Laura García

Entrevista con Óscar Hahn

En esta ocasión, quiero dar la bienvenida a uno de los mejores poetas chilenos, perteneciente a la generación del 60. De la mano de Oscar Hahn, llegan juntos la fantasía, el amor y la muerte en la forma de una de las poesías más interesantes del Siglo XX. Bienvenido.

PRIMERA PARTE:

METODOLOGIA DEL POETA.

En varias ocasiones usted ha dicho que la poesía llega en forma de apariciones, incluso en lugares un tanto incómodos

Oscar Hahn
Oscar Hahn

para darles materialización inmediata, pero a su vez también ha planteado que la poesía sea como una obra de arte y de la importancia de que el poeta se maneje dentro de aspectos más técnicos de la literatura… ¿De qué manera puede conjugar usted esos dos aspectos tan diferentes en la construcción de la poesía?

Los dos factores que usted menciona son fundamentales en mi trabajo poético. Las apariciones son el lado oculto, imprevisible, ajeno a mi voluntad. Si las apariciones no se presentan, no tengo pista de lanzamiento para que el poema despegue. En cambio, cuando se presentan, ellas mismas me instalan en la ruta que debe seguir el poema. En este punto interviene mi conciencia estética, que va orientando al texto por el camino deseable, siempre dentro de una concepción del poema como obra de arte.

Y esas apariciones, son así de repentinas y misteriosas, o en algunas ocasiones <<algo>> las ha sugestionado?

En general surgen sin que yo pueda establecer la causa de la aparición, pero ha habido casos en los que he podido determinar su origen. Por ejemplo, uno de mis poemas recientes, “Esperando el ascensor”, fue activado por una escena de una película. No es que después de verla yo hubiera decidido escribir un poema, sino que la aparición se presentó inmediatamente después de la escena, de manera súbita. Y algo para meditar: en esa escena del film no hay ningún ascensor.

¿Recuerda cómo fue la primera aparición que lo asaltó?

Yo había escrito varios poemas muy voluntaristas, porque pensaba que así funcionaba la poesía: hoy día me voy a sentar a escribir sobre esto o aquello. Pero algo en mi interior me dijo que esos poemas no eran logrados y los tiré a la basura. Entonces pensé que la poesía no era lo mío. Un día que estaba en cama enfermo me visitó la primera aparición, que terminó siendo el poema “Reencarnación de los carniceros”. Ahí descubrí que lo que más juicioso era tener paciencia y esperar que las apariciones surgieran solas.

Desde hace muchísimos años usted vive en Iowa, y si bien es cierto que se puede escribir desde cualquier parte, ¿nota alguna diferencia de lo escrito en Chile, cuando su residencia estaba fija en ese país, de lo que ha creado fuera de él?

Vivir en el extranjero me ha proporcionado una cierta distancia con respecto al lenguaje que utilizo. Esto ha posibilitado que note ciertas características o detalles estilísticos del castellano o del español de Chile que puedo usar en mis poemas. Ese es un aspecto. El otro es que dejé de percibirme sólo en el contexto de la poesía chilena, lo que era muy limitante, y empecé a situarme en el contexto de la poesía universal. De este modo se amplió mi radio de preferencias. Por último hay algo obvio: para bien o para mal, las experiencias y vivencias que uno tiene en otro país no son las mismas que tiene en el país natal e incluso contribuyen a modificar la percepción de las experiencias del pasado.

Cuál considera que es el cambio más significativo en su trayectoria poética, en todos estos años.

Parece que he ido pasando desde una expresión más o menos barroca a una expresión más directa y sin burocracia verbal. También observo un preocupación mayor por el orden en que aparecen las distintas unidades que hay adentro del poema. Esto ocurre quizás por influencia del montaje cinematográfico.

SEGUNDA PARTE:

DE INFLUENCIAS Y PEDAGOGÍA

En su poesía se conjugan influencias de épocas muy diversas. De repente existen aires de la Edad Media, de repente aparece el Siglo de Oro y de pronto se manifiestan influencias de Elvis Presley, de cultura pop, beat… ¿Siente que algo en particular lo atrae más? ¿Alguna voz de una de esas épocas lo llama con más fuerza?

Una vez Enrique Lihn dijo que mi poema “Gladiolos junto al mar” era un soneto gongorino, pero que no podría haber sido escrito por Góngora. Es decir, aunque uno tome elementos de la tradición, siempre resultan filtrados por el poeta de hoy. Todo confluye en el presente, de modo que la llamada tradición puede coexistir perfectamente con la modernidad. Lo moderno o posmoderno, creo yo, no se refiere a la procedencia de los materiales que uno utiliza, sino a una singular visión del mundo y del lenguaje.

Si pudiera describir su trayecto en la poesía, mencionando poesía y autores que lo han influenciado, a través del tiempo desde comenzó a escribir, hasta hoy día, ¿qué quedaría finalmente?

Si me limitara solamente a las influencias que provienen de la poesía, estaría dando una impresión muy parcializada de lo que es mi mundo poético. Pero vamos por partes. Algunos autores serían los poetas medievales espanoles, San Juan de la Cruz, algunos barrocos como Góngora y Quevedo; luego Rimbaud, T. S. Eliot , César Vallejo, y en un lugar muy destacado, no la poesía, sino la narrativa fantástica. Pero también están el cine, la pintura, la música clásica, el jazz y el rock.

De qué cree que carece la poesía actualmente, qué le gustaría leer de este tiempo que vivimos.

Hay varios factores que influyen negativamente en la percepción de la poesía, o mejor dicho, que alienan al lector en cuanto tal. Uno de esos factores es el excesivo énfasis que se le está dando a la figura del autor real, a expensas de la obra, y que se aproxima bastante al culto a la personalidad. La figura del poeta como farandulero es cada vez más predominante. Nos estamos acercando al punto en que para ser considerado poeta ya no se necesitará haber escrito poemas, sino hacer el papel de poeta, según el libreto que impone la farándula: el loco, el alcohólico, el maldito, el muerto prematuro, el marginado, aunque sus poemas sean mediocres. Todo esto ocurre con la complicidad de los críticos, cuya función en la actualidad no es orientar a los lectores sino desorientarlos.

Cómo profesor de una universidad tan prestigiosa como la de Iowa, ¿se ha impuesto alguna meta particular con respecto a sus alumnos?

Yo tengo un principio muy claro con respecto a los poetas que estudio en mis cursos, y ese principio es el pluralismo. A diferencia de algunos poetas-profesores, que sólo incluyen a autores que son afines a su propia poética, yo incluso muestro propuestas que a mí, personalmente, no me atraen, pero que han cumplido una función significativa en el desarrollo de la poesía. Es decir, trato de poner una gran variedad de cartas sobre la mesa y dejar que los alumnos elijan.

TERCERA PARTE

SIMBOLOS, IRREVERENCIA y ENSAYO

Su poesía, tiene, a mi parecer, una gran carga de símbolos, para llamar al amor, para insinuar la sensualidad, para la muerte, la mujer… Cuando identifico esa particularidad, me asalta una duda, esa simbología ¿es un recurso para dar un toque fantástico a la poesía? O bien hace parte de una exteriorización de dudas y la búsqueda personal de formas acercarse a la muerte, o definir el amor o expresarse sobre el sexo (búsquedas que podrían ser suyas como autor o las del lector común y corriente)

Pienso que los símbolos, cuando obedecen a motivaciones profundas, emergen por su cuenta y sin la manipulación del autor. Yo nunca me he propuesto poner símbolos en mis poemas. En cambio, lo más probable es que los elementos fantásticos provengan de mi trato con la narrativa fantástica. En cuanto al amor y al erotismo, no creo que tengan un origen meramente literario. Cuando aparecen en mis poemas, siempre hay detrás un estrato vivencial.

También dijo alguna vez que no le gustaba casi tener que asistir a leer en público su obra y que lo hacía más por cumplir con los requerimientos de promoción de la editorial. ¿Cómo prefiere que sea la relación con sus lectores?

Así es. Yo preferiría no tener que aparecer en público. No veo por qué tendría que relacionarme con mis lectores como persona real. Mi relación con ellos es a través de mis textos. Quiero pensar que el doble mío que habla en mis poemas tiene mucho más que decir que el individuo real que escribe los poemas.

Tengo entendido que alguna vez la crítica fue muy dura con usted y lo censuraron porque en uno de sus libros, los versos fueron bastante expresivos, especialmente sensuales. ¿Siente que es un poeta irreverente? ¿Hay alguna atracción especial en serlo o en intentar serlo?

Seguramente usted se refiere a la prohibición de Mal de amor en 1981, por la dictadura de Pinochet y no a los críticos. En efecto, el libro fue censurado por el gobierno. No solo no he buscado ser irreverente, sino que hasta ahora mismo ignoro la razón real de la censura. El poeta español Luis García Montero planteó esto muy bien cuando dijo que yo era “un poeta sin miedos”. En poesía hago lo que tengo que hacer, sin pensar en el qué dirán o en el establishment literario o religioso o político. No sé si eso significa ser irreverente.

Usted ha elaborado ensayos y estudios críticos sobre otros autores como Borges, Huidobro, Lihn, ¿alguno en particular le ha resultado más complicado a la hora de hablar sobre él?

Es curioso, porque así, a priori, parecería que el más complicado fue Borges. Pero no: fue un cuento de Enrique Lihn que se llama “Huacho y Pochocha”. El fundamento teórico de ese texto es muy sutil y bastante difícil de explicar, ya que pone en jaque una serie de ideas preconcebidas sobre el realismo en literatura.

CUARTA PARTE:

ALGUNAS PREFERENCIAS

 

El poema suyo que le es más especial y por qué:

Quizás “La muerte es una buena maestra”, porque aunque a ratos parece un texto fantástico, está basado en la experiencia real de haber estado yo mismo al borde de la muerte.

