Cuaderno

Esa manía de la escritura a mano y de apuntarlo todo en cuadernos.
Notas propias y algunas prestadas.

Los Pioneros

Pioneers of capitalism: The Netherlands 1000–1800

Maarten Prak y Jan Luiten van Zand

Princeton University Press

280 pg.

 

¿Fueron los holandeses los precursores del capitalismo? Y si lo fueron, ¿cómo les fue en el camino? Los autores de este libro extraordinario se dieron a la tarea de indagar en la sociedad holandesa y su evolución en nada menos que ocho siglos, partiendo en el año 1000 y hasta el 1800. Tomé abundantes notas sobre este libro y esta reseña sería interminable si las concentrara todas acá, pero haré un esfuerzo por resaltar lo que más llamó mi atención.

 

Los mitos del feudalismo

Uno de los puntos más atractivos e innovadores de este libro – al menos para mí – es su análisis del feudalismo como predecesor del capitalismo. Probablemente me sesgue un poco por vivir en Latinoamérica y estar rodeada de la política particular de los países de este lado del mundo, pero los autores acá ponen el acento en un asunto polémico. Y es que, históricamente, los políticos más populistas de este lado del mundo (y no estoy segura si sólo de este lado), suelen acudir al argumento de la “sociedad feudal” y del “feudalismo” para ejemplificar de forma negativa cualquier asunto que tenga relación con jerarquías abusivas en donde un poderoso opresor se impone sobre un ente oprimido. Lo curioso acá, es que el feudalismo, de acuerdo con las indagaciones y análisis de Prak y van Zanden, no estaba precisamente en el contexto de una jerarquía abusiva y, contrario a lo que se (mal)entiende, fue la “reciprocidad entre señor y vasallo la que terminó en una división de poder que hizo posible que instituciones como el parlamento emergieran” – la traducción es mía, sabrán disculpar –. Durante todo el libro, los autores aluden varias veces a las situaciones que realmente se dieron en el feudalismo, al menos en el holandés – que lejos de ser un sistema de opresores y oprimidos, fue un escenario de intercambio no solo de bienes y servicios, sino de preparación para una república más madura.

 

El dilema constante de la desigualdad y las alternativas al capitalismo

Durante todo el libro se plantea la tensión que más se relaciona con el capitalismo y es la desigualdad. ¿Es el capitalismo un causante de desigualdad profunda, de pobres que son más pobres y ricos que se hacen más ricos? Acá los autores hicieron un trabajo espléndido porque dieron a esta pregunta múltiples respuestas, en la medida en que iban avanzando en la historia del capitalismo en Holanda, de acuerdo con cada momento y expuesto todo en el contexto debido. Quizás sea por el cansancio de estos últimos años escuchando alternadamente a muchas voces de todos los sectores políticos, cada cual más estridente, apuntalar la lanza de la desigualdad para todo, pero para mí fue refrescante ir leyendo las condiciones de dicha desigualdad en el marco de esta investigación histórica. Una importante conclusión a la que llegan los autores, a la luz de todos los hechos, es que la desigualdad – al menos la de distribución del ingreso – surgió como consecuencia no tanto de una realidad opresora, sino por el hecho de que la riqueza se concentró en las grandes ciudades, para bien y para mal. De una u otra forma había más pobres porque también fueron atraídos por las oportunidades que esa riqueza atraía; oportunidades que se presentaban en forma de trabajo y de cierta estabilidad laboral.

Otro aspecto interesante que los autores desenmascaran como mito es que el capitalismo, al menos tal como se dio en Holanda, no fue una “orgía de violencia”. Si bien es cierto que al término de la edad media todas las sociedades en Europa experimentaron mucha violencia y dependencia de la guerra, la sociedad holandesa tuvo una transición de corte más pacífico hacia la economía de mercado. Y, contrario también a lo planteado por Marx, esta transición no fue a costa de obligar u oprimir a nadie. Lo cierto es que la sociedad no solo se adaptó, sino que buscó de cierta manera mantener y tratar de mejorar esa economía de mercado.

Leyendo este libro, debo reconocerlo, lamenté mucho que todas estas discusiones, desde la idoneidad del capitalismo hasta la desigualdad, se hayan ideologizado tanto en la actualidad, porque vistas desde la luz de los hechos concretos, en este caso de la historia económica, se pueden analizar con una perspectiva mucho más realista y menos acalorada.

