Cortesías

Una historia increíble

En verdad no lo podía creer. Había encontrado ese papelito muy cerca de la librería El Andariego, justo en el rincón de una acera que estaba marcada con las letras amarillas: AME y una X, como si en poco tiempo esta seña indicara una reparación. Faltó poco para no saber nunca lo que decía ese papelito y todo lo que vendría después porque la hojita roja plegada dos veces estaba en el límite de una alcantarilla y con la más mínima fuerza del viento hubiera caído por siempre en el abismo hasta deshacerse con el agua y la mugre. Por fortuna era verano y una ausencia de vientos daba la impresión de que la gente caminaba como en cámara lenta, ni siquiera los trajes se movían, al contrarío, parecían aferrados a los cuerpos como si se hubieran derretido en ellos. Lo cogí como a lo largo de muchos años he cogido papelitos sueltos en la calle buscando siempre infidencias, números ocultos que me hagan acertar en la lotería (que nunca juego pero siempre guardo la esperanza de hacerlo algún día), recetas que hayan sido aplicadas para enamorar, secretos de vidas que desconozco, poemas de suicidas, inventarios, etc. Lo cogí porque me llamó la atención su color rojo y porque estaba al frente de mi camino y un color como ese es imposible no verlo.

Acerca de la felicidad

En Junio de 2011, Vicente Durán Casas, sacerdote jesuita y vicerrector académico de la Universidad Javeriana, fue invitado por las autoridades del Colegio Tilatá de Bogotá para que pronunciara algunas palabras a los estudiantes que se graduarían ese año de bachilleres. Hace unas semanas, Vicente compartió conmigo ese discurso que yo considero más que eso: una reflexión bella y muy adecuada no sólo para unos muchachos que se están graduando y empiezan a buscar qué camino seguir, sino para cualquiera que quiera pensar en la felicidad, desde la filosofía. ¡Gracias, Vicente, por permitirme publicar este texto en mi página!

 Acerca de la felicidad*

 

Cuando recibí la amable y generosa invitación que me hizo Maria Isabel  para que fuera yo quien dijera unas palabras a los bachilleres y a sus familias en este acto de graduación, me sentí inmerecidamente agradecido y honrado. Acepté por la amistad que me une a Maria Isabel y a este querido colegio, pero tengo que reconocer que luego me asaltó un sentimiento de inquietud e inseguridad: ¿Qué podía yo, profesor de filosofía, sacerdote, vicerrector de la Universidad Javeriana, decir a un distinguido grupo de jóvenes estudiantes que terminan su bachillerato y se disponen a continuar su proceso formativo a través de diferentes opciones de vida? No me gusta dar consejos cuando no me los han pedido, y lo que hoy se me ha solicitado no es precisamente que dé consejos, sino que haga alguna reflexión con ustedes a propósito del momento que viven en el momento en que reciben su grado de bachilleres.

Tres observaciones de Aspasia Segunda

El librero del barrio

“¡Se cooooooooooooooooompran libros usaaaaaaaaaadooooos!”. Se oye gritar a dos cuadras al hombre que arrastra un canasto viejo y chillón de varillas torcidas y ruedas desgastadas por el roce constante contra el pavimento de las calles. Lleva un tarro de agua de panela amarrado al canasto y una cachucha improvisada con un cartón al que le hizo un hueco en la mitad para meter su cabeza y protegerse del Sol.

A propósito de Rosario Tijeras: «Ser o parecer: esa es la cuestión»

rosario tijeras la serie

En esta ocasión le cedo este espacio a Camilo Jiménez, quien fue editor de la prestigiosa revista El Malpensante, es docente de la Universidad Javeriana y autor del excelente blog literario El ojo en la paja. Camilo me envió la columna que reproduzco a continuación; la escribió a raíz del (ridículo) debate que se dio en Medellín por la imagen supuestamente errónea que la telenovela Rosario Tijeras estaría transmitiendo de la ciudad. No sobra decir que suscribo totalmente a lo que aquí plantea Camilo, y con él los dejo, no sin antes agradecerle por su generosidad al permitirme publicar su artículo en este espacio. Y muy especialmente quiero agradecer y saludar al equipo del mensuario de Medellín «Universo Centro«, quienes publican originalmente el artículo de Camilo.

El olvido que purifica, la memoria que elige

Por: Héctor Abad Faciolince


1.