El libro de su autoría que más le gusta y por qué:

No tengo ninguna preferencia. Cada uno de mis libros tiene su razón de ser en la historia de mi vida y de mi poesía.

Su poeta chileno preferido:

Hay varios, pero si se trata de nombrar a uno solo, elijo a Enrique Lihn.

Sobre qué o quien ha querido escribir alguna vez y no lo ha logrado

Sobre “Piedra de sol”, el gran poema amoroso de Octavio Paz.

Su inclinación más fuerte, por el ensayo o la poesía:

Bueno, la poesía, porque es como mi sexto sentido; el ensayo, en cambio, es más que nada una necesidad profesional.

¿Todavía es consumidor de sopas Campbell? (según lo dice en su poema TELEVIDENTE) ¿cuál es su favorita?

Sigo siendo un pésimo cocinero, así que todavía dependo de las sopas Campbell. La que más me gusta es la crema de champiñones.

Usted fue amigo cercano de Rodrigo Lira, poeta chileno que está muy presente en este blog. Qué es lo que más recuerda de él, como poeta, o como amigo, o cualquier cosa.

Recuerdo ese recital mío en el que un joven desconocido me preguntó al final: “Usted una vez suscribió las siguientes palabras de Rimbaud: Quiero llegar a ser poeta y trabajo para conseguirlo. ¿Sigue pensando lo mismo?”. “Así es”, respondí. Y él dijo: “Pues bien, quiero decirle que ya lo consiguió”. Ese joven resultó ser Rodrigo Lira. Me acuerdo también que Rodrigo me acompanó una vez a una entrevista que me hicieron en la revista La Bicicleta, y aunque no era uno de los entrevistadores, de vez en cuando hacía acotaciones muy lúcidas sobre mi poesía.

Y la última:

Le gusta una mujer y un amigo en común de ambos le dice que el secreto para conquistarla es regalarle un libro, en lugar de flores, en la primera invitación a salir que le haga. Decidido a hacerlo ¿Cuál cree que sería el libro ideal para lograr la conquista?

Nunca he visto a la mujer como una especie de castillo que uno tiene que conquistar, pero si usted me pone entre la espada y la pared, yo le regalaría Para vivir un gran amor de Vinicius de Moraes.

Entrevista con Ramón Cote Baraibar

Poemas para una fosa común, fue tu primer libro, y en el prólogo dices que «la fosa común» son los recuerdos. En el 83, cuando este libro fue publicado por primera vez, tú tenías solo 20 años. ¿Qué podía haber en esa «fosa común» a tan temprana edad, que dio lugar a los poemas del libro?

Pedro Cote.
Ramón Cote Baraibar. Foto: Pedro Cote.

Ese es el dilema. En el prólogo que escribí para la reedición de mi primer libro comenté que habría sido una falacia llamarlo Hábito del tiempo, como inicialmente se titulaba, por los pocos años que tenía y que llamarlo Fosa común se acercaba a lo que quería decir, olvidando que estaba dejando un dato por fuera, un matiz que podría pasar por político cuando lo que intentaba era todo lo contrario. De manera que a los veinte años uno también ya tiene recuerdos y uno sabe que muchos de ellos son insalvables, o al contrario, los recuerdos lo salvan a uno. En el caso específico de Fosa común, una gran parte de esos poemas los escribí cuando viajé a España en 1983 y por tanto quedaba atrás mi infancia y adolescencia colombiana. Al ver lo perdido, lo que solo era recuerdo, consideré que la memoria era un gran cementerio no de nombres sino de recuerdos anónimos, de fosas comunes. Además, Laura, ten en cuenta que mi padre murió cuando yo tenía año y medio, así que cuando uno nace con una ausencia, las presencias son más difíciles. Como dice Mark Strand, no escribo para encontrar un origen sino para compensar una pérdida.

Hay una especie de discusión en los poetas. Algunos dicen que puede existir una «musa» inspiradora, pero que no lo es todo para crear, también se necesita disciplina, compromiso. Otros por el contrario, creen que sí, que la poesía implica un «algo», esa musa inspiradora, que agarra en cualquier parte y hace surgir los versos. Tú qué dices?

Perdóname lo políticamente correcto de la respuesta pero creo que ambas condiciones son necesarias. Lo que me parece verdaderamente importante es que lo escrito, por causa de lo uno o de lo otro, mantenga un equilibrio exacto entre la

emocción, la reflexión y la escritura. No sé si recuerdas ese famoso ensayo de Auden en la Mano del teñidor -«Hacer, conocer, juzgar»- donde habla del Censor que todo escritor debe llevar dentro. Aún así, las musas deben ser oídas, como alguien quería, y también censuradas….

¿Cuál definirías como el poema más importante que has escrito. Y por qué?

Espero que me perdones el juego de palabras pero creo que cada época tiene su poema y cada poema tiene su época. Mira, alguien dijo alguna vez que uno antes de los veinte años debe escribir un gran poema, o al menos un buen poema, para poder seguir adelante. Y antes de los treinta y antes de los cuarenta. Recuerdo ahora la famosa frase de Delacroix según la cual un poeta a los veinte años es un joven de veinte años, mientras que un poeta a los cuarenta es un poeta.

Sé que todo lo que te he dicho anteriormente es para evitar contestarte, pero ya que me acosas tanto, me apuntas con el dedo cibernético, te diré que hay poemas con los cuales me siento muy a gusto: Carta rota, La soledad luminosa, y algunos de Colección privada como son los de Ginebra Benci, y el de Balthus.

También eres antologista. Ya en 1992 hiciste una antología de la joven poesía latinoamericana en Diez de ultramar. Y ahora preparas otra antología sobre poesía colombiana del siglo XX.  Y en tu antología personal, ¿cuáles son los autores que consideras más te han influenciado?

Eduardo Llanos me regaló una antología de la poesía chilena, editada en 1976, libro que todavía leo y releo, hecha por Jose Luis Martínez, si no me equivoco. Te lo cuento porque una de mis pasiones siempre han sido las antologías, no tanto como para llegar a los extremos maravillosos de Eduardo, a quien le conseguí un ejemplar de la Ultrantología, una antología del poema corto aparecida en Colombia en una edición de 300 ejemplares. Se la regalé con el gusto de que sabía que le estaba haciendo el mejor regalo del mundo. A los 18 descubrí una antología, bueno, dos, que me cambiaron la vida. La primera, la de la poesía norteamericana traducida por Cardenal y Coronel Urtecho, editada por Aguilar y la antología de la poesía nicaragüense, ésta publicada por el entonces llamado Instituto de Cultura Hispánica. No quiero detenerme en nombres pero es imposible no hacerlo… Mira, para mi Eliot, Sandburg, Laughlin, Stevens, MacLeish, W C Williams, Lowell se me clavaron en la mente como arpones. Y como lo mejor de toda antología es lo que sigue a continuación, es decir, la búsqueda individual de cada poeta, pude constatar que ese impacto inicial perduraba en sus libros. Y de los nicaragüenses, mira, hay un poeta olvidado que se llama Joaquín Pasos que es extraordinario. Su Canto a la guerra de cosas es maravilloso. Bueno, ni qué decir tiene cuando le seguí la pista a Pablo Antonio Cuadra, a Ernesto Mejía Sánchez y descubrí después a Carlos Martínez Rivas. Qué poetas, por favor!!

Y ya que me tiras de la lengua desde el ciberespacio pues te diré que Neruda, en mis inicios fue fundacional para mi, como más tarde lo fue Huidobro. Creo que todo poeta se divide en antes de leer Altazor y después de leer Altazor. Y, por otra parte, el descubrimiento, así lo fue para mi, de la poesía de Alvaro Mutis, fue una de las experiencias más decisivas y generosas y fructíferas de toda mi vida. Saber que el surrealismo no estaba en las calles de París sino en los hangares olvidados de los ríos colombianos fue algo que todavía me conmueve, saber que se podía hacer poesía con el paisaje, con la destrucción, o al revés, comprender que todo eso está repleto, rebosante de poesía. Saber que la palabra «zinc» es tan importante -y poética- como cualquier otra. Lo importante es encontrarle el lugar donde ponerla. El lugar exacto. Lee el Nocturno de Mutis y verás. «Las gotas sobre el zinc de los tejados…»

Bueno, creo que se me fue la mano, y eso que todavía no te he hablado de otra de las grandes influencias que he tenido: la generación española del 50. Me marcó y me marca, me emocionó y me emocionan, poemas de Claudio Rodríguez, de Gil de Biedma, de Barral, de Jose Angel Valente. Sobre todos los dos primeros son los poetas que creo haber leído más en mi vida. Mejor no sigo porque los que están leyendo esto se van a aburrir…  Te debo Elytis, Gamoneda, Simic, Paz, Sánchez Peláez, Enrique Molina, Strand, Teillier…

¿Me adelantarías algún nombre incluido dentro de la antología que estás trabajando para Editorial Visor?

Pedro Cote.
Foto: Pedro Cote.

Mira, lo que me pides es absolutamente imposible. Te cuento la anécdota de un poeta colombiano de los 50´s, Fernando Arbeláez, quien en 1964 hizo una excelente antología de la poesía colombiana. Veinte años más tarde alguien le preguntó la razón por la cual él vivía desde hacía tanto tiempo en Estados Unidos. Entonces Arbeláez contestó: «¿Se acuerdan que en 1964 hice una antología de la poesía colombiana…? Pues eso».