 

El protestantismo, la alfabetización y el estado de bienestar 

Ya en el pasado había leído por ahí sobre la relación entre el protestantismo y el auge de la economía de mercado en Holanda. En este libro ese es otro aspecto que se explora tan bien, que incluso quiero seguir leyendo más sobre el tema. El protestantismo trajo consigo una idea que se promovió fuertemente – sobre todo en las provincias del norte– en la cual cada uno es libre de tener la relación que mejor crea con Dios, sin intermediarios ni voces que lo condicionen. Esta creencia trajo consigo para quienes la adoptaron, la posibilidad de leer la Biblia de primera mano, sin necesidad de un sacerdote o ministro de iglesia que medie en esa lectura. Siguiendo ese orden de ideas, el protestantismo promovió la alfabetización sin exclusión aumentando considerablemente entre hombres y mujeres. Con la alfabetización, mejoró también, por consecuencia, la calidad de vida de las personas, permitiéndoles acceder a los beneficios del comercio y del mercado. Esto me pareció fascinante. El protestantismo creó además mecanismos, instituciones y comunidades que fueron predecesoras de lo que hoy se conoce como “estado de bienestar”, pero – y es un atrevimiento de mi parte esta opinión – sin los defectos del actual.

Y esto que dije me da pie para comentar el último punto y quizás el que más me gustó de todo el libro: en el capitalismo del s. XVII coexistieron dos formas de regulación, las libres economías de mercado y (mi propuesta favorita) la economía de mercado coordinada, en donde coexisten varias formas de cooperación entre instituciones privadas y públicas, sindicatos e instituciones gubernamentales. Y acá está para mí la clave, puesto que los holandeses pioneros del capitalismo entendieron algo que por acá ya se nos olvidó y cito textual – de nuevo perdón porque la traducción es mía – “ante la ausencia de una alternativa seria al capitalismo, propició la urgencia de buscar respuestas a la pregunta de ¿cómo mejorar el sistema existente?” Y de eso se trató todo, de transitar como sociedad, con todas las dificultades del caso, en la búsqueda de mejorar lo que ya les había traído prosperidad, estabilidad, varias conquistas sociales no menores como matrimonios consentidos en donde hombre y mujer eran iguales y hasta el esplendor del arte con Vermeer, Rembrandt y Hals como los más célebres representantes. Incluso en la percepción y consenso sobre la seguridad esta sociedad fue pionera e inteligente, pues todos estaban conscientes de la importancia de las fuerzas de seguridad, del rol del ejército en el mantenimiento de la paz para poder mercadear con tranquilidad y de su aporte a la sociedad.

 

Y la anécdota final…

Hace ya un par de años cerré mi cuenta del entonces Twitter (que ahora se llama X). Antes de cerrarla, me preocupé de conservar algunas cosas que me parecían interesantes, entre ellas, el enlace al canal de Youtube del economista colombiano Javier Mejía, quien trabaja en Stanford. Su canal es una delicia para quienes somos fanáticos y buscamos ávidamente lecturas sobre la historia económica. Sin embargo, pasó el tiempo y nunca me volví a asomar por allá hasta que un día, por azar, me encontré en mi celular una captura de pantalla de la portada de un libro, precisamente de este libro, recordé de inmediato el canal de Javier y revisé la entrevista que le hizo a los autores – la cual les recomiendo, por supuesto – para luego conseguir el libro y disfrutarlo. Esta es solo una muestra más del improbable y azaroso camino de todos los libros que nos encuentran ellos a nosotros, y no al revés.

Nostalgia del hielo

Nieve en otoño

Irène Némirovsky

Editorial Salamandra, 53 páginas.

Quizás la reflexión sobre este libro debe estar precedida por una aclaración muy honesta: me encantan los libros de Némirovsky y ocupa un lugar muy importante en mi biblioteca y en mi corazón. La voy leyendo de a pocos, un libro a la vez, como coleccionando joyas. Nieve en otoño es una nouvelle intensa y triste, características que son transversales en la obra de Némirovsky.

La historia es sencilla: Tatiana Ivanovna, una anciana ama de llaves de una familia acomodada de Rusia, se queda cuidando la destruida casa mientras sus patrones deben huir por causa de la revolución bolchevique. La mujer, fiel hasta los huesos, guarda en su vestimenta algunos diamantes con los que luego salvará el futuro de la familia puesto que los ayudará a emigrar (huirá) a Francia. Por supuesto, ella también los acompañará, es la niániechka. Ella los ama. Ellos (a veces) la aman.

Pero Tatiana no logra acomodarse a la nueva vida. Sufre y siente nostalgia del hielo. Su vida ha estado signada por el blanco infinito de la nieve y París es gris, no blanco. Eso la está consumiendo: necesita su vida de hielo, la única que le aporta, gran ironía, calidez a su corazón.

Creo que no hay una escritora más brillante de Némirovksy para narrar todas las historias posibles en las que uno erradamente cree que el protagonista es el personaje principal en el que se centra la historia, cuando lo cierto es que lo son las familias y su intimidad. Lo que pasa de puertas para adentro, lo que conversan, sufren y gozan en la vida cotidiana. Cada vez me convenzo más que la genialidad de Némirovsky radica ahí, en abrirnos la puerta de una casa cualquiera, de una familia cualquiera – aunque siempre se trata de familias de pasado esplendoroso, venidas a menos – para que hurguemos junto a ella en sus momentos estelares.

