Cuaderno

Esa manía de la escritura a mano y de apuntarlo todo en cuadernos.
Notas propias y algunas prestadas.

La raza y la razón

En la historia del pensamiento filosófico la razón ha estado teñida de racismo. En el siglo XX, un filósofo africano, especialista en filosofía postcolonial, teoría social crítica y filosofía europea y africana, se encargó de investigar y entender el verdadero color de la razón a lo largo del tiempo y sin duda su mejor investigación fue la realizada en torno a Kant.

Empecemos por las presentaciones: el filósofo se llama Emmanuel Chukwudi Eze, nació en Agbokete, Nigeria. Sus padres eran católicos y él se educó en un colegio jesuita. Posteriormente también estudió en Nigeria, Zaire (República Democrática del Congo), Benin City y en las Universidades de Fordham y Bucknell. En el año 2000 se trasladó a Chicago y allí fue profesor asociado de la Universidad de DePaul.

Una soledad demasiado ruidosa

Haňt’a lleva treinta y cinco años prensando papel viejo y esta es su love story. Haňt’a lleva treinta y cinco años prensando papel viejo y lo hace en un sótano frío, oscuro, escapándose para beber cerveza y descansar un poco en la barra de un bar, pero sobre todo, deteniéndose cuidadosamente a seleccionar los miles de libros que se cuelan entre las toneladas de papel viejo que caen en su sótano y que lo convierten en un hombre culto a pesar de sí mismo. Haňt’a es el narrador y protagonista de Una soledad demasiado ruidosa y es sin duda uno de los personajes literarios más bellos y mejor creados de la literatura. Su culpable es el escritor checo Bohumil Hrabal y esta historia desborda sencillez, además de ser un homenaje al oficio de leer.

Haňt’a es un lector voraz, atento, vivaz y su vida transcurre en las profundidades de un sótano en donde es operario de una prensa. A pesar de que desarrolla su oficio entre ratas, suciedad y las reprimendas de su jefe, Haňt’a se considera afortunado y durante treinta y cinco años no ha pensado ni por un instante dejar de ser operario de esa prensa. Él sabe que la palabra progreso implica ciertos convencionalismos y lo reconoce: «Hace treinta y cinco años que prenso papel viejo y sé perfectamente que para salir del paso necesitaría un título universitario en clásicas, además de haber pasado por un seminario». Sí. Tal vez. Pero los libros son la verdadera vida para Haňt’a y aunque lo normal sería ir en busca de ellos a una biblioteca o a una librería, en el caso de Haňt’a son las toneladas de papel viejo que caen en su sótano las que lo proveen de preciosas joyas. La prensa, entonces, es para Haňt’a lo que para Borges es la biblioteca: el universo, la felicidad.

Haňt’a se convierte con el correr de la historia en un personaje adorable. No tiene grandes pretensiones, pero la sabiduría que ha ido moldeando con sus lecturas es aún mayor que las toneladas diarias de papel que prensa. La vida en lo oscuro y frío de un sótano, o el hecho de beber la cerveza aún con la suciedad del trabajo encima, o conocer el amor en la ingenuidad y pobreza dulce de una gitana, desplegaron lo más humilde de su carácter. Su visión de la vida y de la sociedad desde el subsuelo, desde lo bajo, es la gran apuesta estilística y crítica de Hrabal. Cuando Haňt’a se sentía infeliz con su trabajo o muy cansado, se tomaba la licencia (reprimendas de su jefe de por medio) de recorrer a quienes consideraba sus colegas y hermanos, los trabajadores del subsuelo. Salía de su propio subsuelo para observar otros subsuelos que no eran mejores que el suyo y entonces iba a visitar a sus mejores amigos, los chicos de las calderas y los que limpian las cloacas, todos ellos profesionales universitarios que también ven, como Haňt’a, la sociedad de Praga desde abajo. Hrabal asesta el mensaje: en el excremento y los desechos de las alcantarillas, los amigos de Haňt’a pueden saberlo todo sobre la ciudad. En la suciedad y penurias de un sótano que tiene una prensa de papel viejo, un hombre descubre el mundo y la felicidad en los libros y la lectura atenta.