Si te los llegara a adelantar sería preciso contar con una carta firmada por notario en la cual me asegures tú que una vez «develada» la lista me recibirás en tu casa, me alimentarás durante tres años seguidos, saldrás a comprar los bombillos para la lámpara donde leeré hasta que la cólera de los compatriotas amaine… Así que ya sabes: si te los digo debes prepararte porque en abril te llego a Santiago con mis bártulos…

Oye, Laura, otra cosa. Y esta antología es, como todas las de la colección, esencial. De manera que se llamará Antología esencial de la poesía colombiana del siglo XX. Este trabajo será el tercer número de la colección que bajo el sello de La Estafeta del viento, como sabes la revista de la Casa de América, publicará en los próximos meses la editorial Visor. Ya han salido las antologías de Venezuela y de Chile, a propósito, excelente trabajo, hecha por Julio Espinosa Guerra. Me da tristeza reconocer que desconocía muchos nombres, pero me alegra saber todo lo que me espera cuando tire del hilo de cada uno.

¿Quién o quiénes crees que son los poetas de Latinoamérica más importantes para su historia literaria?

Te digo los que ya te mencioné: Mutis, Enrique Molina, Sánchez Peláez, Teillier, poeta este que he empezado a leer desde hace unos cinco años y me parece extraordinario. Y en esa lista hay que mencionar a Borges, Blanca Varela, Eielson, Paz, Villaurrutia, Hahn, Rafael Cadenas, Eugenio Montejo, Gelman.

Alguna vez me veía enfrentada a una discusión, en donde me decían que el hacer poesía y que la literatura en general, no podían contribuir en nada a especialmente a Colombia, un país con una situación tan compleja, que no tiene para cuando acabar. Son oficios mirados en menos. ¿Qué piensas acerca de la posible contribución social que pueda tener o no la literatura en general, en un país como Colombia?

Tu pregunta es compleja y por lo tanto la respuesta también lo será. Pero vamos por partes. No creo que la poesía en Colombia sea un oficio menor o no tenido en cuenta. He tenido la fortuna de estar dos veces en el Festival de Poesía de Medellín y las elogiosas palabras de Gonzalo Rojas se quedan cortas, he dictado talleres y conferencias, he dado lecturas en muchas partes de mi país con una convocatoria siempre impresionante, conmovedora, algo que nunca vi ni de lejos en España o Italia, o en Estados Unidos. Eso por un lado. Por el otro, me parece mucho mejor que la poesía no tenga ningún papel en el cambio de la sociedad porque dejaría de ser poesía y se convertiría en una herramienta de algo, perdiendo su pureza y su esencia.

Es muy curioso, Laura, que te digan que la poesía no puede contribuir en cambiar nada en Colombia, como si las personas que te lo preguntaran supieran cómo hacerlo. Me gustaría saber cómo ellos han contribuido y qué eficacia han tenido, para considerar a las artes en general como una condenadas.

–        Si pudieras ser un poeta, serías… Blaise Cendrars

–         Si pudieras ser una poetisa, serías… Safo (qué delicia sería el vivir al menos un día en Lesbos!!!!)

–         Si pudieras ser un poema, serías… Dygnum Est, de Elytis

–         Si pudieras ser uno de tus poemas, serías… Expedición Botánica

–         Si pudieras ser un libro de poemas, serías… Residencia en la tierra

–         Si pudieras ser un lugar de Colombia, serías… Barú

Y la última

Te gusta una mujer y un amigo en común de ambos te dice que el secreto para conquistarla es regalarle un libro, en lugar de flores, en la primera invitación a salir que le hagas. Decidido a hacerlo ¿Cuál crees que sería el libro ideal para lograr la conquista?

«Las personas del verbo», de Jaime Gil de Biedma, sin pensarlo dos veces y sin lugar a dudas. Allí hay de todo: amor, pasión, sexo, camas, moteles, pero también viajes, lunas, estados de ánimo que coinciden con las etapas sinuosas del enamoramiento. Se respira una libertad, un cierto feliz libertinaje, acompañado por una demoledora inteligencia y una sensibilidad siempre contenida pero con alto sentido de la carnalidad. Como lo recuerda en uno de sus poemas, siguiendo a John Donne, que el misterio del mundo es el espíritu, pero el cuerpo es el lugar donde se le lee. Y esa autocompasión fingida no era más que un disfraz para enamorar, tal como el propio GdBiedma lo confesó al decir que él empezó escribiendo poesía para divertirse y que le fue cogiendo el gusto hasta que se convirtió en una adicción, para lo cual tuvo que inventarse un personaje inteligente, guapo y bebedor llamado Jaime Gil de Biedma.

Fray Gerundio de Campazas o de la nada al triángulo

Por Ricky Mango

www.rickymango.podomatic.com

José Francisco Isla. Autor de Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes
José Francisco Isla. Autor de "Fray Gerundio de Campazas, alias Zotes"

Cuando, en 1620, don Luis de Góngora y Argote se dirigía en un soneto al fraile trinitario y famoso predicador Hortensio Félix de Paravicino llamándole «Hortensio mío», no podía imaginar que la Historia le tomaría tan en serio. En efecto: más de ciento treinta años después, la imitación gongorina en España gozaba todavía de tan buena salud como para inspirar a Francisco José de Isla, jesuita de carácter por lo demás extremadamente bondadoso, una feroz sátira de las costumbres de la clerecía rampante, y especialmente de sus desafueros en el púlpito.

El Barroco en Europa, desde luego, no había sido una broma. Desde que, tres siglos antes, Petrarca consiguiera, con la pureza de su lenguaje, elevar la literatura de su tiempo sobre los procelosos mares de la Edad Media, la ola había recorrido mucho camino. A España llegaría, naturalmente, tarde y menguada, y aquí casi todo el mundo se tomaría tan a pecho lo del retorno a los clásicos que ni siquiera se enteraron de que en el país de al lado algunos ciudadanos lanzaban miradas torvas al pasar por la Bastilla. Para entonces el Barroco español había engordado ya más de la cuenta, se había devorado a sí mismo y todavía encontraría fuerzas (como los frailes más avispados se encargaron de demostrar) para de los huesos hacer algún que otro caldo con que comer caliente.

En medio de esa panorámica de agotamiento, en que el Imperio salía todos los días a la calle como el buscón don Pablos, en ayunas y con unas migas de pan hábilmente esparcidas por la pechera para simular hartura, nació Francisco José de Isla, de una familia de hidalgos de provincias que consiguió darle una educación, para la época, más que aceptable. Según parece, el muchacho era despabilado y nada hacía sospechar en un principio que terminaría por tomar los hábitos de los de Loyola. Consta, incluso, que a los quince años se echó una novia, si bien los argumentos que suelen aducirse para explicar por qué no se casó con la chica e ingresó repentinamente en la Compañía son, en el mejor de los casos, dudosos.

Sea como fuere, el caso es que el noviciado, primero, y su condición de jesuita, después, le dieron ocasión para aprender francés y, posteriormente, filosofía y teología en Salamanca. Sin duda leyó a Feijoo en edad muy temprana, y sin duda se sintió atraído por la personalidad de aquel asturiano tozudo y erudito, náufrago cultural contra la corriente de una España apicarada y supersticiosa, y ecléctico y brillante como él mismo. Acababa Felipe V de regresar aliviado al trono, después de la truncada experiencia de abdicación en su hijo Luis, de dieciséis años, aficionado entre otras cosas a escaparse por las noches para ir a robar fruta al huerto de Palacio.

El intento de reforma de la sociedad española se había puesto -tímidamente- en marcha, pero no sería sino hasta Carlos III, medio siglo después, cuando se haría evidente que la maquinaria estaba demasiado oxidada. Los tira y afloja del Estado con la Santa Sede se habían sucedido, en forma de rupturas y reconciliaciones, desde el comienzo del siglo, y los intentos de establecer de una vez por todas un Concordato efectivo por el que se redujese siquiera en cantidad moderada la plétora de curas y frailes que sobrecargaba el país y se lograse una cierta independencia orgánica con respecto a Roma no cuajarían hasta 1753, ya con Carlos III. Para entonces, las quejas de ciertos sectores del pueblo contra los abusos de los frailes no podían pillar a nadie desprevenido.

En las fechas en que se publicó la obra principal de Isla, fray Gerundio de Campazas, la sociedad española podía dividirse, culturalmente hablando, en dos estratos claramente diferenciados: la aristocracia cultivada, en contacto más o menos directo con los acontecimientos europeos, y el resto. Isla, como no pocos otros jesuitas, era afín al primero de esos grupos, y no es descabellado suponer que las primeras aventuras de fray Gerundio se gestaron en animadas charlas de salón en las que la alta sociedad, a falta de haberse inventado la televisión, mataba el aburrimiento mofándose de los paletos. La Ilustración surtía en toda Europa efectos de borrachera, y debía de estar muy mal visto tomársela a chacota. Se daba, incluso, el caso de cierta dama parisina de alcurnia que, para no perder el tiempo entre sarao y cenáculo literario, transportaba en su carroza un cadáver sobre el que practicaba con aprovechamiento la disección anatómica.

Salió, pues, en ese siglo a la luz la «Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes», y fue un éxito de ventas inmediato. Más de la mitad de la primera edición se vendió en un solo día, y hasta se afirma que don Carlos III no paró de reír desde la primera hasta la última página. Este testimonio, sin embargo, parece exagerado. Hay en el fray Gerundio no pocas páginas para nosotros omitibles, e incluso para Carlos III probablemente algo indigestas. Otras, sin embargo, nos resultan maravillosamente actuales y hasta, en muchos aspectos, anticipatorias.

