El pez en el agua

El pez en el agua

Mario Vargas Llosa

Alfaguara, 618 pág.

 

En la dedicatoria de su libro Diálogo de conversos, Roberto Ampuero y Mauricio Rojas escribieron: «Para Mario Vargas Llosa, amigo y maestro liberal». La mejor muestra de ese maestro liberal que es Vargas Llosa está precisamente en su libro de memorias —tempranas—, El pez en el agua.

Leer este libro es un goce gracias a la extraordinaria capacidad narrativa de Vargas Llosa, que no es ninguna novedad, pero también a las sabrosísimas aventuras que cuenta. El libro está estructurado de tal forma que cuenta dos historias paralelas, intercaladas capítulo de por medio. Por un lado, recorre sus memorias desde el niño que creció en Cochabamba, hasta el joven obsesionado con ser escritor que llegó a París. Por otro lado, revive su aventura como candidato a la presidencia del Perú.

El niño Mario Vargas Llosa creció con su familia materna, en medio de los mimos, cuidados y atenciones de un clan cuya cabeza era el abuelito Pedro. Poco antes de nacer, Ernesto J. Vargas, el papá, abandonó a Dorita Llosa, la mamá, de una forma bastante cobarde y triste. Pero la familia de Dorita la apoyó en firme con la crianza de un niño al que le inventaron una milonga para justificar la ausencia del padre. Un buen día, cuando el niño cumplió once años, y sin mediar mayor explicación, Dorita lo lleva a conocer a su papá. Este es el punto de partida de las memorias personales y el hilo conductor de todos sus recuerdos íntimos; el señor Ernesto J. Vargas resultó ser un tipo horrible, incapaz de demostrar amor —si es que lo sentía—, autoritario y sin criterio que llevó a Dorita y al hijo a una vida triste, llena de gritos y miedo y lejos de la protectora familia Llosa. Vargas Llosa vivió durante muchos años con la sombra de un padre que lo atormentaba e incluso llegó a sentirse decepcionado de esa mamá luchadora que de un momento a otro pasó a ser una paciente esposa que todo lo aguanta sin chistar.

Desde ese quiebre en su vida, Vargas Llosa empieza el recorrido que va por la vida de la familia Llosa, el oscuro período que le tocó vivir como interno en el colegio militar Leoncio Prado—al que llegó por empeño de su padre—, las aventuras como estudiante de la Universidad de San Marcos, el ejercicio de innumerables oficios y trabajos de lo que fuera —es increíble cómo le alcanzaba el tiempo para tener tantos trabajos y además estudiar—, sus constantes flirteos con la política, su faceta comunista y socialista, pero sobre todas las cosas, ese inmenso deseo de convertirse en escritor que surgió con una fuerza enorme en su adolescencia mientras escribía obras de teatro.

Cuando Alan García propuso e impulsó sus iniciativas de estatización de la banca en Perú, por allá por 1987, Mario Vargas Llosa, animado y apoyado por varios buenos amigos, convocó a un mitin en la Plaza San Martín, al que llamaron “Encuentro por la libertad”. A pesar de las dudas que tenían todos frente a la capacidad de convocatoria del movimiento, miles de peruanos se concentraron en la plaza para escuchar a uno de sus escritores más importantes hablarles sobre la libertad, la importancia de entender que el capitalismo no es ese mal pintado diablo que muchos atacan y que, ante todo, una nación que aspira a la prosperidad no debe perseguir la distribución de la riqueza sino la creación de la riqueza. Parece una veleidad semántica, pero representa en realidad un enorme giro conceptual, social y cultural. No es lo mismo nivelar a toda la sociedad hacia la pobreza, que armar una potente estructura de instituciones para que todos puedan lograr la riqueza que anhelen. De todo esto les habló el Vargas Llosa escritor, mientras los asistentes coreaban y vitoreaban cánticos sobre la libertad. Ninguno de los convocantes se lo creía. Había en esa plaza una cantidad impresionante de personas entendiendo —o eso al menos creyeron ellos— que defender la libertad de mercado y la libertad económica, por encima de la estatización, no tiene nada que ver con la falta de solidaridad o con entorpecer la búsqueda que hace cada país para mejorar sus condiciones. Un montón de peruanos entendiendo que no se trataba de defender a esos banqueros corruptos sino de proteger las libertades básicas de una sociedad, siendo la más importante de esas libertades la limitación de las funciones interventoras del Estado. Ese mitin fue el comienzo de un período de tres años de mucho trabajo y muchas pesadillas para Vargas Llosa y su familia, quienes se entregaron por completo a la campaña por la presidencia. Vistos en perspectiva, desde la exquisita memoria de Vargas Llosa, esos años fueron tormentosos. El Vargas Llosa escritor tuvo que cederle su vida entera al Vargas Llosa político, un tipo a veces bastante ingenuo, que creyó que la política era eso que su imaginación de novelista le había enseñado: un mundo en el que las ideas, la discusión y los argumentos priman por sobre los embustes, las triquiñuelas, las infinitas alianzas y el entramado de negociados y chismes que sostienen a cualquier político.