Cuando uno sufre de esa forma tan peculiar de la brutalidad que es la mala memoria, el pasado tiene una consistencia casi tan irreal como el futuro. Cuando miro hacia atrás y trato de recordar los hechos que he vivido, los pasos que me han traído hoy hasta aquí, nunca estoy completamente seguro de si estoy rememorando o inventando. Cuando vivimos las cosas, en ese tiempo «durante» que llamamos presente, con ese peso devastador que tiene la realidad inmediata, todo parece trivial y consistente y duro como una mesa o un taburete; en cambio, cuando pasa el tiempo, las patas de ese taburete se rompen o se pierden, el asiento se dobla, el espaldar se deforma, el respaldo es devorado por el comején, y las cosas terminan siendo tan irreales como ese objeto definido una vez maravillosamente por Lichtenberg: «Un cuchillo sin hoja al que le falta el mango». ¿Qué objeto es ese? Un objeto que puede existir tan solo en las palabras, una cosa que no se puede mostrar, pero una cosa que ustedes pueden ver si se los digo: «Un cuchillo sin hoja al que le falta el mango». Eso es el pasado casi siempre, algo que ya no es y de lo cual solo nos queda el rastro de las palabras.

9 de Abril de 1948

Por: Hernando Jimenez

Ese viernes estaba previsto que almorzáramos todos, incluyendo a mi papá, en la casa de la calle 70. Teresa, ya graduada del Colegio de La Merced, tenía un trabajo en la perfumería de Isabelita Argáez, esposa de uno de los de la cofradía del aguardiente, en el Centro. Elisa le ayudaba a Eugenita Núñez en Caperucita, un lindísimo almacén de ropa para niño, que Eugenita había abierto en Chapinero. Helena, venía a mitad de camino en el bus del Colegio de las Terciarias, cerca al apartamento vecino a la vieja de los globos. Mi papá puso el radio, un Philco con botones de baquelita protegido por una de las carpetas tejidas por Elvira. Álvaro llegó con su maleta y la dejó en la sala, sobre una de las silletas Luis Algo. Eran la una y treinta del nueve de abril de 1948. Mi hermano José Francisco hacía tiempos había llegado de la Marina y se había instalado con una mujer mayor que él, compañera de trabajo en la Cervecería. Vivían juntos. Carlos, que hacía el papel de hermano mayor, ya tenía novia y luego sería el primero en casarse con Lucía Romero, una encantadora jovencita del más puro carácter chapineruno. Los locutores hablaban de algo terrible. Acaba de conocerse la noticia del asesinato de Gaitán. La descripción de los incendios, el saqueo, la muerte y el terror que azotaban a Bogotá eran narrados en un estilo que Leopardi llamó la afanosa grandiosidad española, del cual los locutores ya no se liberarían jamás. Instaban al pueblo a armarse de machetes en las ferreterías y propugnaban desde los micrófonos el robo, la destrucción y la venganza. La vehemencia pasaría a convertirse en un fin en sí mismo y el énfasis aplicado a todo cuanto existe canceló para siempre la posibilidad de asombro. Mi mamá salió de la cocina transfigurada de espanto. La muerte de Gaitán atacaba sus fibras más íntimas de liberal de cepa. La política, en su sentido más profundo de relación con los semejantes era la convicción más definida de su carácter. Mi madre era un ser político. La inmolación del caudillo representaba, a la luz de su pura intuición femenina, el último intento para la liberación de un pueblo martirizado por los atavismos retardatarios que su abuelo había contribuído a erradicar. Si hubiera nacido unos años después, seguramente se habría destacado en la política como una líder tallada como esmeralda. La rabia sólo fue controlada por el llamado de su afán de madre que le hizo preguntarse por la suerte que estuviesen corriendo sus hijos. A Teresa la trajeron en una volqueta cargada de leña, pero la dejaron botada a la altura de Teusaquillo cuando la chusma los detuvo para usar los garrotes como armas de guerra. Eugenita nos hizo saber que se llevaría a Elisa para su casa, pero eso no impidió que mi papá, arriesgándose a que los cogiera el toque de queda se fuera con Carlos y Álvaro, ya entrada la noche, hasta las empinadas cuestas del Bosque Calderón a emprender el rescate. Helena llegó sana y salva en el bus del colegio y José Francisco se dio trazas para enviar noticias de que estaba resguardado de las balas en la cama de su amante. La noche trajo consigo un sentimiento irremediable de desolación y despojo. Como si el mismo Dante hubiera escrito de su puño el mensaje aterrador en letras de fuego sobre las ruinas ensangrentadas, quedó lacrado el aquí termina toda esperanza, anatema que se sigue cumpliendo.