Encontramos en ellas, entre otras abundantes sorpresas y ataques de somnolencia, los rudimentos de un tratamiento psicológico de los personajes, el coqueteo constante con lo que ahora llamaríamos sociología y periodismo, la descarada descripción de los predicadores como antepasados de nuestros modernos publicistas y, sobre todo, el afán por la descripción minuciosa de gestos y de todo tipo de movimientos. Obsérvese, si no, esta implacable acumulación de acciones casi nimias en uno de los personajes: «El bueno del predicador levantó [sus ojos], le miró con serenidad, sacó las manos debajo del escapulario, reclinó el codo derecho sobre el brazo de la silla, refregóse la barba, echó después mano a la manga, sacó la caja, dio dos golpecitos pausados sobre la tapa, abrióla, tomó un polvo, y encarando al ex provincial, le dijo muy reposado…»

No es esta, como puede verse, la escritura de un pobre fraile provinciano ajeno a su siglo. Los estudios científicos y las descripciones técnicas e industriales estaban, allende nuestras fronteras, a la orden del día. Los Principia Mathematica de Newton llevaban ya más de setenta años publicados, e incluso en Francia se habían editado curiosas obras divulgativas como un cierto ‘Newton explicado a las mujeres’. En el último medio siglo habían sido inventados el termómetro de mercurio, el cronómetro y el pararrayos, y se empleaban ya en Europa los altos hornos, las taladradoras de metales y la laminación del acero. Sin embargo, haciendo gala admirablemente de su habilidad para escurrir el bulto, se había cuidado Isla unas páginas más atrás de ironizar sobre la medicina moderna en un inesperado párrafo: «[El padre lector], sobre abundar de un humor escolástico flavobilioso, que hiriendo en un momento las fibras del celebro, se comunicaba rápidamente al corazón por el nervio intercostal, con movimiento crispatorio, y de aquí, por una instantánea repercusión, volvía al mismo celebro, donde agitaba con igual o mayor crispatura las fibras que se ramifican en la lengua, estaba tan furiosamente poseído de todas esas vanas inutilidades, que era capaz de chocar con el mismo sol, si pretendía alumbrarle en este punto».

¿Burla de la medicina, o burla de la medicina nacional? Difícil es saberlo. Todo el libro es un constante alarde de equilibrio sobre la cuerda floja en el que, atacando a determinada colectividad o individuo, o a su obra, elogia a continuación con entusiasmo ciertas particularidades suyas, para curarse en salud. Mientras que, en cierto momento, lo vemos arremeter sin reparos nada menos que contra el preceptor de Fernando VI, sólo unas líneas más arriba el insulto más grave que le ha dedicado a Erasmo es el de «perillán». Esta sensación permanente de habérselas con un individuo resbaladizo cuyas verdaderas opiniones se inscriben en la categoría del misterio teológico no abandonará al lector hasta la última página. Se mire por donde se mire, en el rompecabezas de la obra y vida de Francisco José de Isla hay siempre una pieza que no encaja. Esto es, sin embargo, lo que hace de él un personaje perfectamente contemporáneo de su época. La Historia nos podrá ilustrar, ya que no aclarar, esa incongruencia.

En efecto, cuando Felipe V, terminada la guerra de sucesión, se encontró con el poder en las manos, la transformación de España que pedían los nuevos tiempos era, como mínimo, una cuestión de prestigio. Bajo ese espíritu favorable a la Ilustración, la infiltración de aires extranjeros entre la aristocracia no se hizo esperar, hasta el extremo de que más de uno, confundiendo la gimnasia con la magnesia, sustituiría el cultivo del intelecto por el afrancesamiento más extravagante. Sin embargo, los espíritus lúcidos (y probablemente Isla era uno de ellos) comprendieron, o intuyeron, el alcance de las nuevas corrientes.

Se daba la circunstancia de que la enseñanza (la enseñanza de la aristocracia, se entiende; la del pueblo nunca llegó a pasar del nivel de catequesis) estaba bajo el control de los jesuitas, y éstos, que de tontos no tenían ni un pelo y que, entre otras cosas, a los profesores de matemáticas y de ciencias naturales los traían del extranjero, pronto se encontraron pillados entre dos fuegos: ¿cómo conciliar la razón con el dogma? La verdad es que corrían malos tiempos para los defensores de la fe: el catastrófico terremoto de Lisboa de 1755 puso en no pocos aprietos al Dios cristiano, al ocurrir precisamente en un siglo tan delicado como aquél. Voltaire, que estaba en todas, aprovechó la ocasión para escribir un poema, no precisamente lírico, sobre el particular.

Consecuencia de aquel juego de fuerzas debió de ser ese estilo particularmente serpenteante que, bien por astucia natural, bien porque el sentido común aconsejaba al escritor sensato avanzar en meandros, caracteriza la narración en el fray Gerundio. Con el pretexto más fútil, el narrador emprende la deriva hacia territorios alarmantemente alejados de la historia que se cuenta, para terminar depositándonos en las respetables alturas de los cerros de Ubeda. Recurso éste que acusa claras huellas cervantinas, aunque elaboradas a la manera propia, como cuando, con reiteración un poco machacona, el autor interrumpe nuestra lectura lleno de campechanía para toser, estornudar, aspirar polvos de rapé e incluso sonarse las narices, y luego prosigue tan campante.

Otras veces, nos afea nuestra impaciencia por conocer el desenlace de una situación, o se defiende de muy buen humor frente al flagrante delito de concluir un capítulo sin haber contado nada de lo que se anunciaba en su título. O bien, se enzarza en una escalada de conjeturas con el pobre lector indefenso, lo anonada con un «…Ya va largo el paréntesis. Cerrémosle)», o le manda literalmente a paseo. Incluso, en una ocasión, zanja una de esas disquisiciones de propia cosecha con algo así como un flaubertiano «fray Gerundio soy yo». En la segunda mitad de la obra, las estocadas caricaturescas a diestro y siniestro y el placer de la burla por la burla alcanzan a veces cotas surrealistas, como cuando, con ocasión de una cena concurridísima en la casa de Antón Zotes, se nos pone de pronto a desbarrar sobre la disposición de las habitaciones en la vivienda, especula luego con la posibilidad de bajar y subir hasta el pajar las viandas con ayuda de unas sogas, y termina con una supuesta cita textual en la que un francés recomienda que la cocina se instale cerca del comedor a fin de que los platos lleguen a la mesa «ni más fríos, ni más calientes de lo que conviene».

Como es de suponer, en 1758 esos eventuales ecos cervantinos están ya bastante desfigurados. Es comprensible: la situación del país distaba mucho de seguir siendo la misma. A pesar de que el propio Isla manifiesta varias veces su admiración por don Miguel, y su propósito de acabar también de un plumazo con los excesos en el púlpito, en fray Gerundio el significado de los dos héroes de Cervantes aparece mucho más confuso, cuando no intercambiado. Los quijotes gerundianos -los predicadores- son sospechosos de cualquier cosa, menos de idealismo, y los sanchos en cambio, que son quienes deberían poner la necesaria nota de cordura, cuando no son obtusos familiares de la Inquisición, son santos varones de alguna Orden desdibujados por la mediocridad. El nuevo Quijote redivivo, el insensato Gerundio, triunfa en todos sus lances frente a los admonitores morales «a la antigua». Es, para colmo, aclamado por el pueblo -al terminar uno de sus sermones, sale literalmente en hombros de la multitud- y, en fin de cuentas, nadie le desengaña. La estulticia ha acabado por imponerse.

Si hemos de creer en lo que nos relata Isla, no era para menos. La degeneración de la oratoria sagrada y, como telón de fondo, las marrullerías cotidianas de los frailes en el país parecían haber ascendido a la categoría de plaga. Entre bromas y veras, Isla nos va dejando ver algunas estampas vivísimas de la sociedad de su tiempo. En el púlpito los predicadores, luciendo una compostura cuidadosamente atildada y unos movimientos estudiados al milímetro, enhebraban con teatral vehemencia una sarta tras otra de despropósitos culteranos, sazonados con abundantes latinazos traídos por los cabellos y, como quien dice, a rastras.

Entre los golpes de efecto utilizados, de los cuales el del susto no era seguramente el más popular (sólo a medias podía tener gracia el que se achacase un aborto en la misa de once a los efectos del temor de Dios), el más usado probablemente era el de contar chistes. Y ciertamente no todos eran tan blancos como aquel malévolo chascarrillo con que cierto religioso habría dado principio a su sermón en las honras fúnebres de un tal fray Eustaquio Cuchillada y Grande, exclamando, en medio de un silencio sobrecogedor: «¡Al maestro cuchillada, y grande!» Efecto parecido lograba otro predicador gerundiano comenzando su discurso con un solemne: «Niego que Dios sea uno en esencia y trino en personas» y aclarando a continuación, no sin antes haber saboreado a sus anchas el pasmo del auditorio que rebullía bajo sus pies: «…Así lo dice el ebionista, el marcionista, el arriano, el maniqueo, el sociniano. Pero yo lo pruebo contra ellos con la Escritura, con los Concilios y con los Padres».

Los títulos de los sermones tampoco les iban a la zaga en chispa, y, si los que cita Isla se usaron en la realidad, uno no puede resistir a la tentación de quitarse el sombrero. Qué decir, si no, de prédicas con títulos tales como «El máximo Mínimo», «Mujer, llora y vencerás», o «El Lazarillo de Tormes» (este último en alusión, naturalmente, al Lázaro bíblico y no al otro). Como los tiempos estaban malos, componer un buen sermón de mucho aparato constituía una fuente nada desdeñable de ingresos, sobre todo en especie, y los frailes, en consecuencia, se esmeraban. Las festividades y actos religiosos hacía ya tiempo que se habían convertido en impresionantes ritos paganos y, ante aquel público que ya no era ni creyente ni agnóstico, sino todo lo contrario, la competencia del teatro era seguramente temible. Por eso, el fraile que quería arrimar su docenilla de chorizos o su pareja de buenos borregos no tenía más remedio que acicalarse con primor, ensayar minuciosamente todos sus ademanes y las inflexiones de su voz, y… componer un buen sermón, claro.

