientes de lo que conviene».

Como es de suponer, en 1758 esos eventuales ecos cervantinos están ya bastante desfigurados. Es comprensible: la situación del país distaba mucho de seguir siendo la misma. A pesar de que el propio Isla manifiesta varias veces su admiración por don Miguel, y su propósito de acabar también de un plumazo con los excesos en el púlpito, en fray Gerundio el significado de los dos héroes de Cervantes aparece mucho más confuso, cuando no intercambiado. Los quijotes gerundianos -los predicadores- son sospechosos de cualquier cosa, menos de idealismo, y los sanchos en cambio, que son quienes deberían poner la necesaria nota de cordura, cuando no son obtusos familiares de la Inquisición, son santos varones de alguna Orden desdibujados por la mediocridad. El nuevo Quijote redivivo, el insensato Gerundio, triunfa en todos sus lances frente a los admonitores morales «a la antigua». Es, para colmo, aclamado por el pueblo -al terminar uno de sus sermones, sale literalmente en hombros de la multitud- y, en fin de cuentas, nadie le desengaña. La estulticia ha acabado por imponerse.

Si hemos de creer en lo que nos relata Isla, no era para menos. La degeneración de la oratoria sagrada y, como telón de fondo, las marrullerías cotidianas de los frailes en el país parecían haber ascendido a la categoría de plaga. Entre bromas y veras, Isla nos va dejando ver algunas estampas vivísimas de la sociedad de su tiempo. En el púlpito los predicadores, luciendo una compostura cuidadosamente atildada y unos movimientos estudiados al milímetro, enhebraban con teatral vehemencia una sarta tras otra de despropósitos culteranos, sazonados con abundantes latinazos traídos por los cabellos y, como quien dice, a rastras.

Entre los golpes de efecto utilizados, de los cuales el del susto no era seguramente el más popular (sólo a medias podía tener gracia el que se achacase un aborto en la misa de once a los efectos del temor de Dios), el más usado probablemente era el de contar chistes. Y ciertamente no todos eran tan blancos como aquel malévolo chascarrillo con que cierto religioso habría dado principio a su sermón en las honras fúnebres de un tal fray Eustaquio Cuchillada y Grande, exclamando, en medio de un silencio sobrecogedor: «¡Al maestro cuchillada, y grande!» Efecto parecido lograba otro predicador gerundiano comenzando su discurso con un solemne: «Niego que Dios sea uno en esencia y trino en personas» y aclarando a continuación, no sin antes haber saboreado a sus anchas el pasmo del auditorio que rebullía bajo sus pies: «…Así lo dice el ebionista, el marcionista, el arriano, el maniqueo, el sociniano. Pero yo lo pruebo contra ellos con la Escritura, con los Concilios y con los Padres».

Los títulos de los sermones tampoco les iban a la zaga en chispa, y, si los que cita Isla se usaron en la realidad, uno no puede resistir a la tentación de quitarse el sombrero. Qué decir, si no, de prédicas con títulos tales como «El máximo Mínimo», «Mujer, llora y vencerás», o «El Lazarillo de Tormes» (este último en alusión, naturalmente, al Lázaro bíblico y no al otro). Como los tiempos estaban malos, componer un buen sermón de mucho aparato constituía una fuente nada desdeñable de ingresos, sobre todo en especie, y los frailes, en consecuencia, se esmeraban. Las festividades y actos religiosos hacía ya tiempo que se habían convertido en impresionantes ritos paganos y, ante aquel público que ya no era ni creyente ni agnóstico, sino todo lo contrario, la competencia del teatro era seguramente temible. Por eso, el fraile que quería arrimar su docenilla de chorizos o su pareja de buenos borregos no tenía más remedio que acicalarse con primor, ensayar minuciosamente todos sus ademanes y las inflexiones de su voz, y… componer un buen sermón, claro.

Para que pudiese considerarse aquilatado, el sermón tenía que ser, al mismo tiempo, chabacano y abstruso. La primera cualidad no debía de ser tan difícil de lograr como la segunda, e Isla nos relata una y otra vez, con ejemplos tomados de la realidad, cómo se construye un buen sermón culterano. Antes que nada, el predicador deberá enumerar mentalmente las diversas menciones que está obligado a hacer en su prédica; a continuación, elevará su contenido a las más sublimes alturas. Para lograr ese fin, ningún truco es despreciable. Recurrir sin miramientos a la mitología clásica o a cualquier otro mito pagano, entrar a azadonazos en el huerto de las Sagradas Escrituras, o traer a colación chuscas similitudes fonéticas con locuciones latinas depredadas en un diccionario de citas, todo vale con tal de que el ingenuo feligrés reconozca en la metáfora o en el latinazo disparatados el apellido de su madre, el nombre de pila de quien paga el sermón, o alguna alusión bíblica a la festividad que se conmemora. La construcción de tales prédicas, en fin de cuentas, no se diferenciaba mucho de aquel delicioso galimatías «lógico» que a muchos nos encantaba recitar de pequeños: «¿Nada? Pues el que nada, no se ahoga; el que no se ahoga, flota; flota, es una escuadra; y una escuadra es un triángulo.»

En 1767, una pragmática real ordenaba a los jesuitas abandonar inmediatamente el país. Una de las piezas que no encajaban en el panorama político español había sido apartada del juego (aunque no por eso el rompecabezas se cerraría, como se vio después). Los dominicos ganaban la batalla por el control de la enseñanza y los jesuitas, después de bastantes avatares y no pocas penalidades, se instalaron por fin en Italia, sólo seis años antes de que, en 1773, un breve papal ordenase la extinción absoluta de la Compañía. Durante el viaje, Isla cayó gravemente enfermo, pero con el tiempo se recuperó y, después de algunas penúltimas peripecias, terminó por encontrar asilo en Bolonia, en casa de los condes Tedeschi. Allí transcurrieron sus últimos años, y allí fue donde, en un acto de bondad que de ningún modo se contradecía con su vida pasada, tradujo del francés el Gil Blas de Lesage con la sola finalidad de sacar de apuros a un padre de familia valenciano, que se había quedado ciego.

Porque, en su vida privada, Isla fue probablemente un hombre bueno. Seguramente creyó en la posibilidad de un siglo de las luces autóctono en España, pero el peso de la tradición, y la cruda realidad social, que él de ninguna manera ignoraba, lo volvieron sin duda pesimista. Nunca entendió que lo que en Europa se estaba gestando era una concepción del mundo en la que Dios no era necesario, concepción que no cabía en su esquema de ideas basado en una justicia social paternalista. Aunque justo es decir que, ilustrado o no, compartía con los progresistas europeos de su tiempo una idea muy particular de la democracia: Voltaire la resumió certeramente cuando comentaba que no había que enseñar las nuevas teorías a los criados, no fuera que luego, faltos de fe, le robasen a uno las cucharas.

En 1781, Isla exhalaba su último suspiro. Faltaba muy poco tiempo para que en Europa ocurriesen grandes y graves acontecimientos. Uno, sin embargo, se siente inclinado a pensar que el jesuita también se habría reído de ellos. Podemos imaginar, para divertirnos, que, en virtud de una traviesa ficción «gerundiana», el propio Isla hubiese podido escuchar, sólo tres años más tarde, las últimas palabras atribuidas a Diderot en su lecho de muerte: «El primer paso hacia la filosofía es la incredulidad».

El, sencillamente, no se las habría creído.