Sin ánimo de hilar muy fino, creo que Némirovsky entendió mejor que cualquiera cómo sacar máximo provecho literario de esa joya de principio que nos regaló Tolstói en Ana Karenina: realmente todas las familias infelices pueden serlo a su manera y Némirovsky encontró cómo narrarlas todas.

El libre mercado, literalmente.

Es paradójico que una de las dictaduras comunistas más puras y duras haya sido el origen y el escenario perfecto para uno de los hechos mercantiles más cuestionables moralmente – por decir lo menos –. Acabo de terminar Los exportados de Sonia Devillers y solo puedo decir que tengo sentimientos encontrados. Por un lado, el profundo asco por la historia que ella rescata y por otro la sensación de alivio, porque al final, y muy a su manera, en esta historia los protagonistas “se salvan”.

Este relato es breve, conciso, directo al alma. Sin darse rodeos y sin ningún problema en adelantarnos de qué va todo esto desde el inicio, Sonia nos cuenta la historia de sus abuelos judíos y de cómo emigraron a Francia provenientes de Rumanía en 1961 intercambiados por cerdos. Sí, así como se lee: en la Rumanía del dictador comunista Nicolae Ceaușescu, el intercambio de judíos por cerdos, vacas, pollos, ovejas y hasta granjas automatizadas, fue una Inmoral desde donde se lo mire y a su vez la vía de salvación y escape quee muchos judíos encontraron.

Sonia, interesada por el pasado de su familia y por entender mejor por qué y cómo emigraron a Francia desde Rumanía, se dedicó a investigar y entender mejor esa travesía desde un país del cual ella poco o nada sabía. Cuando sus abuelos llegaron a Francia, su madre tenía tan solo 14 años y pronto se sumergió en el idioma y la cultura del país receptor, por lo que Sonia poco o nada tiene que ver con esa historia. En su narración hay una constante tensión entre la distancia con la que mira los hechos y la necesidad de sentirlos más cercanos, más propios. Hay otra tensión que quizás es la más difícil y que Sonia transmite al lector con gran agilidad: sus abuelos fueron parte de un horroroso programa de modernización y de crecimiento de la ganadería rumana, en el cual un hábil traficante judío inglés, Henry Jacobsen, se unió a la ambición desmedida de los principales miembros de la dictadura rumana, para crear un red enorme de intercambio de judíos – todos clasificados como enemigos del Partido o delincuentes políticos – por ganado y elementos agrícolas que Rumanía quería y necesitaba, especialmente cerdos, el tipo de animal más preciado y buscado. Sin embargo, este mismo horror fue el que les permitió a sus abuelos huir de la desgracia en la que habían caído, al pasar de ser miembros ilustres del partido comunista rumano, y llegar a la libertad de un país de occidente. Atravesar la cortina. Empezar otra vida. Esa salvajada fue también su pasaporte.

Era tal el desespero por huir de la Rumanía comunista que tantos años después, cuando la autora presentó su libro publicado en Bucarest, a pocos de sus lectores y de los conocedores de la historia les sorprendió lo que ella narraba. Y no pocos le hicieron ver cierta “fortuna” en la historia de sus abuelos, porque al final de todo obtuvieron la libertad que muchos añoraban. Y aquí es donde este libro le da a uno tres bofetadas: la pérdida de la libertad es para el ser humano algo tan inaceptable, tan intolerable, que cualquier vara moral se queda corta con tal de recuperarla. Sí, seguramente esto que digo sonará a una obviedad, leída rápidamente esta no parece una conclusión muy sesuda, pero lo planteo de esta forma: una red de tráfico humano, en el que familias judías – por el solo hecho de ser judías, esa era su mayor culpa – fueron intercambiadas por ganado y, ante la sola posibilidad de la libertad, quienes no tuvieron la oportunidad de huir lo vieron como providencial. El libre mercado, literalmente. Y sucediendo en medio de una dictadura comunista. Como solía decir mi abuelo: “para lo que hay que ver, con un ojo basta”

El vacío en el que flotas

Querido Jorge,

No te engañes por el estilo de este texto: es un comentario sobre tu más reciente novela… pero también es una carta para ti. Te conozco y sé que eres un hombre quitado de bulla, discreto y sencillo, que no se encandila con halagos, ni se infla fácilmente con el aire de los reconocimientos; pero tú también me conoces a mí y sabes que nada me detiene para ser honesta y decir lo que pienso sin florituras. Y, justamente por honestidad, me abstuve de escribir una reseña distante y acartonada, fingiendo que redacto para la sección de comentarios de libros de un prestigioso medio, o algo así, con un aplomo que, a estas alturas, es innecesario. Llevo años reseñando tus libros desde una distancia injusta para ambos y un poco agotadora para mí, que tengo que jugar acomodando los sentimientos y las emociones para decir que algo me gusta como si no te hubiese visto nunca en la vida, en aras de una objetividad que no existe para hablar de libros.