Para que pudiese considerarse aquilatado, el sermón tenía que ser, al mismo tiempo, chabacano y abstruso. La primera cualidad no debía de ser tan difícil de lograr como la segunda, e Isla nos relata una y otra vez, con ejemplos tomados de la realidad, cómo se construye un buen sermón culterano. Antes que nada, el predicador deberá enumerar mentalmente las diversas menciones que está obligado a hacer en su prédica; a continuación, elevará su contenido a las más sublimes alturas. Para lograr ese fin, ningún truco es despreciable. Recurrir sin miramientos a la mitología clásica o a cualquier otro mito pagano, entrar a azadonazos en el huerto de las Sagradas Escrituras, o traer a colación chuscas similitudes fonéticas con locuciones latinas depredadas en un diccionario de citas, todo vale con tal de que el ingenuo feligrés reconozca en la metáfora o en el latinazo disparatados el apellido de su madre, el nombre de pila de quien paga el sermón, o alguna alusión bíblica a la festividad que se conmemora. La construcción de tales prédicas, en fin de cuentas, no se diferenciaba mucho de aquel delicioso galimatías «lógico» que a muchos nos encantaba recitar de pequeños: «¿Nada? Pues el que nada, no se ahoga; el que no se ahoga, flota; flota, es una escuadra; y una escuadra es un triángulo.»

En 1767, una pragmática real ordenaba a los jesuitas abandonar inmediatamente el país. Una de las piezas que no encajaban en el panorama político español había sido apartada del juego (aunque no por eso el rompecabezas se cerraría, como se vio después). Los dominicos ganaban la batalla por el control de la enseñanza y los jesuitas, después de bastantes avatares y no pocas penalidades, se instalaron por fin en Italia, sólo seis años antes de que, en 1773, un breve papal ordenase la extinción absoluta de la Compañía. Durante el viaje, Isla cayó gravemente enfermo, pero con el tiempo se recuperó y, después de algunas penúltimas peripecias, terminó por encontrar asilo en Bolonia, en casa de los condes Tedeschi. Allí transcurrieron sus últimos años, y allí fue donde, en un acto de bondad que de ningún modo se contradecía con su vida pasada, tradujo del francés el Gil Blas de Lesage con la sola finalidad de sacar de apuros a un padre de familia valenciano, que se había quedado ciego.

Porque, en su vida privada, Isla fue probablemente un hombre bueno. Seguramente creyó en la posibilidad de un siglo de las luces autóctono en España, pero el peso de la tradición, y la cruda realidad social, que él de ninguna manera ignoraba, lo volvieron sin duda pesimista. Nunca entendió que lo que en Europa se estaba gestando era una concepción del mundo en la que Dios no era necesario, concepción que no cabía en su esquema de ideas basado en una justicia social paternalista. Aunque justo es decir que, ilustrado o no, compartía con los progresistas europeos de su tiempo una idea muy particular de la democracia: Voltaire la resumió certeramente cuando comentaba que no había que enseñar las nuevas teorías a los criados, no fuera que luego, faltos de fe, le robasen a uno las cucharas.

En 1781, Isla exhalaba su último suspiro. Faltaba muy poco tiempo para que en Europa ocurriesen grandes y graves acontecimientos. Uno, sin embargo, se siente inclinado a pensar que el jesuita también se habría reído de ellos. Podemos imaginar, para divertirnos, que, en virtud de una traviesa ficción «gerundiana», el propio Isla hubiese podido escuchar, sólo tres años más tarde, las últimas palabras atribuidas a Diderot en su lecho de muerte: «El primer paso hacia la filosofía es la incredulidad».

El, sencillamente, no se las habría creído.

Selección Poética (III)

PABLO ARMANDO FERNANDEZ: LA IMPOSIBILIDAD DE SER PIEDRA

Hace muchos años, cuando empecé a notar que sería escritora por siempre, me aboqué con más fuerza a la lectura, pues instintiva e inconscientemente me parecía que escribir no era lo mismo, si uno no tenía un completísimo bagaje de lecturas. Entonces comencé una  clasificación personalizada de la literatura y en ocasiones, deben reconocerlo todos los que leen indiscriminadamente, uno se forma en la mente una especie de base de datos, con información puntual de obras y autores. Y finalmente, se recuerda con mucha claridad el hecho principal de la obra, el autor y en línea directa a este, vinculamos su nacionalidad. Así, uno parece un barco sin destino, y va caminando, según la nacionalidad de los autores, por todo el mundo, hasta los lugares más insospechados. Primero, recorrí Europa y gran parte de Latinoamérica. Francia, Inglaterra, Italia, España… Argentina, Perú, alguna, la de los autores es suficiente para meterlo todo en la misma maleta. Así, si uno lee a Dumas y a Verne, está leyendo literatura francesa del siglo XIX, si uno lee a Stendal y a Joyce, está leyendo literatura inglesa del siglo XIX, si uno lee a Cortázar y a Borges, está leyendo literatura argentina de los sesenta, o el famoso BOOM. Y uno se cree que ha conquistado el mundo, que ha sobrepasado las fronteras más importantes, a través del maravilloso mundo de la palabra. Y de verdad puede ser así, pero no es del todo así. Hay lugares que llegan de  repente, insospechados, mágicos, con sorprendentes autores. Es así, como un día, en el lugar que Borges comparó con el paraíso, es decir, la Biblioteca, un autor me miró desde el lomo de su libro y no pude relacionar su nombre con ninguna nacionalidad. De donde entonces? Claro! Me estaba perdiendo de una isla, cuya literatura, aún no se había presentado ante mí y que descubrí con muchísimo agrado. El autor era nada más y nada menos que Guillermo Cabrera Infante. Quedé fascinada. Esa era literatura cubana. Me convertí entonces en una asidua de sus autores. Años después, llega un segundo Pablo después de Neruda. Me refiero a Pablo Armando Fernández, y su libro “De piedras y palabras”. Con la curiosidad del autor que es aún nuevo para el lector, la primera impresión que me suscitó este libro fue de un profundo regocijo. Cada verso, claramente, tiene el propósito de no tener propósito alguno y hacer de su lectura, un acto puro de placer. Cada poema de “De piedras y  palabras”, parece el fragmento de un mensaje que han puesto en una botella, en busca de  algún paseante de playa que lo interprete. Sin mbargo, no a cualquier costa llega una botella tal. De piedras y   palabras, ha sido construido como una suerte de bitácora o itinerario del autor y dividido en cuatro partes, de las cuales la primera, contiene una selección de poesías que hace honor a su nombre: Libro de la vida. Finalmente me gustaría destacar en De piedras y palabras, la versatilidad narrativa que va de un poema a otro, imprimiendo una pequeña historia en cada uno, que es a su vez el reflejo de una inspiración inagotable y si se llega un poco más lejos con la interpretación, se puede ser testigo del crecimiento literario de un artista, al situar cada poema, en una línea de tiempo, conforme a la fecha que cada uno tiene. Desde 1952, hasta 1994, desde Delicias, hasta Nueva York, dejando una pequeña marca de ellos. Los versos, mensajes en la botella, recorren distintos tiempos, distintos lugares geográficos, distintas emociones.  En Chile, definitivamente, aún Pablo y Gabriela, esperan el hijo extraviado Pablo Armando Fernández. Y yo también, por supuesto.

MUESTRA DE LA OBRA DE PABLO ARMANDO FERNANDEZ

TOMADO DE: De Piedras y Palabras (Ediciones Unión 1999)

EN LO SECRETO DEL TRUENO

Para Cintio Vitier

Si uno pudiera, como quien juega o sueña
las secuencias del tiempo reordenar,
y pudiera acogerse a aquellos ciclos
que sólo nos inducen a aprender,
sabiamente sabríamos eludir
las ignominias de la sin razón.
Si uno pudiera a los juegos y sueños
atribuirles todo cuanto idearan
ingratitud, torpeza y mezquindad:
cardo y ortiga, zarza de triste vida
que roce y trato tornan defensivos.
También el corazón tiene sus mañas.
Como un reclamo de atención, a veces
uno puede faltarle a quienes ama:
una palabra, un gesto, cualquier impertinencia,
casi siempre de efecto ponzoñoso.
Suele confiarse a veces en que el daño
acerque al ofendido al ofensor.
No hay bien ni mal. Eso también se espera.
Ahora creo haber aprendido a conocer
ciertas turbias razones que a veces urde el corazón.

La Habana y Santafé de Bogotá, Octubre de 1993.

PABLO ARMANDO FERNANDEZ, nació en Delicias en 1930. Su obra narrativa incluye las novelas Los niños se despiden, Premio Casa de las Américas en 1968. El vientre del pez 1989; Otro golpe de dados, 1993, y el libro de cuentos El talismán y otras evocaciones 1995. Considerado como uno de los más relevantes poetas de su generación, entre sus libros sobresalen Salterio y lamentación, 1953; Toda la poesía, 1961; El libro de los héroes, 1964; Un sitio permanente, 1969, Aprendiendo a morir, 1983; Ronda del encantamiento, 1990; San Cugat Nocturne, 1995, y Libro de la vida 1990.

Selección Poética (II)

ROBERTO RUBIANO VARGAS: CUANDO LA POESÍA YA NO ES PEREGRINA

Relato del Peregrino, es la primera obra de poesía de Roberto Rubiano Vargas (Bogotá 1952), de quién solo había tenido anteriores referencias por su libro de cuentos “Gentecita del montón”. He dicho en mi anterior post, que tenía abandonada de mis lecturas a la poesía, y retomarla fue  glorioso. “Relato del Peregrino”, otro acierto de Ediciones San Librario, es una suma de pequeñas delicias para los sentidos. Lo he leído en una inevitable sensación urbana, sin poder relacionarla con el ruido y el caos de la capital (y hay que tener en cuenta que Santiago no es tan caótico), pero en esta obra es admirable la facultad del poeta, verdadero poeta, para emocionar, para conmover. La poesía no ha pasado de largo. Con un lenguaje pulcrísimo, con una sencilla indagación en el amor y con la experiencia maravillosa del ser que es peregrino dentro de sí mismo y que a su vez se convierte en el arte por medio de su poesía, Roberto Rubiano logra tender el puente entre el autor y el lector, puente fuerte, indestructible y lírico. Cuando la poesía ya no es peregrina, cuando deja de vagar por ahí, por librerías, (por la maleta de quién me la hizo llegar), está destinada a quedarse por siempre, soportando incluso esta forma urbana de lectura, que personalmente me trajo nostalgias, bellos recuerdos y el comienzo de un peregrinaje propio.

