El olvido que purifica, la memoria que elige

Por: Héctor Abad Faciolince


1.

Cuando uno sufre de esa forma tan peculiar de la brutalidad que es la mala memoria, el pasado tiene una consistencia casi tan irreal como el futuro. Cuando miro hacia atrás y trato de recordar los hechos que he vivido, los pasos que me han traído hoy hasta aquí, nunca estoy completamente seguro de si estoy rememorando o inventando. Cuando vivimos las cosas, en ese tiempo «durante» que llamamos presente, con ese peso devastador que tiene la realidad inmediata, todo parece trivial y consistente y duro como una mesa o un taburete; en cambio, cuando pasa el tiempo, las patas de ese taburete se rompen o se pierden, el asiento se dobla, el espaldar se deforma, el respaldo es devorado por el comején, y las cosas terminan siendo tan irreales como ese objeto definido una vez maravillosamente por Lichtenberg: «Un cuchillo sin hoja al que le falta el mango». ¿Qué objeto es ese? Un objeto que puede existir tan solo en las palabras, una cosa que no se puede mostrar, pero una cosa que ustedes pueden ver si se los digo: «Un cuchillo sin hoja al que le falta el mango». Eso es el pasado casi siempre, algo que ya no es y de lo cual solo nos queda el rastro de las palabras.

Voy a empezar por un recuerdo de hace once años, un recuerdo sobre la destrucción de los libros, que después, apenas después de más de un decenio, me doy cuenta de que tiene, al menos para mí, mucha importancia y algo así como un valor simbólico de las cosas que desaparecen y solamente se pueden evocar hablando, de la caducidad y de la paradójica persistencia. A lo mejor algunos de ustedes lo recuerden personalmente, o tal vez lo recuerden porque alguien alguna vez se lo contó, o los que no se acuerden tal vez puedan inventarse, a partir de hoy, un recuerdo de ese pasado.

Ocurrió en una Feria del Libro de Medellín, a las diez horas y diez minutos de la noche. De repente, sin ton ni son, hace once años, se desplomaron en un segundo, durante un aguacero de esos que se desatan solamente en el trópico, varias toneladas de armazón de metal y de hormigón del techo del palacio de Exposiciones de Medellín. Los expositores acabábamos de salir y aquellos que estaban todavía esperando un bus debajo de los árboles o de los paraguas, oyeron el estruendo del infierno y vieron desplomarse la monumental estructura metálica del techo con un estrépito de bombardeo aliado sobre Dresde. La gran azotea se había vuelto cóncava con los años y con la lluvia se había formado una inmensa piscina. La estructura no pudo con el peso del agua, y se vino al suelo.

Debajo, por milagro, no hubo ni una víctima de carne y hueso, y aunque todos esa noche tuvimos pesadillas de amasijos de sangre y vísceras con varillas de metal y con papel impreso, las únicas víctimas reales fueron los cientos de miles de libros de todos los que teníamos allí un cubículo para exponerlos. Agua, metal, polvo y barro hicieron una de las peores, si no la peor destrucción masiva de libros de la historia de Colombia. Los que hasta hacía diez minutos estábamos tratando de vender esos mismos libros nos mirábamos y nos tocábamos incrédulos el cuerpo intacto.