Mario Vargas Llosa en el mitin de 1987, bajo una lluvia de pica-pica, el mismo que después se conviritió en la pesadilla de sus días de campaña.

Estas son también las memorias de sus arrepentimientos —que fueron muchos más que sus momentos felices—, y sus errores, de los cuales el más importante fue, sin duda, haberse aliado con dos grandes partidos liderados por políticos dinosaurios del Perú, en los que Vargas Llosa tuvo y seguía teniendo mucha fe, pero que en lugar de prestarle el soporte y la robustez que él buscaba lo mancharon con la mala fama del más de lo mismo con el que los peruanos comenzaron a mirarlo. Aun así, por unos instantes, Vargas Llosa fue el rotundo ganador según las encuestas y el tiempo dejó muy claro que una sórdida maquinaria fue la que puso en la silla presidencial al infame Fujimori, quien pasó de ser un candidato más de esos que ni la familia vota por ellos, a un poderoso contendor que llegó hasta la segunda vuelta.

De todos los detalles, anécdotas, historias y comidillas políticas con las que está construido este libro, la que más me gustó —y confieso que me hizo llorar— fue la del amigo Luis Loayza.

Loayza y Vargas Llosa fueron amigos desde su juventud y junto con Abelardo Oquendo formaron un triunvirato. Los amigos solían molestar al Vargas Llosa universitario por la obsesión que desarrolló por Sartre. Fue tanta la fiebre, que al final los amigos terminaron por apodarlo el sartrecillo valiente, título de uno de los capítulos del libro. Muchos años después, en medio del fragor de la campaña política, cuando Vargas Llosa llegaba a la casa cansado y furioso porque su cuerpo entero estaba impregnado del odioso pica-pica que inevitablemente hacían llover en cada manifestación, encontró una nota de su amigo Luis Loayza, enviada desde Ginebra, que decía: «un abrazo, sartrecillo valiente.»

Mi conclusión, después de leer este libro abrumador, es que el Perú se perdió de su mejor presidente. Uno que los iba a llevar por caminos liberales y que habría logrado una prosperidad nunca vista antes en América Latina. Pero también fue bueno que así pasara, porque después de la derrota del político, regresó el Vargas Llosa escritor a escribir desde su fracaso estas memorias y muchos libros buenos más. Y yo soy egoísta y prefiero mil veces a un escritor que a un político.

Algunos subrayados del libro

 

«El principio de la redistribución de la riqueza tiene una fuerza moral indiscutible, pero impide ver a sus propugnadores que ella no favorece la justicia si las políticas que inspira paralizan la producción, desalientan la iniciativa y ahuyentan las inversiones. Es decir, si se traducen en un aumento de la pobreza. Y redistribuir la pobreza, o, en el caso de los Andes, la miseria, como hacía Alan García, no alimenta a quienes enfrentan el problema en términos de vida o muerte»

«Las discusiones sobre este tema fueron largas y difíciles. Una economía deformada por prácticas mercantilistas deforma al propio empresario, en quien genera una mentalidad pasiva y dependiente de la protección estatal, una psicología insegura y miedo pánico a la competencia. Tuve tensos encuentros con ensambladores de automóviles, que me visitaron varias veces. La idea de que con la liberalización pudieran llegar al Perú automóviles usados o de bajo precio, los espantaba. ¿Quién iba a comprar un Toyota armado en el Perú cuyo costo era de veinticinco mil dólares cuando se ofrecieran coches coreanos Hyundai a cinco mil? Mi respuesta fue siempre categórica. Si una empresa era incapaz de sobrevivir en competencia con otra extranjera, debía reconvertirse o desaparecer, pues mantenerla, levantando barreras proteccionistas, era ir contra los intereses del pueblo peruano.»

«Los derechos humanos son una de las armas que más eficazmente utiliza el extremismo para paralizar a los gobiernos que quiere derrocar, manipulando a personas e instituciones bien intencionadas pero ingenuas»

«El tema recurrente de mis tres discursos fue: no se sale de la pobreza redistribuyendo lo poco que existe sino creando más riqueza. Para ello hay que abrir mercados, estimular la competencia y la iniciativa individual, no combatir la propiedad privada sino extenderla al mayor número, desestatizar nuestra economía y nuestra psicología, reemplazando la mentalidad rentista, que lo espera todo del Estado, por una moderna que confíe a la sociedad civil y al mercado la responsabilidad de la vida económica».

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