MUESTRA DE LA POESÍA DE ROBERTO RUBIANO VARGAS

Extraído de Relato del Peregrino

Déjà Vu

Las calles vacías
Niebla y un bar con el neón encendido
El cielo como una nube infinita
No recordaba si el sol era redondo
O el color de las estrellas
si lo tenían
Su sueño era el eco de esas calles
Una puerta pintada de verde
Que crujía aunque no había viento

Todo era quietud
Excepto sus pasos entre la niebla
Donde flotaba una estatua de bronce
Y edificios de otra época

Era una postal en blanco y negro y verde
Un correo venido de su infancia
No tenía muchos más recuerdos
Pero quería regresar allí
Aunque tampoco sabía para qué.

SOBRE ROBERTO RUBIANO VARGAS

Roberto Rubiano Vargas (Bogotá, 1952) Narrador y fotógrafo. Ha publicado los libros de cuentos Gentecita del montón (1981. Premio Nacional de Cuento Fundación Simón y Lola Guberek-Carlos Valencia Editores). El informe de Galves (1992, Premio Nacional de Cuento Ciudad de Bogotá), Fiebre (1995) y Vamos a matar al dragoneante Peláez (1999). La novela El anarquista jubilado (2001). Las novelas para jóvenes Una aventura en el papel ( 1998 ) y En la ciudad de los monstruos perdidos (1999). La selección de textos Alquimia del escritor (1999). Los libros de y sobre fotografía: Fotografía colombiana contemporánea (1978, coautor), Crónica de la fotografía en Colombia 1841 – 1948/ (1983, coautor), Anuncios de hojalata y la biografía Robert Capa. En 2005 publica Relato del peregrino primer relato de novelas

Selección Poética (I)

Comienzo el 2006 con poesía. Debo confesar que tenía muy abandonada la lectura de este género. Sin embargo, una maravillosa visita a Santiago de Álvaro Castillo Granada, me tendió un puente que me acercó de nuevo a la poesía.  De esa exquisita Selección Poética, Me referiré a cuatro autores, comenzando con Ramón Cote Baraibar y su libro Poemas para una fosa común.

SOBRE EDICIONES SAN LIBRARIO

Dos de los libros de poesía a los que me referiré, son ediciones realizadas por Ediciones San Librario. Y no puedo dejar de referirme a ese santo: San Librario. Originalmente, este es el nombre de la mejor Librería especializada en libros: “nuevos – viejos – raros”, como ellos se autodefinen. Uno de sus propietarios, Álvaro Castillo Granada, es miembro de honor de este Club. Lector de oficio, con carrera propia, y un librero, sin dudas, de corazón y sangre, que mantiene en este Templo de los Libros, una pasión viva, que es contagiosa. Después de varios años, erigida con prestigio, San Librario se ha aventurado a una prudente, pero exquisita serie de ediciones y reediciones, de autores, principalmente colombianos, que contempla dos tipos: Serie Sin Carátula y Serie Sin Ausencia. Sin duda, a corto plazo, Ediciones San Librario tendrá mayores demandas y ampliará su prestigio. Por el momento, su selección de obras, principalmente en los géneros de poesía y narrativa  corta, ha sido muy atinada. Quiero a través de este blog, felicitar a Álvaro y a Ediciones San Librario, por hacer este esfuerzo que yo interpreto como una extensión de la librería y, tan importante como ello, un homenaje para los autores y obras selectas que han publicado y que espero sigan publicando por muchos años más.

RAMON COTE BARAIBAR: DE RECUERDOS Y DE OLVIDOS

Ramón Cote Baraibar
Ramón Cote Baraibar

Sin imaginarlo, cuando Álvaro trajo a mí Poemas para una fosa común, del maravilloso poeta Ramón Cote Baraibar (Cúcuta, 1963), se encargó de hacerme un regalo por mi cumpleaños número 20. Resulta que hay un juego temporal que me tocó, coincidencialmente (o mágicamente), con esta obra. A los veinte años, Ramón Cote ya la había escrito y fue publicada originalmente en 1985, y veinte años después, Ediciones San Librario la  reedita por tercera vez, como apareció originalmente en 1985. Y los veinte de Ramón, hace veinte años, son ahora mis veinte. Y qué se supone que tiene que ver esto? La prueba de que ciertas obras pueden tansgredir los pasos del tiempo – e incluso muchos kilómetros de cordillera -. Definir Poemas para una fosa común no es sencillo. Y es que, más que poemas, lo que hay en este libro son pequeñ las narraciones líricas,  pequeñas cotidianidades y sentimientos, expresados desde una profunda introspección del autor, que al convertirlos en palabras, en líneas, en versos, hacen un cúmulo de nostalgias que, como su título lo indica, van a parar a una fosa común, esa conocemos como la memoria. En los primeros años de publicación y como el mismo Cote Baraibar lo indica, se pensó que con ese título, él quería dar a entender alguna idea política específica. Hoy, puede pensarse en un tema muy recurrente como la muerte. La verdad, es que Poemas para una fosa común, se constituye en un compendio de recuerdos y detalles humanos que no pueden dejarse por ahí desperdigados, que deben repasarse y masticarse de vez en cuando. Construida, seguramente, bajo la tácita influencia de Borges y tan libre como el estilo de sus versos, esta obra mantendrá los ecos de la memoria, de la soledad, del olvido, del amor, la vida y la muerte, muy seguramente, por otros veinte años más.

MUESTRA DE POEMAS PARA UNA FOSA COMUN

Blake, con bicicletas

Para observar la muerte así,
de ese modo, hace falta haber adquirido
previamente una absoluta irreverencia
o tener muy presente en la memoria
cierta temprana travesía,
para convencernos con resignación
de que las decisiones más importantes
nunca las tomamos nosotros.
Una lápida siempre se debate
entre la súplica y la réplica.
sobre la tuya
el amor te ha ido tiñendo
de un ámbar derretido, prófugo difícil.
No nos perteneces, aunque una piedra
se empeñe en representarte entre los hombres,
ni a los muertos, que sometías
con pájaros y cadenas cuando llegamos.
En esa línea donde todo desaparece

te sitúas para seguir permaneciendo.


Ramón Cote Baraibar nació en Cúcuta, Colombia, en 1963. Hijo del gran poeta colombiano Eduardo Cote Lamus, ha dado a conocer los poemarios Poemas para una fosa común (1984) y Poesía (1992), que lo revelan como un poeta de sorprendente madurez y de elevado tono. Informe sobre el estado de los trenes en la antigua estación de Delicias fue editado en Venezuela en la colección Pequeña Venecia, en un volumen que recoge buena parte de su trabajo. Ramón Cote ha estado desde muy joven vinculado al mundo cultural y diplomático. Es autor de una importante antología de joven poesía latinoamericana, Diez de ultramar, publicada por la Colección Visor en Madrid en 1992.

Rodrigo Lira

Es todo un personaje dentro de la literatura chilena. Se trata de RodrigoLira (Santiago, 1949 – 1981). Un irreverente polémico y loco, cuya poesía no debe ser excluida, ni obviada dentro de las antologías poéticas chilenas. Su carácter solitario y esa manía de la reacción exagerada frente a los autores que eran sus contemporáneos, lo llevaron a cometer algunos excesos, como corregir, hasta la fatiga, una novela del también escritor Enrique Lihn, su contemporáneo. El atrevimiento de Rodrigo, fue respondido por Enrique Lihn con un soneto que expresaba su disconformidad:

 

«Halagándome siento don Rodrigo
de un ejemplar de vuestra mano pía
– La Orquesta de Cristal – se me confía
a mi que (¿soy su autor?) mi buen amigo.

Veo que ese pasquín le importa un higo
Lira, pues de otro modo no sería
Plausible que se enferme de miopía
Mendandolen la plana que le digo:

Enrique Lihn – mi invento – el escribano
De erratas tales y a granel, le tiende
Confusamente mi interpósita mano.

Ha trabajado usted como un enano
Y eso, Lira ejemplar, muy bien lo entiende
Otro gigante, Respetable Hermano.»

El soneto tiene dos firmas, la del mismo Enrique Lihn y la del álter ego de este y protagonista de la obra «La Orquídea de Cristal» Gerardo de Pompier.