La inalcanzable amnistía para la lengua española

Por Carlos Seror

www.rickymango.blogspot.com

En 1834, después de 356 años de humillación colectiva, España se deshizo por fin formalmente de la Inquisición. Durante todos esos años, la Reforma protestante, la Ilustración, las grandes revoluciones y transformaciones de Europa habían ido aconteciendo al margen de nosotros, casi sin dejar traza. La postración intelectual en que quedaba el país duraría aún prácticamente un siglo y, aun así, muchos de sus efectos perviven todavía en nuestra forma de ser.

En comparación con muchos otros países de Europa, una larga ausencia de tradición en el pensamiento científico ‑o, a un nivel más simple, en el razonamiento objetivo y riguroso‑ ha dejado entre nosotros una huella difícil de borrar en pocos años. Mucho es, sin duda, lo que se ha andado, pero en cuanto a mentalidad queda también mucho por hacer. En particular, la polémica sobre qué significa y quién sabe o no hablar correcta o incorrectamente recuerda inquietantemente la perpetua batalla metafísica sobre la interpretación «verdadera» de la Biblia por los pontífices de unos y otros bandos.

Así, mientras los iluminados discuten si galgos o podencos, en la vida real la situación del español ‑una lengua europea con más de 300 millones de hablantes en todo el mundo‑ es prácticamente la de un idioma minusválido. Cada día que pasa, el diccionario de uso de María Moliner pierde más vigencia. No existe todavía un buen diccionario inglés-español para uso de los profesionales. En el ámbito científico y técnico, el español renquea mientras el inglés vuela. Y diariamente, en entrevistas de radio o televisión, individuos interpelados al azar balbucean a duras penas cuatro frases hechas ante preguntas ‑por añadidura‑ rara vez enjundiosas.

Valentí Puig: Acerca del dolor

En unos meses el periodista y escritor mallorquí Valentí Puig, publicará el ensayo “La Casa Eterna”. En exclusiva, un fragmento de adelanto.

Por cada victoria del hombre contra el dolor, millones de vía crucis sin orden sacro ni esperanza accesible. A veces se abren las puertas de la fe, unas puertas enormes que requieren cada vez el esfuerzo de batallones de guerreros, forzando los goznes que chirrían, abriendo poco a poco la puerta del castillo. La constatación de que el hombre no ha sido nunca capaz de calcular —y mucho menos prever— su potencial negativo, entra en estado de paradoja con el estupor ante la sospecha de que un creador todopoderoso, una divinidad que genera y no gestiona, pueda mantener la presencia del dolor del mundo. Entenderíamos más bien que el mundo esté mal hecho y, en consecuencia, que exista el mal; un mal abstracto, moral, que no la continuidad genética del sufrimiento físico, del dolor que resquebraja y prolifera. ¿Y si fuera cierto que el sufrimiento es redentor, una fuerza que obtiene el espíritu individual y trasciende hacia los demás y mucho más allá? Nada que ver con el lodo histórico, sino con la gloria. Existe una culpa que es como un polen maligno que destruye las vegetaciones de menor resistencia y se lo lleva todo por delante, dejando un paisaje de troncos pelados y ramas sin hojas. Es una culpa sin origen personal, innominada, sin identificación fiscal.

Es muy peculiar la confrontación que representan el dolor y la sensualidad: ni el destino ni el deseo mitigan el choque entre la carne lacerada y los ciclos concupiscentes, del mismo modo que padecemos y morimos en el mismo lecho donde hemos hecho el amor o, sencillamente, copulado. La misma cama en la que nacimos puede ser el lecho de muerte, tras años de vida sensual, de combinar cuerpos, presencias, insomnios y enfermedades. La misma cama, recibiendo la misma luz de la calle, sin variar ni un centímetro la orientación nordeste según la brújula, la misma materia de sueños o supersticiones, el mismo intríngulis de intereses y pasiones.

Tanto dolor solo puede relacionarse con la recurrencia de la imperfección soberana, destructiva, aniquiladora. No existe ninguna edad idónea para el dolor y el sufrimiento. Tener sesenta años es hoy una razón para dedicarse al golf, practicar natación o fumarse un habano los domingos, en el fútbol. Del mismo modo, no aceptaríamos que el dolor posea un significado sagrado porque no aceptamos ningún precio feudal, ni trueque alguno. Las células del mal negro buscan nuevas rutas, bajan por los pedregales y superan líneas Maginot bajo todo el fuego de artillería. La humanidad va y viene por templos, clínicas y tanatorios que conocen al detalle la embriaguez del dolor hasta la concreción física, el sufrimiento del alma hecha soma, pérdida irreparable que, instituida como ausencia, encanece una cabellera o mina la consistencia de un sistema nervioso. Es un territorio que corresponde a dioses barrocos y sentenciosos, tan lejos de la idea de amor como de la perfección pastoral