En esos días yo trabajaba como empleado del escritor Andrés Hoyos, el director de El Malpensante, una persona que siempre ha sabido combinar la morosa escritura con las nerviosas empresas culturales. Por la noche pasamos por el campo de exterminio, pero sólo al amanecer del día siguiente pudimos darnos cuenta de las dimensiones del desastre: libros descuartizados por la estructura del techo, mesas y taburetes reducidos a astillas, cables de luz y de teléfonos como telarañas impidiendo el paso sobre el suelo, y todo flotando en un charco de agua sucia sobre la que seguía salpicando, ahora a la intemperie, una llovizna persistente. Encontrar el sitio donde quedaba el stand de la librería El Carnero (¿existió alguna vez una cosa que se llamaba la librería El Carnero, ese cuchillo sin hoja al que le falta el mango?), encontrarlo, fue casi imposible. Mauricio Pombo y yo miramos conmovidos el espectáculo de los libros destrozados por el peso del techo y por el agua, con los ojos tan encharcados como el piso, aunque no creo que por la tristeza de los libros perdidos, sino más bien por la alegría de no habernos muerto. Sabíamos que algún día teníamos que contar el cuento, y yo vengo a contarlo apenas ahora, once años después, por tratar de contestar a la pregunta que me he querido plantear para hoy, es decir, que si vale la pena contar pedazos de la propia vida, y qué relación tiene la vida con lo que se inventa.

Sigo recordando, o mejor, reinventando ese pasado más o menos remoto, porque ahora me parece que puedo sacar algo de esa historia. De la alcaldía nos llamaron a una reunión a las doce, y un abogado que se llamaba Chucho Vallejo y hoy es Embajador de este gobierno en la República de Chile, y de Chucho Vallejo pasó a llamarse Jesús Vallejo, nos dio un único consuelo: «Señores, del ahogado el sombrero, vayan y salven lo que puedan de lo que queda del siniestro (los abogados y las compañías aseguradoras le dicen siempre siniestro a los desastres), porque este pleito puede durar diez años y tal vez no lo ganen. Vayan, saquen lo que más puedan, del ahogado el sombrero.» Sombrero de ahogado se llamaba un bonito libro del poeta Jaime Jaramillo Escobar que estábamos vendiendo en esa feria. ¿Cuál sombrero de ahogado salvamos de aquel desastre Mauricio Pombo y yo, empleados de la Librería El Carnero? Un precioso Quijote de Ybarra que teníamos envuelto en plástico con burbujas y que por ahí debe andar, en una buena biblioteca. Unos manuales de confesores del siglo 17, en pergamino, salvados por la gloria del Altísimo, como se salva siempre el Corán en los incendios de las mezquitas; tomos sueltos de una biblioteca completa de primeras ediciones castellanas modernas comprada en Nueva York por Hoyos, y sobre todo una Biblia del Oso que Mauricio no dejaba en el stand por las noches de miedo a que se la robaran. Y ya: el resto fue una lista de libros con sus precios, manchados con sepia de barro, doblados con peso de escombros, sucios con agua de lluvia, que fuimos tirando con pala en canecas de plástico azules que nos suministraron para dejarlos en los depósitos del Centro de exposiciones, como evidencia y prueba de que el desastre había acabado con casi todo el fondo de El Carnero de Medellín.

Entre los libros malogrados había verdaderos tesoros bibliográficos, primeras ediciones de García Lorca y de García Márquez, colecciones rarísimas de revistas, encuadernaciones españolas antiguas. Pero de los libros perdidos los que más me dolieron fueron unos cuantos centenares de tomitos azules, publicados por una editorial inexistente. Me dolieron porque no eran de El Carnero, sino míos, y en ellos una persona había invertido buena parte de sus ahorros. En la tapa de estos libros se veía un antiguo pez de los mares abisales de Madagascar, un Celacanto. Esta era la lámina más escasa del Album de Chocolatinas Jet. * Estos celacantos pintados nadaban sobre los charcos del palacio de exposiciones.

Resulta que después de haber solicitado en siete editoriales colombianas que me publicaran un librito que se llamaba Tratado de culinaria para mujeres tristes, cansado de recibir corteses o irónicas cartas de rechazo, mi novia, Ana Vélez, había decidido publicarlo con la plata de su propio bolsillo. * Y cientos de ejemplares de ese librito publicado artesanalmente con tanto esfuerzo, se habían perdido. Si no todos se perdieron fue porque yo tenía una amiga en Bogotá, Sonia Cárdenas, y a ella le había mandado parte de la edición porque el libro le gustaba y ella se lo quiso vender, personalmente y uno por uno, a un montón de amigas suyas.

