El librero del barrio
“¡Se cooooooooooooooooompran libros usaaaaaaaaaadooooos!”. Se oye gritar a dos cuadras al hombre que arrastra un canasto viejo y chillón de varillas torcidas y ruedas desgastadas por el roce constante contra el pavimento de las calles. Lleva un tarro de agua de panela amarrado al canasto y una cachucha improvisada con un cartón al que le hizo un hueco en la mitad para meter su cabeza y protegerse del Sol.
El comprador de libros no fue a la universidad para aprender a comprar y vender libros, tampoco lee los que echa a su carro destartalado después de una revisión paciente de la portada: que no esté muy desgastada o rota, al igual que las hojas del interior: que no vayan a estar muy rayadas, manchadas de comida o de que falte alguna página, pues sabe que sería muy difícil venderlo así fuese de una editorial lujosa. “Por este le puedo dar veinte mil pesos, señora. Tiene unas hojas rayadas, pero las puedo limpiar”.
El comprador de libros usados quizá no sepa leer, o no le guste, pero es un restaurador innato. Sabe cómo despercudir las hojas con esas brochas de pelo delgado con las que se maquillan las modelos que salen en las revistas de colección que a veces compra para vender en el mercado del Centro. Pasa la brocha por los bordes del lomo, suave, para sacar los ciscos más pegados. La suciedad interior también la saca con una brocha pero más delgada. Introduce las cerdas entre una hoja y otra hasta llegar a la cabezada, de donde está sujeto todo el papel del libro, y barre las letras horizontalmente hacia fuera, sin fuerza. Nada de tecnología, nada de herramientas sofisticadas, solo paciencia y experiencia.
Si encuentra hojas rotas las pega con cinta engomada sin ácidos, si usa otro pegamento sabe que las páginas se mancharán con el tiempo y sería un trabajo mediocre. Los rayones de esfero son traicioneros. “Uno nunca sabe qué tipo de tintas va a tratar de desaparecer”. Algunos se pueden quitar con cinta transparente: que se pega y despega repetidas veces hasta desvanecer las palabras. En ocasiones las tintas son tan rebeldes que resisten los borradores de nata y las gomas azules que se usan para quitar las motas de la ropa, tan efectivas, que se pasan como un borrador hasta limpiar la hoja cuidando que no se maltrate la piel. Entonces se deben usar aceites en cantidades apropiadas, medidas, y aplicarlas sobre los trazos con pulso de relojero, un descuido puede ser veneno, y adiós hoja y adiós libro.
Después de hora y media de dedicada limpieza, hoja por hoja, el comprador lo deja abierto, libre, para que respire como nuevo.
El comprador de libros de segunda (si es que se le puede dar ese injusto calificativo a un libro) arrastra el peso de todos los ojos que leyeron, de todos los dedos que pasaron las páginas, de los suspiros sacados y las lágrimas caídas. De las dedicatorias, las hojas dobladas, los olores aspirados y las caricias involuntarias. El comprador lleva más historias que las escritas. Historias que depura para darle paso a otras, a otros ojos, otras manos, otros suspiros y otras lágrimas. Historias que quizá no le importen, que ni siquiera tenga en cuenta, que van coladas y amontonadas en su viejo canasto.
“¡Coooooooooooooooommmmproooooo libros,! los que ya no usaaaa”. Se oye fuerte, ahora en esta cuadra.
