Por Ricky Mango
Cuando, en 1620, don Luis de Góngora y Argote se dirigía en un soneto al fraile trinitario y famoso predicador Hortensio Félix de Paravicino llamándole «Hortensio mío», no podía imaginar que la Historia le tomaría tan en serio. En efecto: más de ciento treinta años después, la imitación gongorina en España gozaba todavía de tan buena salud como para inspirar a Francisco José de Isla, jesuita de carácter por lo demás extremadamente bondadoso, una feroz sátira de las costumbres de la clerecía rampante, y especialmente de sus desafueros en el púlpito.
El Barroco en Europa, desde luego, no había sido una broma. Desde que, tres siglos antes, Petrarca consiguiera, con la pureza de su lenguaje, elevar la literatura de su tiempo sobre los procelosos mares de la Edad Media, la ola había recorrido mucho camino. A España llegaría, naturalmente, tarde y menguada, y aquí casi todo el mundo se tomaría tan a pecho lo del retorno a los clásicos que ni siquiera se enteraron de que en el país de al lado algunos ciudadanos lanzaban miradas torvas al pasar por la Bastilla. Para entonces el Barroco español había engordado ya más de la cuenta, se había devorado a sí mismo y todavía encontraría fuerzas (como los frailes más avispados se encargaron de demostrar) para de los huesos hacer algún que otro caldo con que comer caliente.
En medio de esa panorámica de agotamiento, en que el Imperio salía todos los días a la calle como el buscón don Pablos, en ayunas y con unas migas de pan hábilmente esparcidas por la pechera para simular hartura, nació Francisco José de Isla, de una familia de hidalgos de provincias que consiguió darle una educación, para la época, más que aceptable. Según parece, el muchacho era despabilado y nada hacía sospechar en un principio que terminaría por tomar los hábitos de los de Loyola. Consta, incluso, que a los quince años se echó una novia, si bien los argumentos que suelen aducirse para explicar por qué no se casó con la chica e ingresó repentinamente en la Compañía son, en el mejor de los casos, dudosos.
Sea como fuere, el caso es que el noviciado, primero, y su condición de jesuita, después, le dieron ocasión para aprender francés y, posteriormente, filosofía y teología en Salamanca. Sin duda leyó a Feijoo en edad muy temprana, y sin duda se sintió atraído por la personalidad de aquel asturiano tozudo y erudito, náufrago cultural contra la corriente de una España apicarada y supersticiosa, y ecléctico y brillante como él mismo. Acababa Felipe V de regresar aliviado al trono, después de la truncada experiencia de abdicación en su hijo Luis, de dieciséis años, aficionado entre otras cosas a escaparse por las noches para ir a robar fruta al huerto de Palacio.
El intento de reforma de la sociedad española se había puesto -tímidamente- en marcha, pero no sería sino hasta Carlos III, medio siglo después, cuando se haría evidente que la maquinaria estaba demasiado oxidada. Los tira y afloja del Estado con la Santa Sede se habían sucedido, en forma de rupturas y reconciliaciones, desde el comienzo del siglo, y los intentos de establecer de una vez por todas un Concordato efectivo por el que se redujese siquiera en cantidad moderada la plétora de curas y frailes que sobrecargaba el país y se lograse una cierta independencia orgánica con respecto a Roma no cuajarían hasta 1753, ya con Carlos III. Para entonces, las quejas de ciertos sectores del pueblo contra los abusos de los frailes no podían pillar a nadie desprevenido.
En las fechas en que se publicó la obra principal de Isla, fray Gerundio de Campazas, la sociedad española podía dividirse, culturalmente hablando, en dos estratos claramente diferenciados: la aristocracia cultivada, en contacto más o menos directo con los acontecimientos europeos, y el resto. Isla, como no pocos otros jesuitas, era afín al primero de esos grupos, y no es descabellado suponer que las primeras aventuras de fray Gerundio se gestaron en animadas charlas de salón en las que la alta sociedad, a falta de haberse inventado la televisión, mataba el aburrimiento mofándose de los paletos. La Ilustración surtía en toda Europa efectos de borrachera, y debía de estar muy mal visto tomársela a chacota. Se daba, incluso, el caso de cierta dama parisina de alcurnia que, para no perder el tiempo entre sarao y cenáculo literario, transportaba en su carroza un cadáver sobre el que practicaba con aprovechamiento la disección anatómica.
Salió, pues, en ese siglo a la luz la «Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes», y fue un éxito de ventas inmediato. Más de la mitad de la primera edición se vendió en un solo día, y hasta se afirma que don Carlos III no paró de reír desde la primera hasta la última página. Este testimonio, sin embargo, parece exagerado. Hay en el fray Gerundio no pocas páginas para nosotros omitibles, e incluso para Carlos III probablemente algo indigestas. Otras, sin embargo, nos resultan maravillosamente actuales y hasta, en muchos aspectos, anticipatorias.
