9 de Abril de 1948

Por: Hernando Jimenez

Ese viernes estaba previsto que almorzáramos todos, incluyendo a mi papá, en la casa de la calle 70. Teresa, ya graduada del Colegio de La Merced, tenía un trabajo en la perfumería de Isabelita Argáez, esposa de uno de los de la cofradía del aguardiente, en el Centro. Elisa le ayudaba a Eugenita Núñez en Caperucita, un lindísimo almacén de ropa para niño, que Eugenita había abierto en Chapinero. Helena, venía a mitad de camino en el bus del Colegio de las Terciarias, cerca al apartamento vecino a la vieja de los globos. Mi papá puso el radio, un Philco con botones de baquelita protegido por una de las carpetas tejidas por Elvira. Álvaro llegó con su maleta y la dejó en la sala, sobre una de las silletas Luis Algo. Eran la una y treinta del nueve de abril de 1948. Mi hermano José Francisco hacía tiempos había llegado de la Marina y se había instalado con una mujer mayor que él, compañera de trabajo en la Cervecería. Vivían juntos. Carlos, que hacía el papel de hermano mayor, ya tenía novia y luego sería el primero en casarse con Lucía Romero, una encantadora jovencita del más puro carácter chapineruno. Los locutores hablaban de algo terrible. Acaba de conocerse la noticia del asesinato de Gaitán. La descripción de los incendios, el saqueo, la muerte y el terror que azotaban a Bogotá eran narrados en un estilo que Leopardi llamó la afanosa grandiosidad española, del cual los locutores ya no se liberarían jamás. Instaban al pueblo a armarse de machetes en las ferreterías y propugnaban desde los micrófonos el robo, la destrucción y la venganza. La vehemencia pasaría a convertirse en un fin en sí mismo y el énfasis aplicado a todo cuanto existe canceló para siempre la posibilidad de asombro. Mi mamá salió de la cocina transfigurada de espanto. La muerte de Gaitán atacaba sus fibras más íntimas de liberal de cepa. La política, en su sentido más profundo de relación con los semejantes era la convicción más definida de su carácter. Mi madre era un ser político. La inmolación del caudillo representaba, a la luz de su pura intuición femenina, el último intento para la liberación de un pueblo martirizado por los atavismos retardatarios que su abuelo había contribuído a erradicar. Si hubiera nacido unos años después, seguramente se habría destacado en la política como una líder tallada como esmeralda. La rabia sólo fue controlada por el llamado de su afán de madre que le hizo preguntarse por la suerte que estuviesen corriendo sus hijos. A Teresa la trajeron en una volqueta cargada de leña, pero la dejaron botada a la altura de Teusaquillo cuando la chusma los detuvo para usar los garrotes como armas de guerra. Eugenita nos hizo saber que se llevaría a Elisa para su casa, pero eso no impidió que mi papá, arriesgándose a que los cogiera el toque de queda se fuera con Carlos y Álvaro, ya entrada la noche, hasta las empinadas cuestas del Bosque Calderón a emprender el rescate. Helena llegó sana y salva en el bus del colegio y José Francisco se dio trazas para enviar noticias de que estaba resguardado de las balas en la cama de su amante. La noche trajo consigo un sentimiento irremediable de desolación y despojo. Como si el mismo Dante hubiera escrito de su puño el mensaje aterrador en letras de fuego sobre las ruinas ensangrentadas, quedó lacrado el aquí termina toda esperanza, anatema que se sigue cumpliendo.

Al día siguiente se hizo necesario salir. Yo me ofrecí para ir a la tienda a comprar huevos y a averiguar si la lechería estaba abierta. A tres cuadras de camino presencié atemorizado las ruinas aún humeantes de una casa incendiada. Los vanos de puertas y ventanas renegridos de hollín y el sardinel manchado por la sangre de sus dueños, asesinados por sus contrarios políticos. Era mi primer enfrentamiento con la violencia. Los curiosos comentaban que gracias a Dios en ese sector no había pasado casi nada. Un casi nada que durante cincuenta años pasaría a significar la diferencia entre la violencia brutal de los focos y esa otra violencia marginal que esporádicamente clava sus garras en la periferia. Que gente tan bruta, recapacitaba mientras regresaba con los huevos y por supuesto con la cantina sin una gota de leche. Cómo pueden pensar que por aquí no pasó casi nada.