El pleito, como anunció Chucho Vallejo, nunca lo ganamos. Muchos años después un señor al que le decían Lupe, pero que obedecía al nombre de Luis Pérez porque era el alcalde de Medellín, volvió a reunir a los libreros damnificados en aquel desastre y nos mandó decir con un mensajero: «Les vamos a pagar la mitad de lo que ustedes pidieron en las reclamaciones: lo toman o lo dejan.» Del ahogado el sombrero, recordamos, y después de firmar que no reclamaríamos nada nunca más, recibimos la mitad del valor de los libros perdidos. Así se resuelven las irresponsabilidades públicas en este país.

Lo mejor es que nos dejaron volver, años después, a los sótanos del Palacio de Exposiciones, para que nos lleváramos los restos embodegados del desastre. El sótano olía a humedad y estaba oscuro como un sarcófago. Ahí seguían las canecas azules de plástico donde habíamos echado los libros con palas. Cuando las abrimos brotó un vaho hediondo, hongos gigantescos, mohos de olor venenoso, líquenes, musgos, una argamasa mefítica, y de los libros ni rastro. Ese osario de libros se lo llevaron los camiones de la basura y de ellos no queda otra cosa que las palabras con que lo estoy contando.

Lo horrible del pasado, y también lo bonito del pasado es que uno lo vive, o a veces, más bien, lo sobrevive. Después deja que pase el tiempo y algo se decanta. No quedan recuerdos nítidos sino que queda el alcaloide decantado de una historia lejana. Quedan las pocas imágenes que el olvido no devora y entonces uno cuenta el cuento con los restos. Y si a ese cuento uno no sobrevive, si uno perece mientras vive el cuento, como pudo haber pasado y solo por azar no pasó, la única esperanza es tener un hijo o un amigo que nos sobreviva, reviva el acontecimiento en su memoria, y lo cuente. ¿Para qué? Después les digo para qué.

¿Y lo que me queda de esta historia? Que no siempre de la calamidad nace el dolor: con esa firme obstinación que tienen algunas mujeres, mi novia volvió a editar el libro, Sonia Cárdenas volvió a venderlo, Pilar Reyes lo leyó, y la única editorial a la que yo no lo había propuesto, Alfaguara, que era la más prestigiosa, lo quiso publicar sin que yo se lo pidiera.

2.
«Escribir sería muy fácil -dice Clarice Lispector- si no hubiera que emplear palabras para hacerlo.» Aspiramos a traducir la vida viva, la vida mojada de lluvia y caliente del sol, la vida de las caricias y los gestos, la vida elemental en que se camina, se copula, se come y se llora, a estos signos que duplican el habla, y que son signos de signos (decía Umberto Eco), pues ya el habla es una traducción sonora del recuerdo, de las sensaciones, de la imaginación y de los pensamientos.

Le decimos «realismo» a ese tipo de ficción que copia la vida tal como es, o tal como creemos que es. Y le decimos fantasía, o surrealismo, o realismo mágico, a ese tipo de escritura que mediante las palabras capta y transmite lo inusual, lo imposible, lo altamente improbable. Nadie en la realidad se pasa a vivir al otro lado del espejo, o se mete por un armario y sale a un campo florido de primavera. En las palabras o en el cine esto puede ocurrir. El cine era mejor que la vida, es el hermoso título de una novela que ocurre en Medellín (de Juan Diego Mejía). A veces el cine, y los libros, son mejores que la vida. Pero en general el cine y los libros nos gustan porque se parecen a lo mejor o a lo peor de la vida, sin el inconveniente de tenerlo que vivir con toda la intensidad, la alegría, el dolor y la impaciencia de la primera persona.
Me gusta leer y escribir, pero me gusta más vivir. La vida es mejor que los libros leídos y que los libros escritos. Aunque me gustan los besos leídos y los besos vistos, me gustan más los besos dados. Y aunque no me gusten más las muertes vividas que las muertes vistas en cine, puedo decir que las muertes presenciadas en vida son más intensas que las del cine y también más horribles.

El problema, sin embargo, es que la vida es a veces muy lenta, quiero decir, la vida durante, la vida en presente, tiene muchos momentos muertos. La vida tal cual es, filmada, en proporción temporal uno a uno, produce una película mucho más lenta que esas películas a las que llamamos lentas, lentas hasta la exasperación. Hay partes de la vida que son como un viaje en avión por la noche, de Buenos Aires a París, 14 horas vacías. Yo no quiero ver la película de mis 14 horas de avión dormitando, comiendo mala comida, tratando de estirar las piernas que no caben en la fila de asientos, oyendo una y otra vez el mismo vals de Strauss o de Tchaikovsky, y oliendo ese mismo olor a pedo enlatado que tienen los aviones transoceánicos. O peor, la conversación del vecino de avión, que es como leer en cámara lenta el Diccionario de lugares comunes de Flaubert: «Ya no hay valores; la familia es la base de la sociedad; la juventud se ha vuelto muy grosera; las mujeres morenas son ardientes; ya verá que en París el tiempo es bueno…» La antología infinita de las frases perpetuas de los bienpensantes.

En cambio, si en ese avión leo La educación sentimental, para seguir en Flaubert, o veo una buena película, La vida de los otros, el tiempo se adelgaza, las horas muertas se vuelven soportables, vuelan, y me paso a vivir, con el auxilio de un buen escritor o de un buen director de cine, dentro de mi cerebro, dentro de unas ideas que imaginan. De repente la silla no es estrecha, el mal olor desaparece, las horas no se sienten y mi vecino de silla se calla. ¿Digo con esto que la literatura es una manera de pasar el tiempo? No digo eso solamente, digo que también es eso. Que como el cuerpo no puede vivir en un orgasmo eterno, ni en una borrachera permanente, ni en la dicha de tomar agua con sed, ni en una comilona perpetua de perfecto apetito, entonces esas horas en que la vida es simplemente un traslado entre una emoción y otra, la podemos llenar y darle mucho sentido, con el arte o con el conocimiento, con todo aquello que nos produce emociones estéticas o emociones intelectuales, dos de los más grandes placeres de la vida.

Entonces, como la realidad tiene tanto ruido, está llena de tantos estímulos, o de tantas cosas tan poco estimulantes (puro ruido de fondo, auditivo o visual u olfativo), las palabras de la ficción no pueden copiar la realidad entera tal como es. El realismo es irremediablemente una impostura. Nada, en palabras, puede ser realista pues ya pasar algo a las palabras es un ejercicio de condensación, de traducción, de selección, de olvido, y en última instancia, entonces, de imaginación.

«Escribir -le cedo nuevamente la palabra a Clarice Lispector- es tantas veces recordar lo que nunca existió.» Yo parto siempre, al escribir, de alguna vivencia real, de algo vivido por mí o por alguien que conozco y me lo ha contado. En las personas que carecemos de verdadera fantasía, se cumple aquello de que «lo que no es autobiografía es plagio». Sin embargo creo que el gran fabulador (al menos en el caso de los que tenemos la desgracia y la suerte de tener muy mala memoria) es el olvido, el recuerdo imperfecto.

La realidad se va vaciando de basura, como en los sueños, y va quedando la esencia precisa de lo que queremos contar y recordar. El ejercicio de la fantasía y de la ficción, para mí, consiste en escoger las palabras, por un lado, (y al escogerlas intento imitar humildemente a los maestros de mi lengua), pero sobre todo eliminar pedazos de la realidad que me estorban, o magnificar y aumentar trozos que me hacen falta. Difumino y aumento, exagero y disminuyo, borro, y muy pocas veces añado algo tomado de otra escena, robado a otro recuerdo o a otro olvido. «El olvido que purifica. La memoria que elige y que redescubre», sentenció Borges.

Para explicarme despacio voy a poner un ejemplo mucho más reciente que el de la experiencia de la destrucción de los libros. Y voy a escoger un ejemplo reciente porque del ejemplo remoto me queda solamente el olvido imperfecto. En cambio de esto reciente me quedan dos cosas: un testimonio escrito, y una memoria más o menos fiel que todavía no ha borrado los hechos tal como ocurrieron. Hace pocos meses estuve en Rusia y escribí un pequeño relato para la revista en la que trabajo, Semana. En ella cuento que fui a Yásnaia Poliana, 300 kilómetros al sur de Moscú. Este era el sitio donde el conde Tolstói tenía su tierra, su casa, y algunos cientos de almas campesinas, o siervos de la Gleba, que él quiso liberar. Cuento en mi escrito que estuve en esta casa de Tolstói con una muchacha de origen polaco, Polínuschka, y que fuimos juntos a ver la tumba del gran escritor ruso. A ese mismo instante, mi recuerdo le pone una lupa y lo describe así:

«La tumba de Tolstói es la más despojada y la más simple y la más bella tumba que he visto en mi vida. Ni una cruz, ni un epitafio, ni una letra ni una fecha. Un montículo de tierra cubierto por hojas de pino verde, y arriba el sonido del viento entre las ramas sin hojas de los fresnos. Me dieron ganas de estar muerto.» De lo anterior, todo es cierto menos una palabra: fresnos. No sé si los árboles que están sobre la tumba de Tolstói son abedules, alerces o fresnos. Podrían ser cualquiera de los tres (no eran eucaliptos ni cedros) pero a mi frase le quedaba mejor un árbol de dos sílabas: a veces la verdad tiene que cederle el campo a la eufonía.
Antes de copiarles el último párrafo de la crónica les tengo que decir su título. Se llamaba «Al que no tiene dientes». El título está tomado de un refrán muy conocido: Mi Dios le da pan al que no tiene dientes. Y en la crónica yo insisto todo el tiempo en que me siento inadecuado para ese viaje, en que el destino me ha regalado un viaje para el que no estoy preparado, para el que no tengo dientes. Y la crónica termina de la siguiente manera, mientras estamos frente a la tumba de Tolstói: «De pronto una mano, la mano de Polínuschka, me cogió de la mano, y me llevó a las caballerizas de Yásnaia Poliana. Había dos caballos ensillados, una yegua negra (que se llamaba Noche), y un caballo blanco (que se llamaba Día). Polínuschka se montó en Noche y yo en Día. Cuando salimos a trotar por los campos de Yásnaia Poliana, empezó a caer una tormenta de nieve. El último caballo que tuvo el Conde Tolstói era un alazán que se llamaba Délire. Les juro que lo vi trotar, majestuoso, delante de nosotros, vaporoso y caliente. Polínuschka sonreía y yo debía de tener cara de lelo. Porque sentí, al fin, el pan entre mis dientes.»
Así termina la crónica, y ahora les explico varias cosas sobre el procedimiento mediante el cual traduje a las palabras una experiencia reciente. Primero que todo les evité a los lectores, por piedad, muchos momentos muertos. No les conté paso a paso las tres horas y los 300 kilómetros que tuvimos que recorrer por desoladas autopistas rusas hasta llegar a Yásnaia Poliana. No les dije que en las estaciones de gasolina de Rusia no hay baños y que hay que salir a mear al aire libre. ¿No perdería Polínuschka su poesía si la ponía a mear acurrucada al borde de la carretera?

