Galería

Al entrar en la Facultad, atravieso cortinas de papel que van del techo al piso, rojas, azules y blancas, de los más diversos espesores y sobre mi cabeza penden acusaciones, reclamos, consignas, amenazas y exigencias. Y unos ojos de hombres que tan vivos como yo, y tan contemporáneos a mí, se niegan a pisar el piso que pisamos todos.

En el descanso de las escaleras y con las manos entre los bolsillos, Mao me dice Buenos días, pero no me mira a mí, sino que parece estar perdido en una ensoñación: allá en un horizonte comunista mejor. Y a su lado, un represor se esconde entre barrotes de plumón rojo.

Por el pasillo, el primer Che me ve cansado y ni me saluda ya. El segundo me ofrece tabaco, pero lo rechazo. El tercero está en la misma ensoñación de Mao, pero tan perdido que prefiero no molestarlo. El cuarto me reclama algo con lo que yo nada tengo que ver, y el último me abraza de sorpresa, atrevido, solamente porque cree tener el derecho de interponerse, entre mi distracción y yo, en forma de cortina de papel rojo. Rechazo su abrazo y también los Buenos días casi descarados de Lenin y de Stalin.