Encontramos en ellas, entre otras abundantes sorpresas y ataques de somnolencia, los rudimentos de un tratamiento psicológico de los personajes, el coqueteo constante con lo que ahora llamaríamos sociología y periodismo, la descarada descripción de los predicadores como antepasados de nuestros modernos publicistas y, sobre todo, el afán por la descripción minuciosa de gestos y de todo tipo de movimientos. Obsérvese, si no, esta implacable acumulación de acciones casi nimias en uno de los personajes: «El bueno del predicador levantó [sus ojos], le miró con serenidad, sacó las manos debajo del escapulario, reclinó el codo derecho sobre el brazo de la silla, refregóse la barba, echó después mano a la manga, sacó la caja, dio dos golpecitos pausados sobre la tapa, abrióla, tomó un polvo, y encarando al ex provincial, le dijo muy reposado…»
No es esta, como puede verse, la escritura de un pobre fraile provinciano ajeno a su siglo. Los estudios científicos y las descripciones técnicas e industriales estaban, allende nuestras fronteras, a la orden del día. Los Principia Mathematica de Newton llevaban ya más de setenta años publicados, e incluso en Francia se habían editado curiosas obras divulgativas como un cierto ‘Newton explicado a las mujeres’. En el último medio siglo habían sido inventados el termómetro de mercurio, el cronómetro y el pararrayos, y se empleaban ya en Europa los altos hornos, las taladradoras de metales y la laminación del acero. Sin embargo, haciendo gala admirablemente de su habilidad para escurrir el bulto, se había cuidado Isla unas páginas más atrás de ironizar sobre la medicina moderna en un inesperado párrafo: «[El padre lector], sobre abundar de un humor escolástico flavobilioso, que hiriendo en un momento las fibras del celebro, se comunicaba rápidamente al corazón por el nervio intercostal, con movimiento crispatorio, y de aquí, por una instantánea repercusión, volvía al mismo celebro, donde agitaba con igual o mayor crispatura las fibras que se ramifican en la lengua, estaba tan furiosamente poseído de todas esas vanas inutilidades, que era capaz de chocar con el mismo sol, si pretendía alumbrarle en este punto».
¿Burla de la medicina, o burla de la medicina nacional? Difícil es saberlo. Todo el libro es un constante alarde de equilibrio sobre la cuerda floja en el que, atacando a determinada colectividad o individuo, o a su obra, elogia a continuación con entusiasmo ciertas particularidades suyas, para curarse en salud. Mientras que, en cierto momento, lo vemos arremeter sin reparos nada menos que contra el preceptor de Fernando VI, sólo unas líneas más arriba el insulto más grave que le ha dedicado a Erasmo es el de «perillán». Esta sensación permanente de habérselas con un individuo resbaladizo cuyas verdaderas opiniones se inscriben en la categoría del misterio teológico no abandonará al lector hasta la última página. Se mire por donde se mire, en el rompecabezas de la obra y vida de Francisco José de Isla hay siempre una pieza que no encaja. Esto es, sin embargo, lo que hace de él un personaje perfectamente contemporáneo de su época. La Historia nos podrá ilustrar, ya que no aclarar, esa incongruencia.
En efecto, cuando Felipe V, terminada la guerra de sucesión, se encontró con el poder en las manos, la transformación de España que pedían los nuevos tiempos era, como mínimo, una cuestión de prestigio. Bajo ese espíritu favorable a la Ilustración, la infiltración de aires extranjeros entre la aristocracia no se hizo esperar, hasta el extremo de que más de uno, confundiendo la gimnasia con la magnesia, sustituiría el cultivo del intelecto por el afrancesamiento más extravagante. Sin embargo, los espíritus lúcidos (y probablemente Isla era uno de ellos) comprendieron, o intuyeron, el alcance de las nuevas corrientes.
Se daba la circunstancia de que la enseñanza (la enseñanza de la aristocracia, se entiende; la del pueblo nunca llegó a pasar del nivel de catequesis) estaba bajo el control de los jesuitas, y éstos, que de tontos no tenían ni un pelo y que, entre otras cosas, a los profesores de matemáticas y de ciencias naturales los traían del extranjero, pronto se encontraron pillados entre dos fuegos: ¿cómo conciliar la razón con el dogma? La verdad es que corrían malos tiempos para los defensores de la fe: el catastrófico terremoto de Lisboa de 1755 puso en no pocos aprietos al Dios cristiano, al ocurrir precisamente en un siglo tan delicado como aquél. Voltaire, que estaba en todas, aprovechó la ocasión para escribir un poema, no precisamente lírico, sobre el particular.