El lunes 12 de abril, la reunión familiar estaba impregnada de ese sentimiento de frustración y rabia que iría a formar a lo largo de los años una como coraza protectora en la epidermis de los sobrevivientes de la guerra. Y sobrevivientes éramos todos los habitantes del país de las atrocidades, donde el sólo hecho de estar vivos pasó a ser un símbolo de supremacía y triunfo. Todas las formas de degradación comenzaron a acuñarse en la psiquis nacional. Dijeran lo que dijeran los periódicos, quedó establecido que habían sido los godos quienes habían mandado matar al caudillo. Y el gusanillo del odio partidista que venía consolidando su macabro imperio, achacándole soberbias a Bolívar e insidias sospechosas a Santander, continuó socavando los corazones colombianos, ayudado por el trabajo constante del gorgojo de la corrupción. Juntos, conformaron el pueblo de retardados morales que encontró en la riqueza y la figuración el camino de vida. La visión del mundo. A un lado quedábamos los primeros desplazados del proceso. Aquellos cuyo viejo arraigo ético y social, en el sentido de responsabilidad hacia todos y cada uno de nuestros semejantes, nos dejaba paralizados ante el carnaval del saqueo y el festín del despilfarro. Conformábamos una clase aparte, enclaustrada en el fortín de una pobreza digna, intocable, sin otra cosa para defender que el viejo tesoro de la honra. La vieja honra española con su lastre de dignidad no negociable. En todos los estratos sociales quedaron unos cuantos. Mi papá me mandó a buscar el periódico. La primera página mostraba un Gaitán yacente, envuelto en la mortaja del odio y ungido por la sangre y la vida de un pueblo que creyó haberlo vengado. El resto era silencio…el silencio de las llamas, los escombros, la muerte y el horror. Desde entonces nació el morbo. La impudicia se hizo soberana y el papel empezó a registrar sin recato alguno la lepra de la descomposición nacional. Esa llaga formó una callosidad en el alma de los sobrevivientes…que aún buscan su cura. Sólo muchos años después conocería yo el poema que cantaba nuestra vergüenza y que no fue escrito por ningún colombiano, a pesar de que dicen que hay tanto poeta suelto por ahí. Fue escrito en Cuba, en la mañana de ese primero de enero del 59, en medio de la exhilarante victoria de una tiranía sobre la otra, en la voz de un alter ego por El Otro. De un Fernández que reta al mar, al mar de la indolencia. Nosotros, los sobrevivientes, ¿a quién debemos la sobrevida? ¿Quién se murió por mí en la ergástula? quién recibió la bala mía, la para mí, en su corazón? Sobre qué muerto estoy yo vivo, sus huesos quedando en los míos, los ojos que le arrancaron, viendo por la mirada de mi cara. Y la mano que no es su mano, que no es ya tampoco la mía, escribiendo palabras rotas donde él no está, en la sobrevida?

En Memoria de Jorge Eliécer Gaitán, cuyo sacrificio, hace 60 años, marcó dolorosamente mi infancia.

Bogotá, 8 de abril de 2008

2 comentarios en “9 de Abril de 1948”

  1. Me entristece el vil atentado de que fué víctima nuestro Caudillo Jorge Eliecer Gaitán. Permitan que los líderes políticos colombianos lleguen a la cima del poder,sea cual sea su ideología, los resultados de sus acciones con su mente lúcida sólo el pueblo podrá calificarlos, no un puñado de los gobiernos de turno.
    Oradores natos como Gaitán no he vuelto a conocer en Colombia. Viva Gaitán!!!!

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *