En verdad no lo podía creer. Había encontrado ese papelito muy cerca de la librería El Andariego, justo en el rincón de una acera que estaba marcada con las letras amarillas: AME y una X, como si en poco tiempo esta seña indicara una reparación. Faltó poco para no saber nunca lo que decía ese papelito y todo lo que vendría después porque la hojita roja plegada dos veces estaba en el límite de una alcantarilla y con la más mínima fuerza del viento hubiera caído por siempre en el abismo hasta deshacerse con el agua y la mugre. Por fortuna era verano y una ausencia de vientos daba la impresión de que la gente caminaba como en cámara lenta, ni siquiera los trajes se movían, al contrarío, parecían aferrados a los cuerpos como si se hubieran derretido en ellos. Lo cogí como a lo largo de muchos años he cogido papelitos sueltos en la calle buscando siempre infidencias, números ocultos que me hagan acertar en la lotería (que nunca juego pero siempre guardo la esperanza de hacerlo algún día), recetas que hayan sido aplicadas para enamorar, secretos de vidas que desconozco, poemas de suicidas, inventarios, etc. Lo cogí porque me llamó la atención su color rojo y porque estaba al frente de mi camino y un color como ese es imposible no verlo.
Como siempre lo he hecho me pregunté: “¿Qué será?”, que da pie para el extraño juego en el que nunca he acertado y que consiste simplemente en deducir por la ubicación del papel, su color y su estado, qué puede decir, a quién habrá pertenecido y su importancia. Desde luego esto ocurre en milésimas de segundos, no crean que me quedo parado observando el papel y evocando el oráculo o las ninfas de la casualidad, no, simplemente en la medida que me agacho pienso en cada una de esas cosas. Es algo más bien mecánico. Ese día hice lo mismo y nada se cruzó por mi cabeza hasta que desdoblé el papel y lo que leí me dejó asombrado.
Antes de continuar y de contarles en detalle lo que pasó después de leer aquel papelito rojo, me gustaría decir un par de cosas. Lo primero es que este oficio casi de basurero me empezó a gustar cuando una noche de tragos le escuché a un amigo alemán, bastante mayor que yo, que cierto día, cuando vivía en Bonn y después de salir del colegio, tomó el camino de siempre para llegar a casa. De repente vio cómo el viento envolvía un montón de papeles blancos y los regaba como semillas en una considerable parte de la llanura. Mi amigo siguió caminando hasta el remolino y cuando se vio envuelto en medio de papeles que se pegaban a su cuerpo sintió curiosidad en saber qué podrían decir esas hojas destrozadas que deambulaban por donde nunca en su vida había encontrado nada más que un pasto verde y una que otra mariposa perseguida por un pájaro.
Tal vez no crean lo que les diré pero ¿saben lo que mi amigo leyó al coger al azar uno de esos papelitos? Su nombre: Marco Berger, nada más. De inmediato los amigos que escuchábamos la historia de Marco le dijimos que tal vez él estaba con alguna fumarola en el cerebro o había sido víctima de una ilusión óptica. Pero que va, de inmediato Marco desmintió esa posibilidad con un simple:
-Estaba en el colegio, todavía no tenía mañas. Mi nombre estaba en ese papelito.
Asombrados no tuvimos más remedio que creerle.
-¿Y qué decía en los demás papelitos Marco?, le preguntó uno de los amigos después de tomarse un trago de ron.
-No lo sé, no quise averiguarlo, me asusté tanto que salí corriendo
Todos soltaron la carcajada porque a pesar de que en el supuesto momento Marco recién salía del colegio sin nada en la cabeza, en ese momento de la noche, mientras contaba las cosas, sí tenía varios tragos que podían estimular la muy creativa mente de mi querido amigo. Bueno, sea lo que sea y a pesar de que todos se rieron no sé por qué extraña razón, a mí me quedó sonando la idea de encontrar cosas al azar mientras caminaba desprevenido. Desde entonces comencé a recoger en la calle papelitos que encontraba y que podrían decirme cosas.
De mis hallazgos más significativos recuerdo uno que vi caer del bolsillo de un hombre que no se percató de su pérdida porque se subió a un bus. Yo me agaché y al abrirlo leí lo siguiente: “Llamar a Magdalena antes de que mi mujer se despierte” Era inútil la información pero eso decía. Otra vez encontré unos números cruzados por unas líneas y un sol, y así fui abriendo papelitos por la calle sin mayor interés, sólo por vicio, hasta que llegó el día que me motivó a contarles esta historia.