Consecuencia de aquel juego de fuerzas debió de ser ese estilo particularmente serpenteante que, bien por astucia natural, bien porque el sentido común aconsejaba al escritor sensato avanzar en meandros, caracteriza la narración en el fray Gerundio. Con el pretexto más fútil, el narrador emprende la deriva hacia territorios alarmantemente alejados de la historia que se cuenta, para terminar depositándonos en las respetables alturas de los cerros de Ubeda. Recurso éste que acusa claras huellas cervantinas, aunque elaboradas a la manera propia, como cuando, con reiteración un poco machacona, el autor interrumpe nuestra lectura lleno de campechanía para toser, estornudar, aspirar polvos de rapé e incluso sonarse las narices, y luego prosigue tan campante.
Otras veces, nos afea nuestra impaciencia por conocer el desenlace de una situación, o se defiende de muy buen humor frente al flagrante delito de concluir un capítulo sin haber contado nada de lo que se anunciaba en su título. O bien, se enzarza en una escalada de conjeturas con el pobre lector indefenso, lo anonada con un «…Ya va largo el paréntesis. Cerrémosle)», o le manda literalmente a paseo. Incluso, en una ocasión, zanja una de esas disquisiciones de propia cosecha con algo así como un flaubertiano «fray Gerundio soy yo». En la segunda mitad de la obra, las estocadas caricaturescas a diestro y siniestro y el placer de la burla por la burla alcanzan a veces cotas surrealistas, como cuando, con ocasión de una cena concurridísima en la casa de Antón Zotes, se nos pone de pronto a desbarrar sobre la disposición de las habitaciones en la vivienda, especula luego con la posibilidad de bajar y subir hasta el pajar las viandas con ayuda de unas sogas, y termina con una supuesta cita textual en la que un francés recomienda que la cocina se instale cerca del comedor a fin de que los platos lleguen a la mesa «ni más fríos, ni más calientes de lo que conviene».
Como es de suponer, en 1758 esos eventuales ecos cervantinos están ya bastante desfigurados. Es comprensible: la situación del país distaba mucho de seguir siendo la misma. A pesar de que el propio Isla manifiesta varias veces su admiración por don Miguel, y su propósito de acabar también de un plumazo con los excesos en el púlpito, en fray Gerundio el significado de los dos héroes de Cervantes aparece mucho más confuso, cuando no intercambiado. Los quijotes gerundianos -los predicadores- son sospechosos de cualquier cosa, menos de idealismo, y los sanchos en cambio, que son quienes deberían poner la necesaria nota de cordura, cuando no son obtusos familiares de la Inquisición, son santos varones de alguna Orden desdibujados por la mediocridad. El nuevo Quijote redivivo, el insensato Gerundio, triunfa en todos sus lances frente a los admonitores morales «a la antigua». Es, para colmo, aclamado por el pueblo -al terminar uno de sus sermones, sale literalmente en hombros de la multitud- y, en fin de cuentas, nadie le desengaña. La estulticia ha acabado por imponerse.
Si hemos de creer en lo que nos relata Isla, no era para menos. La degeneración de la oratoria sagrada y, como telón de fondo, las marrullerías cotidianas de los frailes en el país parecían haber ascendido a la categoría de plaga. Entre bromas y veras, Isla nos va dejando ver algunas estampas vivísimas de la sociedad de su tiempo. En el púlpito los predicadores, luciendo una compostura cuidadosamente atildada y unos movimientos estudiados al milímetro, enhebraban con teatral vehemencia una sarta tras otra de despropósitos culteranos, sazonados con abundantes latinazos traídos por los cabellos y, como quien dice, a rastras.
Entre los golpes de efecto utilizados, de los cuales el del susto no era seguramente el más popular (sólo a medias podía tener gracia el que se achacase un aborto en la misa de once a los efectos del temor de Dios), el más usado probablemente era el de contar chistes. Y ciertamente no todos eran tan blancos como aquel malévolo chascarrillo con que cierto religioso habría dado principio a su sermón en las honras fúnebres de un tal fray Eustaquio Cuchillada y Grande, exclamando, en medio de un silencio sobrecogedor: «¡Al maestro cuchillada, y grande!» Efecto parecido lograba otro predicador gerundiano comenzando su discurso con un solemne: «Niego que Dios sea uno en esencia y trino en personas» y aclarando a continuación, no sin antes haber saboreado a sus anchas el pasmo del auditorio que rebullía bajo sus pies: «…Así lo dice el ebionista, el marcionista, el arriano, el maniqueo, el sociniano. Pero yo lo pruebo contra ellos con la Escritura, con los Concilios y con los Padres».