Para resaltar la riqueza del pensamiento de Haňt’a, Hrabal recurre al uso de metáforas impresionantes, deslizadas con una sutileza encantadora en la narración. Que Haňt’a se decida en cierto momento a «embellecer» las toneladas de papel viejo prensado con obras de arte de Gauguin y las disponga de tal forma que el resultado final se transforme en belleza y color, es una metáfora de la fe en el arte y su capacidad de transformación. Y cuando la prensa se llena de papel viejo proveniente del matadero, papel sangriento, asqueroso, lleno de moscas, Haňt’a coloca el Ecce Homo de Nietzche para que «la palabra se hiciera carne sangrienta».

A pesar de toda la adversidad, de saberse casi un par de lo ratones que aplasta con su prensa, a pesar de esa soledad demasiado ruidosa de su subsuelo, Haňt’a dice que sonríe, «porque tengo la cartera llena de libros de los cuales espero que por la noche me expliquen algo sobre mí mismo, algo que todavía desconozco».


 

Jineteras: Heridas de muerte por Cuba

(Jineteras, Amir Valle, Bogotá, Editorial Planeta Colombiana, 2006)

Primeros datos para reflejar una idea sobre esta obra:

El escritor cubano Amir Valle entrevistó aproximadamente a 125 jineteras, 32 proxenetas, 15 dueños de casas de alquiler, 3 dueños de burdeles, 2 dueños de casas de juegos, 14 dueños de casas para shows de travestismo, 9 travestis, 6 taxistas particulares, 4 gerentes de hotel, y 27 personas de diferentes oficios y profesiones

¿El resultado?

El trabajo periodístico más exhaustivo sobre el fenómeno social de la prostitución en Cuba y el acercamiento más respetuoso y profesional a sus protagonistas: las Jineteras.

Perfil:

Ellas son negritas, indiecitas o rubitas, pueden tener 13 años o 30, lo hacen con cubanos o con yumas (extranjeros), lo hacen por devoción o por obligación. Son profesionales con capacidades insuperables, conocimientos de idiomas y mucha cultura o simplemente jovencitas que dejaron la escuela porque allí no había futuro. Están las que ganan grandes cantidades y las que con suerte viven de eso. Están las que se van a la yuma (el extranjero) y logran conseguir nuevas vidas lejos de ese oficio y están las que se mueren de sida o son asesinadas a manos de sus chulos (proxenetas).

La competencia:

Pisando los talones al jineterismo ejercido por las mujeres, se encuentra el jineterismo homosexual, una variante bastante apetecida por los turistas y por lo tanto muy bien aprovechada por los mercaderes del sexo.

La breve y maravillosa vida de Óscar Wao

Junot Díaz es el segundo autor de origen latino que gana el premio Pulitzer de ficción. El primero fue Óscar Hijuelos, con su maravillosa novela «The mambo Kings play songs of love».