Cuando abrí el papelito rojo decía lo siguiente: jribeyro@gmail.com y debajo la palabra: “Palimpsesto”. De inmediato supe que esa era la contraseña del correo electrónico de uno de los escritores que yo más admiraba. Podría ser también que la palabra palimpsesto estuviera ahí porque así llamaría a un cuento o porque simplemente le parecía bonita esa palabreja que escondía muchas cosas, pero algo dentro de mí, que no sabría cómo explicarles, me decía que simplemente esa era la contraseña del correo de Julio Ramón Ribeyro y no más.
No era casualidad que ese papelito estuviera a pocos metros de la librería que el gran Ribeyro había abierto en compañía de un pintor y un cantante hacía pocos meses en Medellín. No era casualidad porque varias veces sentado en la tienda de la esquina, después de comprar algunos libros en El Andariego y mientras me bebía despacio una cerveza, había visto pasar fumando al escritor muy cerca de la misma alcantarilla donde esa tarde había encontrado el papelito rojo. No era casualidad que ese papelito tuviera esa información porque no era un secreto en el mundo de las letras que el maestro de los cuentos colombianos estaba perdiendo la memoria. Lo había dicho en una entrevista que publicó Arcadia, y que por eso debía anotar todo en papelitos rojos o en libretas de distintos colores según el quehacer. Probablemente hacía pocas horas había pasado el maestro por el camino de siempre y al sacar la cajetilla de cigarros no se dio cuenta de que había caído un papelito al suelo.
Parado al lado de esa alcantarilla con el papel en la mano tenía dos opciones: devolverme y entregarle la información a Luis Fernando, el librero permanente que cantaba y leía en francés, italiano y alemán y que siempre era amable con quienes lo escuchaban más de la cuenta, como lo era yo, o largarme de inmediato a casa y violar la correspondencia digital de quien yo admiraba profundamente por sus historias y de quien conocía poco de su vida personal porque siempre había querido mantenerla hermética. Si optaba por la segunda debía marcharme al instante, antes de que Ribeyro llegara a su casa en Prado, un barrio en inmediaciones del centro, y al darse cuenta de la pérdida de su clave la recuperara a través del correo electrónico y la cambiaría por otra expresión literaria que sería imposible descubrir.
Me sentí asustado y entusiasmado a la vez. Encontrar lo que yo había encontrado me convertía en un delincuente si optaba por la segunda opción pero también me brindaba la posibilidad de esculcar la correspondencia de quien admiraba profundamente, conocer sus mayores secretos, las infidencias mejor guardadas y conocidas sólo por unos cuantos. ¿Acaso eso no era lo que hacían los investigadores cuando los escritores se morían? ¿Después no vendrían los libros con la correspondencia, las anotaciones de viaje, la transcripción de las libretas? De alguna forma lo que yo haría, en caso de revisar el correo de Ribeyro, era conocer un poco antes que todos sus admiradores lo que, desde luego, se publicaría. Viéndolo así no cometía ningún delito, lo que haría simplemente sería adelantarme a los hechos manteniéndolos en secreto; es decir, no podría utilizar esa información para nada. ¿Por qué me atraía tanto eso prohibido?
Mi admiración por Ribeyro despertó cuando leí sus columnas en El Colombiano hacía un poco más de seis años. Allí escribía críticas literarias y a cuenta gotas dejaba ver algunos rasgos de lo que podría ser su vida privada, siempre discreta, limitada pero emocionante. Su escritura era clara pero incisiva, daba ejemplos extraordinarios y graciosos que hacían que uno se leyera esas dos páginas en una sentada. Luego me gustaron los cuentos que publicó en su libro “Sólo para fumadores” y después cuando publicó su novela “La verdad de las cosas” con la que recientemente había recibido un premio en Europa. Alguna vez lo entrevisté para el diario en el que trabajo y fue estupendo, me regaló uno de sus libros autografiados y al terminar la entrevista me dijo que cuando quisiera podía buscarlo en El Andariego porque le había hecho una entrevista inteligente. El asunto es que él poco iba a El Andariego porque se la pasaba en casa escribiendo y leyendo y las veces que yo fui desde entonces nunca me lo encontré. Pero eso no importaba ahora porque ya mismo podría generar ese encuentro, ya mismo podría marcharme a casa y enterarme de lo que uno finalmente quiere saber de un escritor, entender qué le preocupa, con quién se escribe, a qué le teme, qué cosas oculta, qué piensa, qué lee, qué espera, qué escribe… Ya mismo podría sentarme en mi computador y revisar la correspondencia de Julio Ramón Ribeyro.
Miré el papelito rojo y sentí emoción en el estómago. Al fondo vi la librería como un lugar desierto, perdido en las sombras de la tarde. Me sentí solo y desde ahí justifiqué mi irrupción en la intimidad de aquel hombre que desde ese día conocería a fondo. Guardé en el bolsillo de mi camisa el papelito y huí como si fuera perseguido por los misterios. A la media hora me encontré sentado al frente de mi computador con una cerveza en la mano y con el papelito rojo a un lado. Sabía que hacía mal al hacer lo que haría pero no me importó, igual nadie se enteraría y más tonto sería si dejaba pasar esa oportunidad que nunca en la vida volvería a encontrar. Me justifiqué, como si todavía no me mostrara muy convencido de lo que haría, en mis pobres hallazgos desde que había iniciado esta tarea de recoger papelitos en la calle donde casi siempre encontraba inmundicias, frases inconexas llenas de errores de ortografía, sumas básicas, manchones de tinta. Ni siquiera mi nombre había aparecido escrito de casualidad en un asunto que me resultara tenebroso. Tal vez por eso este papelito llegaba en este momento como una recompensa, como una deuda pagada.
Digité el correo y en el lugar donde me pidió la contraseña y escribí “palimpsesto”, de inmediato una bandeja de entrada con 756 mensajes, que no era la mía, se abrió. Cerca de seis mensajes estaban por leer, entre ellos, uno de la revista Semana escrito directamente por Alejandro Cano, el director de la revista, y unos más de El País pero no me detuve mucho en ellos, debía ser cuidadoso de no abrirlos porque eso sí hubiera podido generar alguna sospecha.
Cuando me di cuenta de que ya estaba dentro de la vida privada de Julio Ramón Ribeyro sentí un poco de culpa, me sentí mal por lo que hacía aunque apenas empecé a leer los correos enviados me di cuenta de cosas aterradoras. Como es posible que no me crean si se los digo, publicaré uno de esos correos para que se hagan una idea.
Querido F:
Me gustaría que en la próxima columna fueras más enfático en las ideas que te propongo, a veces me da la impresión de que yo podría ser más explícito y duro que tú pero apenas me siento a hacerlo las ideas se me resbalan, se resguardan en otro cerebro. Por eso te pido el favor a ti, mi hombre crítico de siempre, sé que lo haces bien, pero hazme caso en esto que te digo. Estoy seguro de qué es lo que los lectores quieren. Espero que podamos hacerlo en la próxima columna donde hablaremos sobre el nuevo libro que presentó Daniel Mendoza que desde ya te digo es una mierda.
Abrazos,
JRR
¿Pueden imaginarse entonces cómo me puse yo apenas leí este disparate? Jamás hubiera creído en esa información así la estuviera leyendo con mis propios ojos de no haber sido porque correos similares dirigidos a la misma “F” había cada semana. No podía creer que las columnas del maestro Julio Ramón no fueran escritas por él. Me consolé un poco pensando que tampoco los presidentes escriben sus discursos aunque fue un despropósito la comparación.
La mayoría de secretos que descubrí lo hice leyendo los elementos enviados, al fin y al cabo, era lo que Ribeyro pensaba y escribía. Y fue en estos correos donde también me di cuenta de que sus cuentos tampoco eran de él. Los cuentos de Julio Ramón Ribeyro eran de un tal Méndez, el único apellido escrito completo porque casi todos los demás estaban dirigidos a iniciales: F, W, J, MM, LL, DR, etc. Leí cómo Julio Ramón le daba instrucciones de ideas vagas a Méndez y él a los pocos días le mandaba propuestas que medianamente eran devueltas por Ribeyro con un par de anotaciones. Mejor dicho, lo que los lectores de Ribeyro habíamos leído de él, no le pertenecía. Ribeyro era un incapaz, un suplantador de talentos que yo no entendía cómo habían soportado la fama de él sin recibir ningún mérito.
Fue entonces cuando me pregunté cómo había hecho este hombre para mantener tal falacia y por qué había decidido hacerlo. Me vi tentado a escribirle un correo electrónico diciéndole que yo sabía todas sus mentiras, que tenía la forma de comprobarlo, que era injusta la forma tan vil como había engañado a todos los lectores que creímos en sus obras y nos sentimos conmovidos con un cuento tan bello como “La nostalgia del laurel”, donde metafóricamente hablaba de la guerra y de un amor perdido después de que llegaron las cartas de los niños. Los lectores de Ribeyro nunca olvidaríamos ese episodio, una amiga incluso lloró todas las noches durante una semana recordando las descripciones y después se volvió voluntaria en una clínica de la ciudad.
Sin pensarlo más veces deseché la idea de escribirle un correo, primero, porque yo no era nadie para hacerle ese tipo de reclamos a un hombre como él; segundo, así me doliera, Julio Ramón no estaba cometiendo ningún tipo de delito porque los suplantados eran conscientes de lo que pasaba; tercero, el que cometía un delito en ese instante era yo al violar la correspondencia privada de alguien.
Me paré, di una vuelta por el apartamento y destapé otra cerveza que me acabé en tres sorbos que me dejaron como consecuencia un hipo que me estrujaba el pecho hasta dolerme. Antes de sentarme de nuevo, fui por una más y la puse al lado del mouse mientras seguí leyendo y leyendo hasta quedarme atónito. Resulta que no sólo sus columnas y sus cuentos eran escritos por otras personas sino también sus novelas, nada más aterrador. Tenía pruebas de “Uvitas en la luna” y de “Langosta”. Las cartas tenían, a diferencia de otras, simples comentarios donde primero aceptaba las ideas y luego, meses después, hacía correcciones que adjuntaba en viñetas de colores. Lo que significaba que las novelas no las pensaba Julio Ramón sino que eran propuestas de varios novelistas de verdad. No sabía qué pensar, estaba decepcionado. El hipo desapareció. El escritor que había seguido por años con entusiasmo, que había escuchado en conferencias, que había firmado para mí uno de sus libros, el mejor de todos: “Uvitas en la luna”, y que me había hecho incluso pensar que algún día quería ser como él, era un farsante. Me pregunté cómo un hombre habría optado por semejante carrera literaria, cuál habría sido su interés de volverse escritor por intermediación de otros, cómo era posible que hubiera hecho de la literatura un negocio. Era increíble, todo esto era impensable. Un escritor, siempre lo creí así, escribe porque necesita reflexionar sobre la vida y no puede hacer otra cosa distinta que atarse al cuello las palabras que poco a poco deja con dolor en el papel y lucha hasta dejar al menos una frase bien escrita, una cadencia en el alma, un dolor que se libera en el cuerpo. Pero en este caso, evidentemente, no era así,. en Ribeyro había otra intención que no lograba entender. No había sido capaz de luchar contra esa negación, no quiso darle el tiempo al tiempo, no se atrevió a escribir ni siquiera algo realmente malo. Ribeyro era un cobarde que se había rendido y en vez de dedicarse a otra cosa se había vuelto un contratista literario. ¡Qué vergüenza!
Lo mejor hubiera sido no encontrarme nunca ese papelito rojo y haber seguido creyendo inocentemente en un escritor. No hay nada peor que cuando un hombre deja de creer en otro hombre. No quise seguir mirando los demás correos porque en realidad no había nada peor que encontrar, para mí todo estaba terminado, el dolor había sido suficiente. “Apuré la cerveza de un sorbo”, como cantaba Sabina al fondo y fui por otra y otra hasta completar un montón de nubes blancas en mi mente que me hicieron quedar dormido.
Cuando desperté a eso de las 4 a.m. asustado porque no fui consciente de que me había dormido, me percaté de que la batería de mi computador portátil se había agotado. Prendí la lamparita de noche y en la búsqueda del cable del computador me topé con el libro autografiado de Julio Ramón, con un artículo de una revista que había cortado y con el borrador de una carta donde elogiaba sus frases cortas, sus historias tan originales pero sobre todo su forma tan consecuente como se comportaba siempre. La rompí como se rompen las cartas cuando se acaba el amor y los pedazos diminutos de esa hoja de cuaderno, los eché en una de las botellas vacías. Y aunque sentí esa agonía que da el abrir los ojos cuando no se sabe si lo vivido fue cierto o no y por eso casi siempre se vuelven a cerrar para darnos absurdamente otro chance, me paré y prendí las luces del cuarto para darle un último vistazo al correo de Julio Ramón Ribeyro. Esperé que cargara el computador y mientras tanto me preparé un café.
Sentado frente al computador, con la página de Gmail abierta, digité de nuevo jribeyro@gmail.com y “Palimpsesto”. El sistema me dijo que había algún error, que digitara de nuevo la clave. Esta vez lo hice con parsimonia, deletreando con cuidado cada una de las letras. Otra vez apareció el mismo mensaje: “La información de nombre de usuario o de contraseña introducida no es correcta”. Me paré del computador y con un fósforo de madera prendí una de las puntas del papelito rojo. Cuando estuvo a punto de que ardieran mis dedos arrojé el papel por la ventana y vi como se fue apagando el fuego sobre la mancha negra. Contemplé la ciudad dormida desde mi nostalgia y supe que tenía un secreto. Como si fuera una relación eterna que apenas enfrentaba un primer disgusto, cogí el libro que hacía unos años me había autografiado el gran Julio Ramón y a pesar de que le hice un reproche mentalmente, de que no dudé en desahogarme con palabras y acciones fuertes que terminaran en el abismo, decidí mandar todo lo leído de casualidad al carajo y me quedé con las historias eternas que él, bueno, que muchos otros, habían escrito para todos. Prometí, además, dejar ese oficio de curioso reciclador y desde entonces tampoco he vuelto a pasar por El Andariego.