Galería

Al entrar en la Facultad, atravieso cortinas de papel que van del techo al piso, rojas, azules y blancas, de los más diversos espesores y sobre mi cabeza penden acusaciones, reclamos, consignas, amenazas y exigencias. Y unos ojos de hombres que tan vivos como yo, y tan contemporáneos a mí, se niegan a pisar el piso que pisamos todos.

En el descanso de las escaleras y con las manos entre los bolsillos, Mao me dice Buenos días, pero no me mira a mí, sino que parece estar perdido en una ensoñación: allá en un horizonte comunista mejor. Y a su lado, un represor se esconde entre barrotes de plumón rojo.

Por el pasillo, el primer Che me ve cansado y ni me saluda ya. El segundo me ofrece tabaco, pero lo rechazo. El tercero está en la misma ensoñación de Mao, pero tan perdido que prefiero no molestarlo. El cuarto me reclama algo con lo que yo nada tengo que ver, y el último me abraza de sorpresa, atrevido, solamente porque cree tener el derecho de interponerse, entre mi distracción y yo, en forma de cortina de papel rojo. Rechazo su abrazo y también los Buenos días casi descarados de Lenin y de Stalin.Una vez adentro, en la sala, nos cruzamos las miradas fugazmente, como si no nos reconociéramos, pero no podemos evitar mirarnos de nuevo y comprobar con asco que estamos en el mismo lugar. Desde allí, en perfecto papel digno de prócer me levanta su mano hitleriana. Su venganza. El precio que tengo que pagar por escuchar bien la clase en primera fila es tener que aguantarlo durante dos horas todas las mañanas, mirándome con soberbia.

Pero todas las horas llegan. El día del último examen otra era la actitud de ese charlatán devenido en prócer. Ya no había dedo presumido alzado evangelizando masas. Ahora era un hombre pensativo de mirada baja. En la hoja de las preguntas, un texto para analizar metafóricamente: un extracto de un discurso de ese prócer pronunciado en la Facultad, en 19xx. Por eso la mirada baja. Se lo presentía. Me di el lujo de destruirlo con elegancia sin faltar a las exigencias curriculares y con toda la propiedad de la teoría cognitivista según Lakoff-Johnson y Lakoff-Turner, parte neurálgica de la prueba. Lo que no tenía previsto sería la humillación… Yo no tenía sino dos biromes, una de tinta azul y una de tinta roja. Y al llegar a ese punto donde pedían un breve análisis no tuve más remedio que escribirle con rojo, su color favorito, unas cuantas verdades escondidas tras las líneas de un ensayo que era de la más pura interpretación cognitivista…

Es la hora del relevo ideológico. Es la hora del cambio, del giro «copernicano», verdaderamente revolucionario: atreverse a bajar el puño, el índice y el brazo, para poder escribir sin torceduras el presente y por tanto el futuro.

El día en que me dijeron que mi análisis había sido «excelente», el prócer, abatido y avergonzado, se retiró del aula de un rasgón.

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