Rodrigo Lira estaba loco, literalmente. Los médicos le habían diagnosticado «esquizofrenia hebrefénica». Un desorden mental que influyó en su decisión terrible del 26 de Diciembre de 1981, cuando cumplía 32 años y se suicidó. Y esa locura, ¿también influyó en su excelente poesía? Seguro. Un autor puede ser influido directa o indirectamente por su propia enfermedad, pero eso no lo hace mejor, ni peor. Rodrigo Lira fue un exponente de la poesía con visos de cultura pop, de una escritura nada pulcra, desordenada, como su mente, desprovista de la claridad lírica de autores como el mismo Lihn. Y es precisamente la forma, los trazos que hace con las palabras, lo que dibujan un mapa sin norte ni sur, de sus temáticas con muchos contenidos: social, emocional, personal, entre otros. Leído, un poema de Lira puede resultar al oído, lo más atípico a un poema, pero las mismas palabras se resisten al sonido de ser solo palabras y se convierten, gracias al ritmo que él sabía controlar perfectamente, en un diálogo fluido, dentro de uno mismo, con el autor y su pensamiento. A pesar de esto, la sensación que deja después de su lectura es de estar frente a un túnel muy oscuro. Quizás la mejor palabra para definir esa sensación es vértigo. Y es al vértigo al que hace alusión Roberto Merino en el prólogo de un libro póstumo del autor, publicado como reedición en 2003, titulado: «Proyecto de Obras completas«. Este mismo ya había sido publicado por primera vez en 1984, editado y compilado por Enrique Lihn y Oscar Gacitúa con una tirada de 500 ejemplares. Esta obra tiene su origen en una carpeta que Rodrigo elaboró cuidadosamente con varios de sus poemas para participar en el concurso de poesía de la Municipalidad de Santiago y que envió poco antes de morir. Oscar Gacitúa conserva, además, la obra pictórica de Rodrigo Lira que no es menos impactante que su obra poética, llena de intrincamientos y laberintos imposibles. Eso sí, en ambas hay una mirada bien definida, ni profunda, ni marcada, solo bien trazada, hacia lo abstracto. Lira es uno de esos autores de vida intensísima que dejan una huella y una tremenda inquietud porque en el fondo estaba sumergido en horribles pantanos de soledad, licor y demencia. Su poesía es una parte importante en la historia literaria chilena, como ya lo dije, pero no por la intensidad de su vida, no por el odio tan cercano al cariño que expresaba por sus contemporáneos como el mismo Lihn y que generaba tanta polémica entre los de su generación, sino por la capacidad, en medio de los evidentes problemas que tenía, de transmitir esa misma intensidad, desordenada y febril, en una obra que hoy debe ser leída con respeto y considerada con actitud atemporal. Rodrigo Lira puede estar tan vigente para los lectores hoy como lo estuvo para los amigos y colegas de clandestinidad de su época (entiéndase Gregory Cohen, Roberto Brodsky, Mauricio Electorat, Francisco Zañartu y Diego Maquieira, entre otros). Dicha clandestinidad, cabe aclarar, era por gusto y no por necesidad, cuando todos eran más jóvenes y hacían juntos locuras y mucha literatura y veían decaer a un hombre que era la encarnación misma de la locura vuelta extravagancia poética.


MUESTRA DE POESIA DE RODRIGO LIRA

Nada ha muerto
sólo mi mirada
Desolada
Os digo que nada ha muerto
Que me jugué las cartas,
Los poemas
Y todo se carcome
Hasta la bestial soledad
El inencontrable muerto amor,
Que no vale la pena
Un vino tibio. Rojo
Alegorías
La puerta se ha cerrado.
De ahora referencias

Los golpes hermano, los rudos golpes
En la crónica roja documentando
Mi silencio
Los golpes hermanos, los rudos golpes.

COMUNICADO
A la Gente Pobre se le comunica
Que hay Cebollas para Ella en la Municipalidad de Santiago.
Las Cebollas se ven asomadas a unas ventanas
desde el patio de la I. Municipalidad de Santiago.
Tras las ventanas del tercer piso se divisan
unas guaguas en sus cunas y por las que están un poco más abajo
se ve algo de las Cebollas para la Gente Pobre.
Para verlas hay que llegar a un patio
al patio con dos Arboles bien verdes
después de pasar por el lado de una como jaula
con una caja que sube y baja
después de atravesar una sala grande con piso de baldosas
y con tejado de vidrio
con unas señoritas detrás de unos como mostradores
después de subir unas escaleras bien anchas
después de pasar unas puertas grandes
en la esquina de una plaza que se llama»de Armas»,
en la esquina del lado izquierdo
de una estatua de un señor a caballo, de metal,
con la espada apernada al caballo
para que no se la roben y hagan daño.
Ahí, debajo de las ventanas con las guaguas,
están las Cebollas.
No sé si podra conseguir
unas poquitas.
El caballero que maneja el ascensor ese, con paredes de reja,
me dijo que eran para la gente pobre.
Después, dijo algo del Empleo Mínimo.
Yo tenía que irme luego a comprar un plano de Santiago y una máquina de
escribir.
(sucedido y escrito en junio de 1979).

La realidad vive de la ficción

Leo con atención la nueva narrativa latinoamericana, desde México hasta Chile y Argentina. Lo hago solo por estar al corriente con lo que las «nuevas voces dicen». Las «nuevas voces», por supuesto, es una forma de llamar al grupo de talentosos y no tan talentosos escritores modernos, que nacidos en distintos lugares de latinoamérica, tienen una forma muy interesante de escribir, de contarnos sus cosas y que han traspasado fronteras, precisamente escribiendo fuera de ellas. De mis lecturas saco muchas conclusiones. Algunos son aventajados alumnos de las figuras del boom, aunque se empeñen en negarlo y en diferenciarse de todas las formas. Álvaro Castillo, fuente inagotable de lecturas, un lector de marca registrada, me da un consejo: me dice que la vida es muy corta para todo lo que hay que leer, y que por tanto no me enfoque «principalmente» en la literatura contemporánea. Tiene razón. Pero no puedo evitar encontrarme con sorpresas muy bien escritas, con historias muy bien contadas y que me permiten llenar algunas cuartillas con conclusiones agradables. (Porque de las cosas que no me gustan, prometí nunca escribir, después de conocer un desagradable caso). De Héctor Abad a Santiago Gamboa y Fernando Iwasaki, me encuentro con obras interesantes, en las que muchas veces me he visto reflejada. Pero en esa línea trazada por los diferentes autores contemporáneos, hay una curva. Una especie de descanso en el camino, en el cual me detuve hace cinco años ya, y que volví a encontrar hace poco. Los libros no son los mismos cuando se leen en distintas épocas y es por eso que Rosario Tijeras de Jorge Franco Ramos (Medellín, 1964), ya no es la misma después de todo ese tiempo. La historia delirante de una mujer hermosa, fuerte y agresiva, detrás de la que se esconde una vida de situaciones extremas
de miseria y dolor que la llevan a meterse en el mundo de la mafia y el sicariato y a compartir su amor y sus desmanes de locura, con dos amigos de familias ricas. El narrador en la obra, es uno de los hombres que sucumbió al encanto de Rosario, y que sin duda fue el que más la amó. Desde los pasillos del hospital donde Rosario se está muriendo, el recuerda todas las vivencias que junto a Emilio su mejor amigo, experimentaron en compañía de Rosario, usando la técnica cinematográfica del «flash back», para darle la cuota de suspenso, emoción y fluidez a la narración. La vida de Rosario es fuerte. Todo, de la forma en que lo cuenta Franco, da una tácita justificación a las acciones de Rosario y esboza la situación real de un Medellín adolorido, tanto para la alta
sociedad, de familias acomodadas e ilustres e hipócritas, como para esa parte de la sociedad humilde y humillada, que vive en la periferia y que como Rosario, soportan una vida cruel. Y es en Rosario y sus dos amigos que se concentran todos los contextos sociales, todas las verdades de esa realidad que muchos autores, de un tiempo hasta ahora, intentan esbozar de una u otra forma, con las palabras y argumentos que son parte de esa realidad. Una forma, quizás, generalizada en los autores de ahora en Colombia, de romper lazos con ese realismo mágico que los precedió, para afrontar las verdades como son. Con las historias que ocurrieron. Pero el mérito de Jorge Franco no está en ese punto solamente, su validez, que le da a «Rosario Tijeras» (y a sus otras obras, sin duda) la fuerza de una historia imprescindible para el lector, radica en ser consecuente con la ficción. En la literatura, especialmente en los géneros que corresponden a la narrativa, la ficción es el insuflo de vida de la realidad. Es la ficción, es la aplicación de la imaginación y en ocasiones la fantasía (como decir que los besos de Rosario saben a muerto) lo que nos hace, a los lectores por lo menos, ver la realidad claramente, dilucidar algunas verdades, nuestras verdades, a través de un cúmulo de mentiras. Pero no cualquier clase de mentiras. Tampoco cualquier clase de ficción. Solo las mentiras bien contadas. Solo la ficción bien escrita.

Así, Rosario Tijeras elogiada y respetada por una nutrida crítica, y por quien esto escribe, es una obra que me suscita ahora, más que ayer, las mejores sensaciones, entre ellas, de encontrarme con un autor pulcro, con una obra apasionante de principio a fin, atrapante, en donde crujen juntos, la muerte, el dolor, la tristeza, la alegría y el sexo, vistos desde sus ámbitos más extremos, vueltos realidad y leyenda delirante, en la vida de una mujer: la misma vida de Rosario Tijeras.

SOBRE JORGE FRANCO RAMOS

Escritor colombiano nacido en Medellín. Estudió Literatura en la Universidad Javeriana y realización de cine en la London International Film School. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública de Medellín que dirigió Manuel Mejía Vallejo, ganando su primer concurso literario con el libro de cuentos Maldito amor (1996). Ha publicado las novelas Mala noche (1997), Rosario Tijeras (1999), su obra más conocida, traducida a varios idiomas, y Paraíso Travel (2000). Ha publicado cuentos y artículos en diversas revistas. Reside en Bogotá. (edlp)

Más del autor en:

www.jorge-franco.com

Encuentro con Gioconda Belli

Por Alvaro Castillo Granada

En Mayo, después de presentar su libro «El pergamino de la seducción» en la feria del libro de Bogotá, Alvaro Castillo se encontró con Giconda Belli. A continuación el producto final de este encuentro.