Sería caprichoso e incluso inmaduro pretender objetividad cuando a uno le gusta un libro. Pero hablar de lo que nos gusta, sobre todo cuando lo hizo alguien a quien apreciamos es, como decimos en Chile, “una recomendación que viene muy de cerca”. Hace menos de veinticuatro horas terminé de leer El vacío en el que flotas, tu más reciente novela. Lo primero que tengo para decir es que esta, para mí, es tu mejor novela, aun cuando siempre nos perseguirá a muchos lectores la sombra eterna de Rosario Tijeras. Creo que El vació en el que flotas es una colcha perfectamente bien construida con los retazos muy bien cortados de cada una de las narraciones y las costuras sólidas de la historia. Es una colcha agradable para cobijarse y sentirla.

Como esta carta no será del todo privada, seré selectiva en mis comentarios para no dañarle la historia a los potenciales lectores, aunque siendo rigurosa, tú eres el maestro del spoiler; puedes comenzar la historia por el final sin ningún inconveniente ni empacho, porque inmediatamente botas un tarro de miel sobre el libro para que uno se quede pegado como mosca. Capturar es los tuyo, sin duda. Cautivar también. Aun me queda descubrir – y esta es una curiosidad más de la escritora frustrada que soy – cómo te las arreglaste para contar en un mismo libro, en trescientas trece páginas, la historia de un atentado brutal y de un niño desaparecido trágicamente y de unos padres desconsolados, sin que todo ese dolor y esa amargura se impusieran a las historias paralelas de un hombre que es mujer cuando puede y cuando quiere, y que siente que la vida le da una segunda oportunidad al ser madre y padre, y de un escritor que le pega al ganador con su primer libro y se transforma en un best seller, pero también en una suerte de sombra que corre con urgencia detrás de su próximo libro sin casi alcanzarlo.

Y dentro de cada una de esas historias, otras historias más, con personajes que parecen inocuos, sutiles, secundarios pero que están ahí para quedarse en la memoria del lector. Amé a Uriel y cada una de sus reflexiones en clave de oración, mientras vive como un personaje que se transforma en vedette de cuando en cuando y que tiene playlist propia. Y hago un paréntesis para decirte que debemos crear en Spotify esa playlist y escucharla sin parar: yo la comienzo, tú la continúas. Cierro paréntesis. Es imposible no vivir como propio el dolor de Celmira y hasta cortar la respiración para sentir la mano invisible que no pocas veces nos ahoga cuando estamos en el límite. Si pudiera escribirle esta carta a alguno de tus personajes, sin duda la dirigiría a Ánderson, para que se ponga las pilas con el próximo libro. Es un escritor con talento, ya lo veo.

Este libro que escribiste es una cuestión, entonces, de piezas perfectamente cosidas, de hilos fuertes y luminosos, de una técnica consistente que viene tomando distintas formas – algunas caprichosas – desde el que para mí es el padre de la novela moderna, es decir, tu padre: Stendhal. Ánderson estará de acuerdo conmigo que escribir no es un asunto de juntar palabras, que no todas las historias valen la pena ser contadas, que no todas las imaginaciones son suficientes para darle a un lector la satisfacción única que al menos a mí me proporcionó leer este libro: la satisfacción que te da el cambiar de vida por un instante. De suspender y evadir por un momento este mundo tan agotador, para cambiarlo por uno más ficticio, pero más amable y estimulante.

Son infinitos los sentimientos, precedidos de sus correspondientes emociones, que me quedaron con este libro, pero creo que, en virtud de no hacer una lista larga e innecesaria, puedo resumirlos todos en uno solo: admiración. Admiro profundamente, públicamente y sin ambages ni matices al escritor que eres. Al escritor en el que te has convertido en todos estos años de consecuente evolución de la que me siento testigo privilegiado desde 1999.

Espero que te guste esta carta, porque tiene un final feliz.

Un abrazo,

Laura.

Sóngoro cosongo

Sóngoro cosongo,

songo bé;

sóngoro cosongo

de mamey;

sóngoro, la negra baila bien;

sóngoro de uno

sóngoro de tre.

 

Si tú supiera…

Nicolás Guillén

 

 

Las necesidades son infinitas pero los recursos, finitos

 

Hace dos años, Thierry Ways – empresario, pero ante todo el mejor columnista de Colombia – declaró en un podcast para el que lo entrevistaron, con un entusiasmo único, que él consideraba la lectura de “Economía básica” de Thomas Sowell como algo tan fundamental y necesario, que sin duda repartiría ese libro en todas las esquinas y lugares públicos posibles.

 

Rescato ese recuerdo de lo dicho por Thierry porque fue precisamente cuando lo escuché que comencé a escribir esto. Digamos que las reflexiones de Thierry me motivaron a escribir sobre Sowell y su obra, pero también fue la naturaleza de su afirmación lo que me tomó dos años concluir el texto. Parece una tontería y sin duda lo es, lo sé, y habla pésimo de mi capacidad de concretar ideas en un artículo, pero en mi defensa debo decir que no hay nada que requiera de mayor esfuerzo que intentar explicar por qué consideramos que un libro – o un conjunto de ellos – nos parece eso que decimos livianamente, “de lectura obligatoria”.