El instante que yo quise atrapar en el último párrafo fue un instante real vivido por mí, por nosotros. Un caballo blanco y una yegua negra, un hombre y una mujer, salen a trotar por la hermosa finca de Tolstói, y en ese momento empieza a caer una tormenta de nieve. Romántico ¿verdad? Y más romántico porque es verdad. Lo cierto es que la yegua sí se llamaba Noche, pero no es cierto que mi caballo se llamara Día. Yo pensé que estaba en Rusia, en el país del ajedrez, y que era mejor poner un caballo blanco y una yegua negra. ¿Y el potro alazán de Tolstói, qué? Ese no lo vi mientras estaba en su finca. La verdad es la siguiente: Polínuschka y yo salimos con una instructora de equitación que era la que alquilaba los caballos en Yásnaia Poliana. Ella salió, sí, en un brioso caballo alazán. Pero cuando yo escribí la primera versión de mi crónica, la eliminé, porque su presencia me parecía ruido real, algo que le restaba belleza a la escena. Sin embargo, le mandé esa primera versión, sin alazán, a un escritor español, Andrés Trapiello, y él en su respuesta, no sé por qué, me contó que el último caballo de Tolstói era alazán y se llamaba Délire. De un momento a otro, por el camino de la historia o de la literatura, ese caballo estorboso de la guía se volvía útil, y entonces lo resucité, sin jinete, en la crónica.

Como ven, yo intenté apresar con palabras un recuerdo, pero también de borrar con la útil arma del olvido, las partes innecesarias. Ustedes seguramente no habrán sentido el calor del lomo del caballo entre mis piernas, ni el frío de la nieve sobre mi cara, ni tendrán en la memoria la cara de Polínuschka, como yo la tengo. Lo malo de escribir es que hay que usar palabras, y no demasiadas palabras, porque en lo que se escribe es tan importante lo dicho como lo no dicho, es decir, los sobreentendidos. Cuando se escribe basados en la realidad, se pierde y se gana. Se pierde lo frío y lo caliente, las sensaciones táctiles, los datos de la vista o del olfato. Tampoco les he dicho si yo sentía por Polínuschka pasión amor atracción indiferencia antipatía repugnancia cariño desconfianza. No lo voy a decir.

Y eso es lo bonito de la escritura, su ventaja sobre la realidad, o incluso lo más parecido a la realidad más profunda: lo no dicho, lo que se omite y hay que intuir. Porque lo principal en la literatura -como su dificultad y su tragedia y su bendición consiste en que tenemos que usar palabras- no está solamente en las palabras que se usan y se escriben, sino también en las que no se dicen y no se escriben. Imagínense otra vez, por un momento, la escena decantada que les he contado: Polínuschka y el narrador (supongamos que soy yo) recorriendo a caballo bajo la nieve la finca de Tolstói. Ahora les voy a contar otros datos omitidos o inventados en el relato inicial.

Mi caballo, Día, no era ni tan blanco. Y cuando trotaba, a mí me dolían las nalgas. Y cuando le pedimos a la guía del alazán que nos llevara hasta el río donde tantas veces había querido suicidarse Sonia, la esposa de Tolstói, ella dijo «Nyet» y explicó por señas que quedaba muy lejos. No sé si con esto he arruinado la imagen romántica de un paseo y le he dado el cariz realista y humorístico que desde Cervantes ha preferido tener la novela moderna. En la ficción hay gigantes, en la realidad molinos; en la invención hay ejércitos, en los ojos de Sancho, rebaños de ovejas; en la ficción un romántico paseo sobre un caballo blanco y un caballo negro, como piezas de ajedrez, y en la realidad un gordito al que le duelen las nalgas. En el cuento, Polínuschka que cabalga sobre Noche, y en la realidad una muchacha que no se llama Dulcinea sino Aldonza, es decir, que no se llama Polínuschka sino Olga, la cual orina, porque la vida es así, a la orilla de una lluviosa carretera rusa.