Alvaro Castillo Granada. Foto de Amir Valle

«Esto no me puede estar sucediendo a mí… ¿Por qué otra vez, apenas hace un minuto la ensayé y funcionaba perfectamente? ¿Por qué? La vez pasada fui a entrevistar a Jorge Regueros Peralta, cuando estaba haciendo mi investigación sobre la primera visita de Pablo Neruda a Colombia, y logramos, con Federico, que él leyera, con una voz de trueno, el tercero de los «Sonetos punitivos», aquel que dice «No te metas, Laureano, no te metas», de tal manera que a todos nos emocionó y casi nos hace llorar. Obviamente la grabadora no funcionó. Y hoy tampoco, cuando la prendo antes de empezar a conversar con Gioconda Belli. No puede ser, caballero, no puede ser…». Sí. Lo es. La grabadora nunca arrancó. Nadie da con el chiste. Nada que hacer. Zoraya saca unas hojas de su carpeta llena de papeles y me las extiende junto a un esfero rojo. Ni modo, tocó escribir. Gioconda, con su sonrisa del pasado y del presente, me dice: «No te preocupés, voy a hablar despacio. Tomá esta pluma, es más suave, escribe mejor…». Así empezó nuestro encuentro para hablar de la lectura, la poesía y lo demás. La que habla es la Gioconda:

«Mi abuelo materno, Francisco Pereira, era autodidacta. Sabía de todo y tenía memoria fotográfica. Cuando pasábamos vacaciones en la playa nos llevaba, a mis hermanos y a mí, montones de libros… Recuerdo unas ediciones de Julio Verne en dos columnas. Me lo leí todo. Me encantaban sus personajes, como tejía las historias… Viaje al centro de la tierra se nos convirtió en una obsesión a mí y a mi hermano. Había una montaña con un hoyo tapado con una piedra. Intentamos encontrar una entrada. También exploramos, con lámparas y todo, la «cueva del tigre». Lo que hallamos fue murciélagos. Mi papá me regaló El tesoro de la juventud. Me encantaba la mitología griega y romana. Devoré Mujercitas, Corazón… Después leí teatro, mi mamá era muy aficionada, era lectora, directora y actriz, fundadora del Teatro Experimental de Managua. Tuve hepatitis y pasé dos meses en cama. Comiendo helados y leyendo, era como estar en el cielo… Leí a Lope de Vega, Federico García lorca (ella montó La casa de Bernarda Alba), y a William Shakespeare a los catorce años (me encantaron Romeo y Julieta, El rey Lear, Julio César, ella recitaba el discurso de Marco Antonio de memoria: «¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel del César! ¡Juzgad, oh

Gioconda Belli
Gioconda Belli

dioses, con qué ternura le amaba César!». Después me leí Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Mi mamá me lo tenía prohibido. Me impresionó muchísimo esa idea de hacer niños, de los betas y deltas, donde decir «madre» era una mala palabra… En el internado, en España, leí La Celestina. No me gustó. También a Charles Dickens. Me sentía como una huérfana. Oliver Twist y David Copperfield me fascinaron. También Los miserables de Victor Hugo. Me sumergía en la lectura. Lo que más me gusta es sentir que a mí me están pasando las cosas. Yo era una niña callada y quieta. Los fines de semana me sentaba con un arrume de libros. Los devoraba. Siempre buscaba la manera de seguir leyendo (cuando apagaban la luz me metía debajo de las cobijas con una linterna). Leía rapidísimo. Mi mamá, muchas veces, me preguntaba asustada: «¿Ya terminaste?». En los Estados Unidos estudié una carrera técnica: periodismo y publicidad. Después empecé a leer novela gótica. Leí a Jane Austen, a las Brontë, Daphne du Maurier… Hasta que llegué a Edgar Allan Poe. Sus personajes, sus ambientes, no me dejaban dormir después de leerlo, me daba terror… Ligeia nunca se me olvidará. Regresé a Nicaragua y me casé. Seguí leyendo. Ciencia ficción, literatura fantástica, literatura erótica (por llamar de alguna forma aquellas novelas de Jacqueline Susan y Harold Robbins) y best sellers: Leon Uris, Alister Maclean. Después vinieron Arthur Conan Doyle y Agatha Christie. Cuando conocí al «poeta», mi mentor intelectual, empecé a leer a los latinoamericanos… Me decía: «Tenés que leer a Juan Rulfo, a Carlos Fuentes…», y yo me iba a una librería a buscar sus libros. Pedro Páramo me dejó alucinada. Qué novela más extraordinaria, su mundo, los diálogos, el tiempo. De Fuentes me fascinaron La región más transparente y Aura. Con Mario Vargas Llosa me sucedió algo curioso. No podía leer sus novelas. No me atrapan. Lo amo como ensayista. La orgía perpetua y García Márquez Historia de un deicidio son mis preferidos. Me gustó, recuerdo, La guerra del fin del mundo. Tengo ganas de leer algún día La tía Julia y el escribidor. De Julio Cortázar, por el contrario, me enamoré desde la primera línea de Rayuela: «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua…». Un amigo me dijo que la leyera sin seguir el tablero de dirección. Después lo he hecho saltando, salteando y de todas las maneras habidas y por haber. Tiene momentos magistrales: el concierto de Berthe Trépat, la muerte de Rocamadour, el episodio del tablón, el capítulo siete… «Hay ríos metafísicos», él era mi Dios. Lo conocí el día que llegué al exilio en Costa Rica. Se presentaba en el Teatro Nacional. Dejé mis maletas y me fui a verlo. Sergio Ramírez me lo presentó. Después fuimos jurados del premio Casa de las Américas en 1981. Durante un mes estuvimos juntos. Ahí empezó la amistad. Le gustaban mis poemas, decía que sentía «envidia de los poetas»: «¡Pero si vos sos un poeta, che!», le gritaba. En mi ejemplar de Rayuela escribió: «Para Gioconda, quien contrariamente a lo que suele suceder salió del cielo para llegar a la tierra». Una obra maestra de la literatura erótica es su texto «Tu más profunda piel» (de Último round). Releo de cuando en cuando sus cuentos. Para mí Rayuela es lo máximo. Cien años de soledad también me deslumbró totalmente. A Gabriel García Márquez lo conocí en La Habana, bajo un aguacero, antes del triunfo de la revolución. Íbamos corriendo para la guagua. En Cien años de soledad me escribió: «Para Gioconda desde todo yo, Gabo». Con El amor en los tiempos del cólera me pasó que llegué al final y no quería que se acabara. Siempre que estoy escribiendo me «acompaña» un escritor. En Waslala me leí Faulkner (soy optimista y tengo algo de ingenua, me cuesta mucho la tragedia, el «pathos», esta lectura me ayudó a profundizar, a meterme más en los personajes). Virginia Woolf en La mujer habitada. En Sofía de los presagios, Howard Phillips Lovecraft. Ahora que lo pienso siempre leí poesía: el Siglo de oro, Rubén Darío, Pablo Neruda… Se me empezaron a ocurrir cosas: estaba en un lugar y llegaba un verso. Ahí empecé a escribir. Me indigesté de poesía. Rosario Castellanos, Juana de Ibarbourou, Miguel Hernández, Jorge Luis Borges (tiene uno de los poemas de amor más hermosos de la literatura: «El amenazado»). Muchos nicaragüenses: Carlos Martínez Rivas, Joaquín Rivas (tiene un verso precioso: «Es preciso que levantes la mano derecha para llevarme un recuerdo de árbol…»), Alfonso Cortés («Un pedazo de azul tiene la intensidad de todo el cielo»), Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho (su «Pequeña biografía de mi mujer» es maravillosa), Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Mejía Sánchez… De ahí «mamé» la poesía. Centroamericanos leí, también, a Roque Dalton, Otto René Castillo, Ana María Rodas (sus Poemas de la izquierda erótica), Claribel Alegría, nuestra Emily Dickinson… Walt Whitman, León Felipe, T.S. Eliot (en sus Cuatro cuartetos encuentro siempre algo nuevo, «un montón de niveles metafísicos», como diría Cortázar). Juan Gelman me encanta. Hay algunos a los que llamo «poetas gatillos»: cada vez que leía, por ejemplo a Mario Benedetti, escribía. Me ponía en un estado poético. Pablo Neruda y Octavio Paz, por el contrario, se me meten en el cuerpo. Después de leerlos no puedo escribir. Tengo que esperar. ¿Qué es la poesía?: la caja de Pandora. Es una cuerda de guitarra que uno tiene adentro, está callada y hay algo que hace que esa cuerda vibre, la vibración es un eco que empieza a invadir todo el cuerpo, no la podés resistir y tenés que escribirla. Hay una reacción física: me agarra y me acelera el corazón. Es un aliento…».

Esto fue lo que pude anotar, apenas, a toda velocidad, intentando seguir el ritmo de sus palabras, los desvíos de sus recuerdos, los silencios de sus miradas. Lo que jamás podrá estar es el sonido de su voz, como cantando al oído, como si hablara sólo para vos, su sonrisa enigmática y el ardor de su mirada cuando recuerda un poema hermoso y lo recita y lo recita… Después de leer un poema de Gioconda Belli no somos los mismos, algo nos pasó. Lo que siguió después me lo guardo, fue una conversación larga, larguísima, acompañados por Patricia Miranda, sobre todo y lo demás: desde las series de televisión gringas hasta el clima, almorzando lentamente, siguiendo sus recomendaciones, tomando dos y más cafés, andando por las calles de la Candelaria, mientras atardecía y llegaba la hora de emprender el camino al aeropuerto y decirle antes de entrar a inmigración: «Adiós, Gioconda…muchas gracias…fue un placer estar contigo» y que ella nos diga: «Gracias, Álvaro, nunca me habían hecho una entrevista como la tuya: un recorrido por mis lecturas y mi vida». Y lo que es mejor: sin grabadora. Lo otro está en el corazón. Me queda también su paraguas negro con puntos rojos, se lo guardé en mi mochila y no lo devolví.

Alvaro Castillo Granada.

Santafé de Bogotá, Mayo de 2005.