Los niños de La Guajira
Los niños en La Guajira son niños de verdad. Juegan con zapatos viejos abandonados en la playa y simulan que son carros de carreras derrapando en la arena caliente del Cabo. Cantan a viva voz, en coro, mientras toman el baño de mar en la mañana metidos en camisetas viejas para que el sol no los marque. Ya en la tarde corretean burros hasta hacerlos bramar. Preguntan por todo. Tienen las manos sucias y se quedan dormidos en las piernas de la abuela, sudados y con los cachetes untados de dulce, en el carro que los trae de vuelta a su casa después de un día de mercado en Uribia. También trabajan, venden todo lo que les pongan a vender: tintos a trescientos pesos, manillas a dos mil pesos o bolsos a cuarenta mil pesos. Meten la plata en un monedero viejo de tela y cuando terminan toda la mercancía, si es que así ocurre, lo guardan en un lugar seguro de su cuerpo y se quedan viendo la película que están dando en el televisor de la tienda, que ya va muy adelantada. Te miran y se ríen tímidos, te sacan la lengua o se sientan a tu lado, en silencio, y después de un rato te hacen figuras en la tierra a ver si quieres jugar.
Ninguno tiene celular, y la Internet es un clase que dan en el colegio.
¿Podarán recuerdos como pasto?
Los hombres que vienen a peluquear el parque parecen iguales pero podan diferente. El más joven, por ejemplo, mueve la guadaña eléctrica con vigor, de derecha a izquierda, ran, ran, ran, ran, ran y de izquierda a derecha. Motila el pasto con fuerza. No despega la mirada de la cuchilla y cuando parece que se va a rendir, mueve más rápido la máquina. Se le ve fuerte y como enojado. El muchacho no fija una trayectoria, pasa el filo amplia y desmedidamente. No le importa, al fin y al cabo acabará con todo, es su trabajo. Solo un trabajo.
El que lleva más tiempo podando mueve la guadaña con paciencia, ran… ran… ran… Sabe que el peso de la máquina maltrata su postura, que los movimientos rápidos queman energía pronto y no le dejarán culminar la jornada. Ni hablar del maltratamiento de los músculos al día siguiente y al tercer día, cuando se siente un dolor que quema; leve y profundo como un trago de aguardiente. Poda y piensa, piensa y descansa un poco para seguir arrancando el verde húmedo de la tierra. Es su trabajo, pero también ha sido su único trabajo. Está viejo y se demora más que los otros, pero tiene técnica y define una ruta en círculo, rodeando el parque. Mueve la guadaña sin esfuerzo, su corte parece más una caricia.
No todos podan. Está el hombre del rastrillo que en silencio, y la cara tostada por el Sol, hace pirámides con los restos que dejan las guadañas. Una, dos, quince montañas de pasto muerto. Cada tanto se lava la cara con agua de un botellón viejo que saca de un maletín, se seca con una bayetilla roja, bebe un poco y pasa a otro lado del parque. Y de nuevo, rasguña y amontona, rasguña y amontona. Veinte, veintitrés montañas.
¿Qué pensamientos amontonará ese hombre con la hierba? ¿Qué pensarán los hombres de overol azul cuando pasan la guadaña por horas, por años, y están a solas con el sonido de la máquina? ¿Estarán quebrando ilusiones como lo hace la guadaña con la maleza? ¿Podarán recuerdos?
Desde esta ventana no se alcanza a ver lo que piensan, solo huele a pasto fresco.
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Aspasia Segunda
Periodista y editora colombiana (1987). Ha trabajado en el periódico El Tiempo, la revista Don Juan y el portal digital KienyKe.com, donde fue editora de opinión, contenido y estratega de redes sociales. Lectora de libretos para telenovelas del Canal RCN (2011) y ganadora del Primer Concurso de Cuento Panamericana (2002).
*La imagen del header es cortesía del artista español Vicente Gil, más conocido como VAG y al que pueden visitar en su web, aquí
Todo lo de Aspasia Segunda es estupendo … bueno ¡casi todo!. Hasta un pastel que de ella tengo, y no sé cuando lo recogerá.
Me encantaron los tres, en especial el de los niños de la Guajira. Una impecable austeridad y una contagiosa frescura.
Lindas crónicas, Aspasia se introduce fácilmente en la intimidad de eventos cotidianos revelando las dimensiones que día a día elegimos ignorar.
Se agradece la oportunidad de leer estas miniaturas deliciosas.