¿Qué hacemos los escritores, esos seres trágicos que en vez de vivir perseguimos y repasamos la vida con palabras? Tomamos la realidad y escogemos una parte de ella y ocultamos otra. Usamos el arma prodigiosa de la selección. También el arma necesaria de la exageración. Condensamos lo vivido en algo que se parece más bien a lo soñado, lleno de restos diurnos, de pedazos reales que componen un cuadro al mismo tiempo real e imaginario.
Y sin embargo: ¿qué me gusta más, mi cuento de Yásnaia Poliana con Polínuschka o mi visita a Yásnaia Poliana con Olga? ¿Quisiera volver a leer el relato o preferiría vivir de nuevo el momento? Preferiría, les juro, vivir otra vez el momento, ese momento irrepetible que ahora solamente las palabras rescatan y que va horadando el comején del olvido. Yo estoy frente a la tumba de Tolstói y todo me parece tan hondo y tan hermoso que me dan ganas de estar muerto. En ese instante, de repente, la mano de una mujer me toma de la mano y me devuelve a la vida. A la vida. A esa vida verde y caliente que es mejor, mucho mejor que la literatura.
La vida es mejor, pero la vida se nos esfuma y quisiéramos darle una mayor duración. La literatura intenta apresar y conservar el momento fugaz. Postergar el olvido que seremos mediante el duro arte de juntar las palabras. Esas palabras que, como dice Andrés Trapiello, son «como el agua que se pone a las flores. No las vuelve eternas, pero aplaza su final.» Con estas palabras tan bien juntadas de Trapiello respondo una pregunta que dejé abierta más arriba.

3.