Ahora bien, he escrito intencionalmente el comienzo de este artículo con esta frase que ya es cliché en este año 2008 para presentar a Junot Díaz (como fue desde 1990, y durante 18 años, un cliché llamar a Hijuelos el-único-latino-writer-que-ha-ganado-el-Pulitzer) porque me llama mucho la atención ese gusto, sobre todo de los periodistas, por recalcar la condición de LA-TI-NO de Junot Díaz y en general de cuanto artista y cantante que medianamente triunfa en Estados Unidos. Y no se trata de sentir vergüenza de este accidente que es haber nacido en algún país de Latinoamérica, por el contrario, hablo de que, precisamente por no sentir vergüenza, es que no se hace necesario remarcar cada dos por tres que Fulano-de-tal, además de sus talentos, tiene la providencia de ser un LA-TI-NO. Alguna vez un amigo me comentó que esto sucede, no para remarcar la condición de latinos de quienes cosechan premios, éxitos y fama en Estados Unidos, sino para subrayar que al latino siempre le queda más empinada la cuesta y por tanto su lucha es mayor. Me pareció válido este comentario, pero no sé hasta qué punto vamos a anudar, por ese lado, la cuerda de la inmigración. Por supuesto, no soy ajena al tema y tengo claro que la inmigración dentro de Latinoamérica, con todos lo que esta pueda conllevar, no tiene ni mediana comparación con los la que emprenden quienes levantan su vuelo hasta el otro lado del Río Grande o, no menor, hasta el otro lado del charco (dígase: Europa). Sin embargo, lo que me interesa de la literatura escrita por inmigrantes, siempre impregnada de esa sensación de incomodidad, de desarraigo, de inadaptación, es precisamente todo esto que acabo de mencionar y no la condición de latino del autor que con tan sólo decirlo, parece otorgarle un aura especial. Como si ser latino en Estados Unidos ya fuese, por sí solo, motivo suficiente para acercarse a la obra.

Galería

Al entrar en la Facultad, atravieso cortinas de papel que van del techo al piso, rojas, azules y blancas, de los más diversos espesores y sobre mi cabeza penden acusaciones, reclamos, consignas, amenazas y exigencias. Y unos ojos de hombres que tan vivos como yo, y tan contemporáneos a mí, se niegan a pisar el piso que pisamos todos.

En el descanso de las escaleras y con las manos entre los bolsillos, Mao me dice Buenos días, pero no me mira a mí, sino que parece estar perdido en una ensoñación: allá en un horizonte comunista mejor. Y a su lado, un represor se esconde entre barrotes de plumón rojo.

Por el pasillo, el primer Che me ve cansado y ni me saluda ya. El segundo me ofrece tabaco, pero lo rechazo. El tercero está en la misma ensoñación de Mao, pero tan perdido que prefiero no molestarlo. El cuarto me reclama algo con lo que yo nada tengo que ver, y el último me abraza de sorpresa, atrevido, solamente porque cree tener el derecho de interponerse, entre mi distracción y yo, en forma de cortina de papel rojo. Rechazo su abrazo y también los Buenos días casi descarados de Lenin y de Stalin.

Huracán

Por Carlos Seror

 

El botones depositó las maletas en el suelo. Para ahorrarle las explicaciones de rutina, el inspector Yukka le dio tres dólares y lo acompañó hasta la puerta. Estaba impaciente por asomarse a la ventana.

 

Y no sólo para vigilar a su hombre, como era su misión. Nunca había estado en un hotel tan lujoso. Ni remotamente. Ante sus ojos, jardines entreverados de palmeras exhalaban perfumes tropicales, y alrededor de la piscina central las mujeres más bellas del mundo bebían daikiri con una pajita o, simplemente, leían tumbadas en top-less, aguardando a que el mar se calmara para festejar algo en el yate.

 

Con el tiempo fue descubriendo que casi todas aquellas mujeres pertenecían a Dos Santos. Simplemente, las compraba. Los envíos semanales, que le llegaban puntualmente en un maletín, daban de sobra para pagar todos sus lujos y los de aquellas bellezas de cine que se dejaban invitar a todo.

 

Excepto una: la pelirroja de melena leonada. Todos los intentos de Dos Santos por conquistarla habían fracasado. Era también la única que no usaba top-less. Como no conocía su nombre, decidió llamarla Windy. Dos Santos no parecía contrariado. Tenía otras mujeres. Además, cada viernes la llegada del maletín borraba todas sus preocupaciones. Los viernes eran el día de las orgías en el jacuzzi y de las grandes barbacoas.