Los títulos de los sermones tampoco les iban a la zaga en chispa, y, si los que cita Isla se usaron en la realidad, uno no puede resistir a la tentación de quitarse el sombrero. Qué decir, si no, de prédicas con títulos tales como «El máximo Mínimo», «Mujer, llora y vencerás», o «El Lazarillo de Tormes» (este último en alusión, naturalmente, al Lázaro bíblico y no al otro). Como los tiempos estaban malos, componer un buen sermón de mucho aparato constituía una fuente nada desdeñable de ingresos, sobre todo en especie, y los frailes, en consecuencia, se esmeraban. Las festividades y actos religiosos hacía ya tiempo que se habían convertido en impresionantes ritos paganos y, ante aquel público que ya no era ni creyente ni agnóstico, sino todo lo contrario, la competencia del teatro era seguramente temible. Por eso, el fraile que quería arrimar su docenilla de chorizos o su pareja de buenos borregos no tenía más remedio que acicalarse con primor, ensayar minuciosamente todos sus ademanes y las inflexiones de su voz, y… componer un buen sermón, claro.
Para que pudiese considerarse aquilatado, el sermón tenía que ser, al mismo tiempo, chabacano y abstruso. La primera cualidad no debía de ser tan difícil de lograr como la segunda, e Isla nos relata una y otra vez, con ejemplos tomados de la realidad, cómo se construye un buen sermón culterano. Antes que nada, el predicador deberá enumerar mentalmente las diversas menciones que está obligado a hacer en su prédica; a continuación, elevará su contenido a las más sublimes alturas. Para lograr ese fin, ningún truco es despreciable. Recurrir sin miramientos a la mitología clásica o a cualquier otro mito pagano, entrar a azadonazos en el huerto de las Sagradas Escrituras, o traer a colación chuscas similitudes fonéticas con locuciones latinas depredadas en un diccionario de citas, todo vale con tal de que el ingenuo feligrés reconozca en la metáfora o en el latinazo disparatados el apellido de su madre, el nombre de pila de quien paga el sermón, o alguna alusión bíblica a la festividad que se conmemora. La construcción de tales prédicas, en fin de cuentas, no se diferenciaba mucho de aquel delicioso galimatías «lógico» que a muchos nos encantaba recitar de pequeños: «¿Nada? Pues el que nada, no se ahoga; el que no se ahoga, flota; flota, es una escuadra; y una escuadra es un triángulo.»
En 1767, una pragmática real ordenaba a los jesuitas abandonar inmediatamente el país. Una de las piezas que no encajaban en el panorama político español había sido apartada del juego (aunque no por eso el rompecabezas se cerraría, como se vio después). Los dominicos ganaban la batalla por el control de la enseñanza y los jesuitas, después de bastantes avatares y no pocas penalidades, se instalaron por fin en Italia, sólo seis años antes de que, en 1773, un breve papal ordenase la extinción absoluta de la Compañía. Durante el viaje, Isla cayó gravemente enfermo, pero con el tiempo se recuperó y, después de algunas penúltimas peripecias, terminó por encontrar asilo en Bolonia, en casa de los condes Tedeschi. Allí transcurrieron sus últimos años, y allí fue donde, en un acto de bondad que de ningún modo se contradecía con su vida pasada, tradujo del francés el Gil Blas de Lesage con la sola finalidad de sacar de apuros a un padre de familia valenciano, que se había quedado ciego.
Porque, en su vida privada, Isla fue probablemente un hombre bueno. Seguramente creyó en la posibilidad de un siglo de las luces autóctono en España, pero el peso de la tradición, y la cruda realidad social, que él de ninguna manera ignoraba, lo volvieron sin duda pesimista. Nunca entendió que lo que en Europa se estaba gestando era una concepción del mundo en la que Dios no era necesario, concepción que no cabía en su esquema de ideas basado en una justicia social paternalista. Aunque justo es decir que, ilustrado o no, compartía con los progresistas europeos de su tiempo una idea muy particular de la democracia: Voltaire la resumió certeramente cuando comentaba que no había que enseñar las nuevas teorías a los criados, no fuera que luego, faltos de fe, le robasen a uno las cucharas.
En 1781, Isla exhalaba su último suspiro. Faltaba muy poco tiempo para que en Europa ocurriesen grandes y graves acontecimientos. Uno, sin embargo, se siente inclinado a pensar que el jesuita también se habría reído de ellos. Podemos imaginar, para divertirnos, que, en virtud de una traviesa ficción «gerundiana», el propio Isla hubiese podido escuchar, sólo tres años más tarde, las últimas palabras atribuidas a Diderot en su lecho de muerte: «El primer paso hacia la filosofía es la incredulidad».
El, sencillamente, no se las habría creído.