Llego por último a hablar, muy brevemente, del libro por el cual me invitan a hablar últimamente y que es el origen del tema de hoy. Su título es El olvido que seremos. En Bogotá me hicieron esta pregunta: «¿Cómo se encuentra el pedazo significativo de la propia vida que sí vale la pena contar?» La propia vida, la propia vida de cada cual, estoy seguro, tiene pedazos tan maravillosos que nos parecen mentira, y por eso la memoria y las palabras vuelven sobre ellos. Maravillosos en la tristeza, en la alegría, en la intensidad, en el horror. Y nos gusta contarlos: si nos roban el carro, si tenemos un hijo, si conseguimos novia (o no contarlo: guardarlo como el más íntimo secreto, contárnoslo sólo a nosotros mismos), si se nos muere la abuelita, nos gusta contarlo. ¿Eso se puede volver literatura? Sí, pero el problema son las palabras, cómo combinar las palabras. Escribir sería muy fácil si no hubiera que emplear palabras para hacerlo… Combinarlas, escogerlas, dosificarlas, encontrarlas, eso es lo difícil.
A mí en estos días y meses me obsesiona un episodio muy breve de El olvido que seremos, o mejor, un episodio de mi vida, aunque no sé si definirlo así pues aunque yo sé que lo viví, ni siquiera lo recuerdo. Es algo muy paradójico, pero yo sé que ustedes saben que esto puede pasar. Hay pedazos de la vida que sabemos que hemos vivido, que incluso sabemos cómo fueron, pero que los hemos olvidado y solamente podemos reconstruirlos por indicios.
Muchos de ustedes saben que el título de ese libro que llené con mi «léxico familiar» (esta expresión alude a una bellísima novela autobiográfica de Natalia Ginzburg), me lo encontré en un poema hallado en un bolsillo. Pues bien: ese pedazo fundamental de mi propia vida, ese instante en el que yo encuentro el poema en el bolsillo de mi papá, lo tengo borrado, completamente borrado. No es un recuerdo, no es autobiografía: es una reconstrucción, no digamos ficticia, pero sí por conjeturas. He escrito y seguiré escribiendo tal vez sobre cómo encontré ese poema, porque es una obsesión, pero no es la escritura de un recuerdo personal, sino la escritura de algo casi incomprensible.
Es la escritura de un olvido, la reconstrucción, por indicios, de un recuerdo. ¿Cuáles son los indicios? El primero es que hay una foto del momento. La tomó un fotógrafo del periódico El Mundo, Gabriel Buitrago.* Y luego hay unas páginas de diario, de mi diario íntimo, donde yo aludo al encuentro de ese poema, y además hay unas palabras labradas sobre una piedra, sobre una lápida. Lo que se labra en piedra, creían los romanos, dura para siempre. Y no. En la intemperie del trópico todo se borra pronto. Pero un rastro queda. Todavía. *
Sé en qué momento nace el título. Estoy en un restaurante en Medellín y les recito el poema a dos amigas: Pilar Reyes y Laura Restrepo. Después les digo que quiero que el libro se llame con el primer verso, «Ya somos el olvido que seremos». Laura sugiere que un poco más corto tal vez sea mejor, y propone El olvido que seremos. Y así se queda, aunque con dudas mías (las palabras siempre nos hacen dudar) pues después lo consulto también con otros dos amigos escritores: Esteban Carlos Mejía y Víctor Gaviria. Esteban defiende el título largo y Víctor el corto. Yo le hago más caso al poeta que al prosista. Si la decisión es la mejor o no, no se sabe, porque escribir no es un teorema, trabajamos con palabras y con las palabras no se sabe, siempre las dudas quedan.
Pero vuelvo al poema, a ese poema encontrado en la camisa de mi papá cuando lo matan. ¿De quién es ese bendito poema? Venía firmado con las iniciales J.L.B., que no pueden ser sino de una persona, Jorge Luis Borges. Pero ¿será verdad? Cuando escribí el libro anterior estaba interesado en otra historia y el dato no me parecía fundamental, no estaba enfocado en eso. Lo dejé como si fuera de Borges, y me enfoqué en el tema del libro, que era otro. Lo publiqué, pasó el tiempo, y el tema del poema se fue imponiendo. Ahora llevo meses tratando de hallar una respuesta definitiva, que no deje lugar a ninguna o a casi ninguna duda: que sea una verdad como son las verdades humanas: una precaria certidumbre temporal. Quiero reconstruir ese pasado, quiero saber quién escribió ese poema olvidado sobre el olvido. En esta búsqueda han surgido, como siempre en la vida, aliados y antagonistas, gente que te orienta y gente que te despista, gente que te ayuda, y gente que te desvía, académicos que te desdeñan y académicos que te ayudan. Y algo incluso más increíble: en la aventura de escribir un libro puedes encontrar un amigo o una amiga para toda la vida. Es decir: no la vida que alimenta la ficción, sino la ficción que va nutriendo la vida. Siempre me han preguntado si una librería de libros viejos que yo tengo con unos amigos en Medellín es la misma librería La Cuña de Angosta, otra novela mía; y es al revés: Palinuro es la encarnación real de una librería imaginaria, La Cuña, aunque La Cuña esté basada en parte en otra librería real que ya no existe: El Carnero. El Carnero: ese cuchillo sin hoja al que le falta el mango.
Vuelvo al poema y a lo que ahora escribo. Sobre eso estoy escribiendo: sobre las formas de recordar y de olvidar, sobre las formas de ayudar o de despistar, sobre los caminos que puede tomar, y las vueltas que puede dar un papel que no aparece en ningún libro de poesía, ni en unas Obras Completas ni en una Obra Poética. No sé si a todo el mundo le pueda parecer interesante la vida, no de una persona, sino de un poema. La historia de un poema. Fue algo con lo que me encontré, sin buscarlo, sin quererlo, en mi propia vida. Y espero poder escribir la historia de este poema, antes de que llegue el olvido definitivo. ¿Para qué? Para nada. Ya lo dijo Trapiello: «Las palabras son como el agua que se les pone a las flores: no las vuelve eternas pero aplaza su final.»

1 comentario en “El olvido que purifica, la memoria que elige”

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *