Valentí Puig: Acerca del dolor

En unos meses el periodista y escritor mallorquí Valentí Puig, publicará el ensayo “La Casa Eterna”. En exclusiva, un fragmento de adelanto.

Por cada victoria del hombre contra el dolor, millones de vía crucis sin orden sacro ni esperanza accesible. A veces se abren las puertas de la fe, unas puertas enormes que requieren cada vez el esfuerzo de batallones de guerreros, forzando los goznes que chirrían, abriendo poco a poco la puerta del castillo. La constatación de que el hombre no ha sido nunca capaz de calcular —y mucho menos prever— su potencial negativo, entra en estado de paradoja con el estupor ante la sospecha de que un creador todopoderoso, una divinidad que genera y no gestiona, pueda mantener la presencia del dolor del mundo. Entenderíamos más bien que el mundo esté mal hecho y, en consecuencia, que exista el mal; un mal abstracto, moral, que no la continuidad genética del sufrimiento físico, del dolor que resquebraja y prolifera. ¿Y si fuera cierto que el sufrimiento es redentor, una fuerza que obtiene el espíritu individual y trasciende hacia los demás y mucho más allá? Nada que ver con el lodo histórico, sino con la gloria. Existe una culpa que es como un polen maligno que destruye las vegetaciones de menor resistencia y se lo lleva todo por delante, dejando un paisaje de troncos pelados y ramas sin hojas. Es una culpa sin origen personal, innominada, sin identificación fiscal.

Es muy peculiar la confrontación que representan el dolor y la sensualidad: ni el destino ni el deseo mitigan el choque entre la carne lacerada y los ciclos concupiscentes, del mismo modo que padecemos y morimos en el mismo lecho donde hemos hecho el amor o, sencillamente, copulado. La misma cama en la que nacimos puede ser el lecho de muerte, tras años de vida sensual, de combinar cuerpos, presencias, insomnios y enfermedades. La misma cama, recibiendo la misma luz de la calle, sin variar ni un centímetro la orientación nordeste según la brújula, la misma materia de sueños o supersticiones, el mismo intríngulis de intereses y pasiones.

Tanto dolor solo puede relacionarse con la recurrencia de la imperfección soberana, destructiva, aniquiladora. No existe ninguna edad idónea para el dolor y el sufrimiento. Tener sesenta años es hoy una razón para dedicarse al golf, practicar natación o fumarse un habano los domingos, en el fútbol. Del mismo modo, no aceptaríamos que el dolor posea un significado sagrado porque no aceptamos ningún precio feudal, ni trueque alguno. Las células del mal negro buscan nuevas rutas, bajan por los pedregales y superan líneas Maginot bajo todo el fuego de artillería. La humanidad va y viene por templos, clínicas y tanatorios que conocen al detalle la embriaguez del dolor hasta la concreción física, el sufrimiento del alma hecha soma, pérdida irreparable que, instituida como ausencia, encanece una cabellera o mina la consistencia de un sistema nervioso. Es un territorio que corresponde a dioses barrocos y sentenciosos, tan lejos de la idea de amor como de la perfección pastoral

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