 

Sólo que aquel viernes, Yukka lo sabía, iba a ser el último. Sentado bajo una sombrilla de paja, miraba melancólicamente los cabellos de Windy, en la mesa contigua a la suya, agitados por el fuerte viento que venía del océano. Entre tanto, el correo, un oriental atildado con un pequeño diamante en la corbata, hizo una leve reverencia, dejó el maletín en una silla y se sentó junto a Dos Santos. Ninguno de ellos dos sospechaba nada, pero a la semana siguiente toda la policía de Los Ángeles ocuparía discretamente el hotel y desarticularía la trama.

 

El oriental dejó el martini a medias y se despidió. El viento había arreciado, y algunas sombrillas empezaron a volar. Entonces, inesperadamente, Windy volvió el rostro hacia Yukka y dijo: «Mal día para contar billetes». Y le sonrió.

 

Esa noche, cuando acudió al restaurante para cenar con él, Windy estaba deslumbrante. A los postres, ella y él intercambiaban ocurrencias divertidas y reían con ganas. Decidieron rematar la noche en el casino. Una buena racha en la ruleta, y se fugarían a Hawaii, bromearon.

 

No ganaron mucho. El casino estaba menos concurrido de lo habitual. En la radio habían emitido un aviso de huracán, les dijo el croupier en un aparte. Pero ni ella ni él prestaron atención. ¿A quién podía preocuparle un huracán? Un huracán era el deseo que los poseía, las miradas de fuego con que, de regreso al hotel, en la penumbra suave de la limusina, jugaron a desnudarse antes de abandonarse a un beso furioso.

 

Desayunaron con champagne, y contrataron otra limusina para ir de tiendas a Sunset Boulevard. A la hora del almuerzo, el dinero de la ruleta se había terminado. El restaurante de Santa Monica aceptó la tarjeta de crédito de Yukka, pero el lunes por la mañana, en una joyería donde Windy acababa de escoger una diadema, el empleado le devolvió la tarjeta y denegó con la cabeza. Yukka encargó que se la reservaran para el día siguiente. Windy, aparentemente distraída, fingía no oír nada.

 

Esa noche, cuando sus cuerpos se separaron exhaustos, Yukka sintió en su espalda, por primera vez, unos surcos ardientes marcados por las uñas de Windy. Entre la vigilia y el sueño, concibió un plan. Sabía exactamente dónde guardaba Dos Santos su maletín. No le sería difícil apoderarse de él. Si calculaba bien el momento, el caos provocado por el huracán les daría tiempo suficiente para huir.

 

Todo sucedió en un solo día. A media mañana recibieron instrucciones de evacuar el hotel. Cuando Dos Santos descubrió que su maletín había desaparecido, las primeras ráfagas del huracán descuajaban ya árboles en las afueras de Long Beach. El cielo se veía plomizo, y empezaba a llover. Pero para entonces Yukka y Windy, en un descapotable blanco, estaban ya en San Diego. Para no atravesar la frontera, alquilaron una avioneta. Volarían hasta la Baja California, y harían el amor en el avión, dijo Windy. Yukka la miró. Ella misma podía pilotarlo, añadió. Había sido piloto en una compañía aérea escandinava.

 

Despegaron antes de ponerse el sol. Dejaron atrás Tijuana y, sin esperar más, en el suelo, hicieron el amor. Cuando Windy regresó a la cabina, la avioneta volaba sin rumbo sobre el Pacífico. La tempestad los había desviado de su camino, y el combustible se agotaba. Avistaron una isla diminuta, poblada de palmeras peinadas por el vendaval, y consiguieron a duras penas aterrizar en la playa.

 

A la mañana siguiente se calmó el viento. Salieron de la pequeña gruta donde se habían refugiado y acudieron a la playa. La avioneta, que había sido arrastrada por la marea, estaba semihundida en el mar, a unos cien metros de la orilla.

 

Yukka se sentó, y miró el maletín repleto de dólares. Estaban juntos, sí. Pero los teléfonos móviles no funcionaban, y la isla estaba desierta.

 

Tenían ante sí aquella larga eternidad que con tanta vehemencia se habían prometido.