 

Y es que eso fue lo que planteó Thierry, y es lo mismo que suelo decir sobre Sowell cada vez que tengo la oportunidad de hablar sobre él: todos deberían leer Economía básica. Es de lectura obligatoria. Pero, ¿por qué? ¿por qué la vida de alguien podría cambiar si lee a Sowell? No es mi intención que este texto tome el tono del testimonio de alguien que vivió un milagro, pero sí debo declarar que leer a Sowell me transformó. Y lo agradezco.

 

El Times Literary Suplement entrevistó a Steven Pinker en 2018 y le realizó veinte preguntas, una de ellas era ¿Cuál considera usted que es el autor, vivo o muerto, más subestimado? Pinker respondió que Thomas Sowell y disparó al menos cinco títulos que él considera excepcionales.

 

Entonces, ¿obligatorio y subestimado? Extraña, pero no infrecuente combinación en un mismo autor. No me enredaré en detalles biográficos, porque basta con preguntarle a Google sobre Thomas Sowell para saber los aspectos básicos como que es un economista negro estadounidense, nacido en Carolina del Norte y criado en Harlem al que la vida lo llevó hasta la tremendamente famosa Universidad de Chicago como alumno de Milton Friedman. Quizás el dato más gracioso, contado por el mismo Sowell, es que, aun siendo alumno de Friedman, era marxista. Cuando Dave Rubin lo entrevistó en The Rubin Report y le preguntó cómo fue que dejó de ser marxista, Sowell disparó sin pensarlo y con una fuerza única: Facts! (¡Hechos!); el clip de esa respuesta es hoy bastante difundido en redes sociales y tiene relación con la idea que subyace en cada libro de Sowell: el sentido común.

 

Cuando yo estudiaba, un profesor solía repetirnos un juego de palabras muy cliché: el sentido común es el menos común de los sentidos. Es sobre eso que va toda la obra de Sowell y especialmente Economía básica: sobre el sentido común y sobre la realidad que constantemente se riñe con las buenas intenciones. Quizás es por esto mismo que, en parte, Pinker asegura que como autor Sowell está subestimado, porque no apela a lo popular. Equivocado estará cualquier incauto que tome Economía básica con la esperanza de encontrar la mejor fórmula para el control de precios la mejor política económica para establecer un salario mínimo, por qué la educación debe ser gratuita siempre o por qué el Estado debe controlarlo todo siempre y unívocamente. Todo lo que se considera popular (¿o populista?) es justamente lo que Sowell somete al sentido común y al baño de la realidad y, por esa misma razón, este libro suele ser reseñado por quienes lo han leído como una escuela, como un aprendizaje, como el libro para entender realmente la economía, porque despoja todo lo que se reconoce en el ámbito social como bueno y noble del velo del sentimiento, dejándolo expuesto a lo concreto. Recuerdo que hace un tiempo, Martín Jaramillo – uno de los economistas más brillantes de Colombia y también admirador de Sowell – me dijo que él aprendió economía con este libro.

 

Mi testimonio – mi declaración como testigo del milagro – es justamente esa misma: a Sowell le debo las luces. Siempre quise entender la economía. Cuando descubrí que me apasionaba, ya era muy tarde para ejercerla y fue la casualidad impensada de haber dado con Economía básica lo que me abrió el camino, no solo para entender lo básico, como el título lo indica, sino para explorar desde lo básico muchos temas más con otros autores. Lo de Sowell es especial, entre otras cosas, porque desafía todos los consensos que parecen intocables, esos que exponen a la economía como un conjunto de medios y mecanismos que privilegian administrar y redistribuir la riqueza por sobre crearla, poniendo el tema más álgido y difícil desde la definición: la economía es ante todo el estudio y administración de la escasez. Todos sabemos que las necesidades son infinitas, pero lamentablemente los recursos para atenderlas son finitos y limitados. De ahí parte todo.

 

 

El negrito del swing

 

Si bien Economía básica es su libro más famoso, lo cierto es que Sowell no solamente ha escrito sobre economía. Sus reflexiones abarcan varios temas como la inmigración, el papel de los intelectuales en la sociedad y quizás el que más pieles sensibles molesta: los negros y las políticas de acción afirmativa. En algunos de sus libros como Discrimination and disparities, Black rednecks and White liberals, Affirmative action around the world o Wealth, poverty and politics critica la forma en que se aborda el racismo y la discriminación por la misma comunidad negra. Sowell ha sido un feroz opositor a la acción afirmativa como política a la que han acudido los negros, especialmente en Estados Unidos, para reivindicar su lugar en la sociedad, y ha logrado demostrar, soportado en los hechos, que el asistencialismo y los privilegios asignados arbitrariamente bajo el argumento de la opresión, lejos de contribuir al progreso de los negros, los ha anquilosado. Este es quizás su juego de ideas menos popular y más polémico porque le da bofetadas sin parar a la corrección política que rodea a todo lo relacionado con el racismo y la discriminación. En Wealth, Poverty and Politics, por citar un ejemplo breve, Sowell cuenta un par de situaciones que le pararían los pelos a cualquier fanático del movimiento Black Lives Matter. Resulta que en el suburbio de Shaker Heights, Ohio, se realizó un estudio para entender los atrasos académicos de los jóvenes negros con respecto a los blancos, dado que la brecha era muy amplia. En el estudio se detectaron dos cosas: primero, que los jóvenes negros buscaban diferenciarse de los blancos a toda costa para mantener una falsa esencia de raza y esta diferenciación implicaba dedicar muchas menos horas al estudio a fin de no llegar a aprender un inglés de blancos y segundo, que los jóvenes negros sabían con toda certeza que serían promovidos de un grado a otro puesto que ningún profesor o institución se atrevería a hacer lo contrario. Acostumbrados a coser sus banderas con retazos de las ideas de grandes líderes negros como Martin Luther King Jr., Sowell trae a colación algo que él dijo, aunque no sea su frase más popular: “No podemos mantenernos culpando a los blancos. Hay cosas que debemos hacer por nosotros mismos”.

 

Al inicio de este artículo cito un poema del poeta cubano Nicolás Guillén, considerado uno de los más destacados exponentes de la poesía afrocaribeña. La musicalidad que tiene ese poema me parece perfecta para describir a Sowell, a su personalidad como intelectual y a la forma tan sencilla y asequible como transmite sus ideas las cuales se reciben con la misma fluidez y potencia con la que uno puede recitar – o cantar – alegremente sóngoro cosongo.

 

El lenguaje de dios

Sin números

En 1977, Daniel L. Everett desembarcó, literalmente, en el territorio de los Pirahã, ubicado en la ribera del río Maici, en el corazón de la selva amazónica. Everett llegó con su esposa e hijos para cumplir dos misiones: una humanitaria y otra espiritual. La humanitaria, loable por donde se le mire, consistía en aportar medicinas y salud a los miembros de la tribu, quienes por sus condiciones de aislamiento y entorno natural sufrían graves enfermedades, especialmente malaria. La falta de medicamentos y atención apropiada la suplieron durante varios años misioneros evangélicos y Dan Everett fue elegido para continuar el proyecto. La espiritual requería de algo más que su buena voluntad; se trataba de una prueba de resiliencia única: convertir a los Pirahã al cristianismo.

Un monstruo

Bomarzo fue una lectura inesperada este año. Nunca me había acercado a Manuel Mujica Lainez y lo hice sin mucha insistencia gracias amigo muy querido quien, con muy buen tino, me describió un cuento de Crónicas reales. Entonces fui corriendo a leerlo. Este mismo amigo me propuso ir más allá: leer juntos Bomarzo, la que es considerada la obra más importante de Mujica Lainez.

Sobre un inventario de remedios que agravan la enfermedad

Hacia la estación de Finlandia, Edmund Wilson. 

589 pág.

Dice Mario Vargas Llosa en la introducción de este libro:

Su propósito es narrar, como lo haría una novela, la idea socialista, desde que el historiador francés Michelet descubrió a Vico y sus tesis de que la historia de las sociedades no tenía nada de divino, era obra de los propios seres humanos, hasta que, dos siglos más tarde, una noche lluviosa, Lenin desembarca en la estación de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revolución Rusa

Recibí Hacia la estación de Finlandia como regalo de un buen amigo que me ha proporcionado grandes alegrías siempre con cada libro que me da. Como bien dice Vargas Llosa, este libro se lee como una novela; lo cierto es que Edmund Wilson nos ha dejado un libro imprescindible si queremos conocer y tratar de entender a los hombres y mujeres que pensaron, defendieron y legaron el conjunto de ideas que componen el socialismo.

Para analizar y diseccionar el origen y avance de estas ideas, Wilson se remonta a una suerte de prehistoria del socialismo que él apunta a los textos históricos de Michelet. Un apunte curioso, que notará el lector, es que no todos los intelectuales y pensadores a los que alude Wilson se consideraron a sí mismos socialistas. Y aquí me quiero detener un instante: solemos caer en un error muy común – del cual pocos se han librado – de observar y juzgar los hechos históricos con el lente del presente, cuando lo cierto es que cada uno de los protagonistas de este libro, desde Michelet hasta Lenin, pasando por Owen, Fourier y Marx y Engels, así como sus ideas, son hijos de su tiempo y presas de sus circunstancias… Aunque en nuestra posición presente nos cueste un tanto asumirlo.

