La inalcanzable amnistía para la lengua española

Por Carlos Seror

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En 1834, después de 356 años de humillación colectiva, España se deshizo por fin formalmente de la Inquisición. Durante todos esos años, la Reforma protestante, la Ilustración, las grandes revoluciones y transformaciones de Europa habían ido aconteciendo al margen de nosotros, casi sin dejar traza. La postración intelectual en que quedaba el país duraría aún prácticamente un siglo y, aun así, muchos de sus efectos perviven todavía en nuestra forma de ser.

En comparación con muchos otros países de Europa, una larga ausencia de tradición en el pensamiento científico ‑o, a un nivel más simple, en el razonamiento objetivo y riguroso‑ ha dejado entre nosotros una huella difícil de borrar en pocos años. Mucho es, sin duda, lo que se ha andado, pero en cuanto a mentalidad queda también mucho por hacer. En particular, la polémica sobre qué significa y quién sabe o no hablar correcta o incorrectamente recuerda inquietantemente la perpetua batalla metafísica sobre la interpretación «verdadera» de la Biblia por los pontífices de unos y otros bandos.

Así, mientras los iluminados discuten si galgos o podencos, en la vida real la situación del español ‑una lengua europea con más de 300 millones de hablantes en todo el mundo‑ es prácticamente la de un idioma minusválido. Cada día que pasa, el diccionario de uso de María Moliner pierde más vigencia. No existe todavía un buen diccionario inglés-español para uso de los profesionales. En el ámbito científico y técnico, el español renquea mientras el inglés vuela. Y diariamente, en entrevistas de radio o televisión, individuos interpelados al azar balbucean a duras penas cuatro frases hechas ante preguntas ‑por añadidura‑ rara vez enjundiosas.

Afrontar esta situación requeriría antes, en mi opinión, abordar un gran tema que es preciso sacar a la luz, plantear y debatir a escala nacional en relación con el lenguaje: ¿debemos contemplar éste desde el punto de vista del uso, o de la autoridad? ¿Es un protocolo definido por altas instancias, o más bien un fenómeno complejo que merece ser estudiado? En otras palabras, ¿debemos ser objetivos o subjetivos con respecto al lenguaje?

Para empezar, el que una persona se exprese con mayor o menor propiedad no tiene por qué ser de incumbencia de la Real Academia de la Lengua. La Academia, como la Inquisición en su tiempo, sigue siendo una institución con mentalidad y espíritu de censura (por fortuna, bastante poco efectiva) fundada en consideraciones subjetivas y, a veces, francamente bizarras. En una época en que se han relajado al máximo los tabúes en pintura, música, moda o gastronomía, los chamanes y sanedrines de la lengua subsisten incomprensiblemente, enmascarando con sus dogmas el verdadero planteamiento de fondo: el lenguaje como conjunto de símbolos neutros, como acervo de herramientas receptivo siempre a la evolución de la sociedad.

Por supuesto, el lenguaje no sólo puede ser utilizado como instrumento de precisión. Puede también ser un instrumento de evocación, y ahí radica la trampa de la subjetividad. Es comprensible que a muchos de nuestros padres no les gustaran los Beatles, que a muchos de nosotros no les guste Madonna, e incluso que a alguien le guste Julio Iglesias. Pero ello no los autoriza a dictaminar qué es buena y qué es mala música, y por lo tanto a corregir las partituras de Ligeti o de Juan López. Cada quién es libre de interpretar lo que oye o lee como una manifestación más o menos elegante o bella.

Pero la elegancia y la belleza han sido siempre conceptos tan vidriosos como variables con las épocas. Los impresionistas que hoy nos maravillan fueron en un comienzo el hazmerreír del Salón de la Academia Francesa. El jazz empezó siendo la música de los bajos fondos, y el tango y el rock and roll fueron considerados danzas escandalosas. En nuestros días, muchos piensan tal vez que el uso de determinadas locuciones los degrada en la categoría social, o que el uso de otras los eleva. Lo malo de argumentos como éste es que dan importancia a las apariencias, no al contenido.

Consideraciones así conducen a consecuencias nefastas. Por ejemplo, a menospreciar la utilidad de la morfología. La morfología es un valiosísimo portador de información que confiere, además, al lenguaje un sentido profundo de coherencia. ¿Por qué tienen que sonarnos raro, incluso cuando nos son necesarias, palabras como concernido, certeridad, compacción, escogencia, monitorar, despachador? Véase, en cambio, la plétora de palabras construidas en inglés con el sufijo -ware. Otras veces, so argumento de que se violenta la sintaxis, se impide que el lenguaje evolucione a la par de las ideas y se fomenta la confusión: así, verbos que han devenido transitivos en la mente del hablante se ven obligados a seguir siendo formalmente intransitivos: informar (de) que, advertir (de) que.