Dicho esto, dista mucho el Michelet de 1824 que descubre a un autor llamado Vico, del muchachito Karl Marx que en 1835 redacta un examen final que lo marcaría de por vida… Michelet, por ejemplo, rechazó al socialismo e indicó que: “Le produce pavor la idea de pesadilla de que los recursos nacionales de Francia puedan ser administrados por funcionarios públicos”. A los ojos del presente, Michelet sería adorado por los libertarios. Sin embargo, de acuerdo con la exhaustiva y juiciosa pesquisa de Wilson, el origen de todo lo que nos llevó hasta la entrada de Lenin en la estación de Finlandia, está en Michelet y sus lúcidas aproximaciones históricas.

El camino que recorre el socialismo, entonces, estará lleno de personajes aún más increíbles que Michelet. Ciertamente Marx, la más rutilante de las estrellas del firmamento socialista, puede palidecer ante los delirios de Owen, quien creó una utópica comunidad que daría material para una tetralogía de novelas distópicas.

Ni qué decir de las excentricidades de Fourier. Pero Wilson, consciente de que no está escribiendo sobre personajes convencionales, y aún más consciente de que su excepcionalidad está en la forma particular que tuvo cada uno para entender y resolver los problemas de su época, se exime completamente de caer en juicios de valor o en cuestionamientos morales. Esos se los deja – si es que así lo quiere – al lector.

Wilson se limita a contarnos, como si de una saga de aventuras se tratara, las peripecias de todos los que sintieron alguna vez que tenían que cumplir un rol en la sociedad resolviendo sus problemas aplicando una serie de ideas y mecanismos que podemos cuestionar profundamente, pero que en su momento y dado su contexto, a todos les parecieron las ideas correctas. Cabe señalar que, aunque Wilson desnuda los egos de todos, no todos se guiaron o persiguieron fines megalómanos.

La revisión de los hechos históricos y del contexto que fue tierra fértil en diferentes países para el socialismo, es solo una cara de la moneda, tal como Wilson lo demuestra ampliamente. La otra cara está compuesta por la biografía de cada uno de estos precursores; no es posible entender los postulados de Marx sin comprender antes la Alemania y la Inglaterra del s. XIX, pero aún menos podemos dejar de lado la vida misma de Marx, su relación con Engels, los aspectos psicológicos que influenciaron su pensamiento y que lo condujeron a plantear una serie de teorías que hasta hoy sobreviven, a pesar del maltrato que les ha proporcionado la evidencia contundente de su fracaso y de su uso y abuso con fines políticos, ajenos incluso a lo que el mismo Marx planteaba.

Fue así como, siguiendo el capricho de los vaivenes históricos, pero aún más, el capricho de sesgos, Lenin se transformó en un marxista consumado, ignorando – o pretendiendo ignorar – que Marx ya había declarado en ocasiones anteriores a su fanaticada rusa, que los postulados contenidos en Das Kapital no eran aplicables a Europa Oriental, porque se requería, para que los mismos funcionaran, de países ya industrializados, o al menos mayormente industrializados. Caso omiso de todo esto hicieron los ilustres líderes de la Revolución Rusa y dieron marcha a uno de los experimentos prácticos del marxismo con resultados más funestos.

Como conclusión, les digo que leer Hacia la estación de Finlandia es un ejercicio apasionante. Es un viaje y a la vez una conversación de siglos sustentada sobre una rica y abundante bibliografía de “remedios” que fueron peores que la enfermedad.

El amor reside en el corazón… literalmente

Salvo mi corazón, todo está bien.

Editorial Alfaguara, 357 pág.

 

La historia del sacerdote de esta novela, Luis Córdoba, está basada en hechos ocurridos en la vida real. “La vida real” es esa que no separa de la “La vida irreal” que crean los escritores, y siempre me ha parecido curiosa esa forma de aclararlo, porque, ¿acaso no es vivir la “vida real” la inmersión en la historia de una novela? Dejando de lado estas disquisiciones, escribo esto para hablar sobre una novela que devoré en pocos días y que aún siento – nunca más pertinente esta expresión – en mi corazón.

 

El crítico de cine y sacerdote Luis Alberto Álvarez
Luis Alberto Álvarez

Lo bueno de adelantar un poco de los hechos que suceden en este libro es que no necesariamente incurro en el mal de dañarles la lectura. La historia del Luis Córdoba de la novela es la historia por todos conocida del sacerdote paisa Luis Alberto Álvarez Córdoba, gran crítico de cine, enorme ser humano, querido y respetado por todos menos por aquello a quienes incomodó: la facción más anacrónica y corrupta de la Iglesia Católica.

 

Córdoba fue eso que en conjunto llamamos un “hombre bueno” y ahí nace el principal desafío del escritor de esta historia: describir a un “hombre bueno”. Los “hombres malos” – y las comillas las uso arbitrariamente – son relativamente fáciles de abordar y exagerar sus males tiende a entretener y dar tensión a la historia, mientras que hablar de «hombres buenos» es aburrido y no siempre verosímil a ojos del lector: “nadie es tan bueno”, pensarán justamente quienes – me incluyo – tendemos a creer que los “hombres buenos” son escasos. Digamos que esta narración no solo resuelve esa dificultad, sino que la administra magistralmente. Un hombre bueno, como Córdoba, no tiene por qué vivir una vida carente de aventuras, de problemas y de tentaciones, sobre todo si, además de bueno, es sacerdote.

Y aquí viene el otro gran desafío del novelista: hablar bien de un cura. Seamos honestos, los curas están en un riguroso declive y la Iglesia Católica ha cometido innumerables errores que la han puesto en una situación de descrédito brutal. Los casos de pedofilia abultan el despacho papal y las historias de conductas malsanas se replican por doquier sin que haya soluciones que cumplan las expectativas de las víctimas y de los más críticos de la institución. Son muchas las víctimas de hombres que no entendieron o no quisieron entender de qué va realmente el catolicismo, pero meterlos a todos en un mismo saco es muy injusto; pienso que uno de mis mejores amigos es un sacerdote jesuita a quien recordé constantemente mientras leia esta novela.

Córdoba fue un cura atípico y es fácil amarlo como lo amaron las dos mujeres que gravitaron alrededor de su vida en los últimos años. Amante del cine, papá tierno y frustrado y hombre terco pero firme en sus convicciones, su historia de vida merecía ser novelada por Héctor Abad, vista con el respeto y la admiración de quien lo conoció en vida y lo homenajeó después de muerto.

A mi juicio – que no tiene por qué ser precisamente un buen juicio, ni más faltaba – una novela es tanto por lo que te provoca cuando la lees, como por los interrogantes que deja abiertos cuando cierras el libro. Una de esas grandes preguntas es qué sentido tiene la exigencia de celibato a los sacerdotes. No, no es tan fácil de responder como se podría creer, porque, tal como Córdoba lo descubrió gracias a los avatares de su enfermedad, no es metáfora que el amor reside en el corazón… literalmente ahí lo llevamos.

Crónicas reales – Manuel Mujica Laínez

Crónicas reales

Editorial Suramericana, 1967.

332 páginas.

 

 

De todas las formas de llegar a un libro, quizás la que más me gusta es cuando me lo recomiendan. Llegué a Manuel Mujica Laínez y a Crónicas reales, gracias a la recomendación de uno de mis mejores amigos, quien además nunca falla: libro que recomienda, libro que me marca.

La historia es más o menos así: un día, hablando de todo y de nada, este amigo me narró, de memoria, el cuento “Los navegantes” que hace parte del libro. La historia me pareció fascinante y el libro tenía más de esas. Lo compré de inmediato.

Manuel Mujica Laínez, a mi juicio, es un autor muy subvalorado en la literatura latinoamericana; obnubilados por los dioses del boom, pasamos de largo por Bomarzo, El gran teatro, o esta misma obra, Crónicas reales. No es menor: la maestría de Mujica Laínez está al mismo nivel de Borges, pero sin el mismo reconocimiento.

Crónicas reales es un libro de relatos que crean una mitología alrededor de una tierra ficticia a la cual gobiernan, seguidos unos de otros, eximios reyes, condes y príncipes que son parte de una estirpe signada por la ironía, el sarcasmo y la locura. Cada una de estas crónicas es delirante, con el agravante – nunca más preciso este adjetivo – de que están escritas por un cronista invisible que se lo toma como si fuera el heredero de los más importantes cronistas de indias. Quizás por esto cada historia se hace más delirante y las risas no faltarán.

 

Los ilustres gobernantes y sus familias, a veces felices, a veces agobiadas, tienen que lidiar con sus taras, pero también con sus ocurrencias, como aquel gobernante que saldó sin problemas el terrible sino de querer ser un acróbata y su vez tener que responder a sus deberes reales: entonces decidió gobernar como si su palacio fuese un circo de atracciones acrobáticas, impartiendo leyes y edictos desde la cuerda floja, manteniendo el equilibrio con cada maroma, mientras decidía sobre los asuntos fundamentales del reino. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. O no. Quién sabe. Es posible que, si la realidad nos enfrentara a la posibilidad de beber de dos hilos de agua, el de la Sabiduría y el de la Juventud, seguramente tendríamos el mismo destino hilarante del Caballero Lovro y su pandilla, que se excedieron lo suficiente como para comprobar que todo en exceso es malo, hata la Sabiduría y la Juventud…

 

 

No quiero dejar más pistas acá del libro, porque no me lo perdonará quien quiera leerlo. Sí quiero agregar que el estilo a medio camino entre los grandes textos decimonónicos y la frescura del que en su momento se llamó con tanta pompa “realismo mágico” constituyen el mayor talento de Mujica Laínez, el verdadero Alquimista, el único que logró encontrar la Piedra Filosofal… en la literatura.