Los tabúes, a veces, son francamente irrazonables: hoy puedo decir «ayer demolía», pero ayer no podía decir «hoy demuelo». Andé no puede ser sinónimo de anduve, e imprimido no está autorizado a ser el participio pasivo de imprimir. En español más que en muchas lenguas, el léxico está fuertemente contextualizado. Las palabras ‑como nuestro pasado‑ tienden a ser beligerantes, y no neutras. Si alguien lo duda, bástele examinar cualquier diccionario de sinónimos: en él encontrará, sí, abundantes sinónimos, pero en su mayoría con connotaciones contextuales o morales. La riqueza del español es una fábula costumbrista.

Las acusaciones de «galicismo», «anglicismo», etc. frecuentemente vertidas son a la vez inquietantes e incoherentes. Son preocupantes, porque traen a la memoria viejos argumentos de limpieza de sangre. Son incongruentes porque, en un mundo en que el origen de los objetos que usamos es un concepto cada vez más diluido (¿de dónde procede nuestro computador clonado a partir de una patente americana, con chips de silicio brasileño fabricados en Taiwán, manufacturados en Corea del Sur y con teclado español?), no parece sensato negar al prójimo la necesidad de expresar conceptos nuevos o ajenos, o ideas antiguas en una forma nueva. ¿Quién renunciaría hoy a usar el teléfono porque lo haya inventado Graham Bell? ¿Quién renuncia a la seda china, a los automóviles alemanes, al cine americano, a los aparatos de vídeo japoneses, a la judía teoría de la relatividad? Babor, estribor, túnel, tren, avión, gol, detalle, ente, peatonal, suspense, cassette, importar, socialdemocracia y muchísimas otras más son palabras imprescindibles de la vida de hoy, y algunas lo seguirán siendo aún durante mucho tiempo.

¿Cuántos de nosotros saben que novedoso, rentable, estructura, conflictivo, electrodoméstico, implicar, vincular, esquema, vigencia, sugerencia, urbanismo, actualizar, poner en duda, asamblea, moción o nacionalizar han sido en su momento locuciones abominadas por los «entendidos»? El propio Góngora sufrió las iras de muchos de sus contemporáneos puristas por sus latinismos «violentos». ¿Por qué sólo la costumbre ha de dictaminar si una locución nueva es o no aceptable? En tiempos de Galileo, la costumbre era que la Tierra no se movía, y la expresión «la Tierra gira alrededor del Sol» era (excepto para Galileo) absolutamente inadmisible.

Otra cosa distinta es que las palabras utilizadas por cada quién sean las más precisas o las más adecuadas al caso, es decir, que el hablante se proponga o sepa expresarse con precisión. Pero ello dependerá de la formación intelectual de quien se expresa y de la claridad de sus ideas. Es éste un tema que no entraré a analizar (aunque lo considero vital), y sobre el que me reservo mi opinión. No conviene mezclar los gustos o los sentimientos personales en esto, so pena de no entender nunca nada. Las palabras y expresiones en uso son tan inocentes como la desnudez de las personas. Todo depende de con quién, de por qué y de para qué. Tienen siempre una razón de ser, y no pocas veces responden a problemas o carencias profundos de la lengua que merecen ser estudiados.

La expresión humana, como la sociedad en la que vivimos y hablamos, tiene constantemente nuevas necesidades, a las que el lenguaje debe poder responder. Si entendemos esto, comprenderemos que hay que empezar ya a preparar el español del siglo XXI. A desarrollar la coherencia profunda del idioma y, por ende, de las ideas. La gran transformación de las ciudades y de los sistemas de comunicación abrió las sociedades al futuro, al bienestar y al desarrollo intelectual. Al igual que aquellos cambios, es ésta una transformación universal, y a cuya escala las consideraciones nacionalistas se convierten en provincianismos. Respetemos el uso, pero luchemos también por la precisión. Hagamos una lengua flexible y potente, y no cosmeticemos las apariencias reincidiendo una y otra vez en el perpetuo mal nacional. Amnistiemos definitivamente la lengua española.

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