La historia del sacerdote de esta novela, Luis Córdoba, está basada en hechos ocurridos en la vida real. “La vida real” es esa que no separa de la “La vida irreal” que crean los escritores, y siempre me ha parecido curiosa esa forma de aclararlo, porque, ¿acaso no es vivir la “vida real” la inmersión en la historia de una novela? Dejando de lado estas disquisiciones, escribo esto para hablar sobre una novela que devoré en pocos días y que aún siento – nunca más pertinente esta expresión – en mi corazón.
Luis Alberto Álvarez
Lo bueno de adelantar un poco de los hechos que suceden en este libro es que no necesariamente incurro en el mal de dañarles la lectura. La historia del Luis Córdoba de la novela es la historia por todos conocida del sacerdote paisa Luis Alberto Álvarez Córdoba, gran crítico de cine, enorme ser humano, querido y respetado por todos menos por aquello a quienes incomodó: la facción más anacrónica y corrupta de la Iglesia Católica.
Córdoba fue eso que en conjunto llamamos un “hombre bueno” y ahí nace el principal desafío del escritor de esta historia: describir a un “hombre bueno”. Los “hombres malos” – y las comillas las uso arbitrariamente – son relativamente fáciles de abordar y exagerar sus males tiende a entretener y dar tensión a la historia, mientras que hablar de «hombres buenos» es aburrido y no siempre verosímil a ojos del lector: “nadie es tan bueno”, pensarán justamente quienes – me incluyo – tendemos a creer que los “hombres buenos” son escasos. Digamos que esta narración no solo resuelve esa dificultad, sino que la administra magistralmente. Un hombre bueno, como Córdoba, no tiene por qué vivir una vida carente de aventuras, de problemas y de tentaciones, sobre todo si, además de bueno, es sacerdote.
Y aquí viene el otro gran desafío del novelista: hablar bien de un cura. Seamos honestos, los curas están en un riguroso declive y la Iglesia Católica ha cometido innumerables errores que la han puesto en una situación de descrédito brutal. Los casos de pedofilia abultan el despacho papal y las historias de conductas malsanas se replican por doquier sin que haya soluciones que cumplan las expectativas de las víctimas y de los más críticos de la institución. Son muchas las víctimas de hombres que no entendieron o no quisieron entender de qué va realmente el catolicismo, pero meterlos a todos en un mismo saco es muy injusto; pienso que uno de mis mejores amigos es un sacerdote jesuita a quien recordé constantemente mientras leia esta novela.
Córdoba fue un cura atípico y es fácil amarlo como lo amaron las dos mujeres que gravitaron alrededor de su vida en los últimos años. Amante del cine, papá tierno y frustrado y hombre terco pero firme en sus convicciones, su historia de vida merecía ser novelada por Héctor Abad, vista con el respeto y la admiración de quien lo conoció en vida y lo homenajeó después de muerto.
A mi juicio – que no tiene por qué ser precisamente un buen juicio, ni más faltaba – una novela es tanto por lo que te provoca cuando la lees, como por los interrogantes que deja abiertos cuando cierras el libro. Una de esas grandes preguntas es qué sentido tiene la exigencia de celibato a los sacerdotes. No, no es tan fácil de responder como se podría creer, porque, tal como Córdoba lo descubrió gracias a los avatares de su enfermedad, no es metáfora que el amor reside en el corazón… literalmente ahí lo llevamos.
De todas las formas de llegar a un libro, quizás la que más me gusta es cuando me lo recomiendan. Llegué a Manuel Mujica Laínez y a Crónicas reales, gracias a la recomendación de uno de mis mejores amigos, quien además nunca falla: libro que recomienda, libro que me marca.
La historia es más o menos así: un día, hablando de todo y de nada, este amigo me narró, de memoria, el cuento “Los navegantes” que hace parte del libro. La historia me pareció fascinante y el libro tenía más de esas. Lo compré de inmediato.
Manuel Mujica Laínez, a mi juicio, es un autor muy subvalorado en la literatura latinoamericana; obnubilados por los dioses del boom, pasamos de largo por Bomarzo, El gran teatro, o esta misma obra, Crónicas reales. No es menor: la maestría de Mujica Laínez está al mismo nivel de Borges, pero sin el mismo reconocimiento.
Crónicas reales es un libro de relatos que crean una mitología alrededor de una tierra ficticia a la cual gobiernan, seguidos unos de otros, eximios reyes, condes y príncipes que son parte de una estirpe signada por la ironía, el sarcasmo y la locura. Cada una de estas crónicas es delirante, con el agravante – nunca más preciso este adjetivo – de que están escritas por un cronista invisible que se lo toma como si fuera el heredero de los más importantes cronistas de indias. Quizás por esto cada historia se hace más delirante y las risas no faltarán.
Los ilustres gobernantes y sus familias, a veces felices, a veces agobiadas, tienen que lidiar con sus taras, pero también con sus ocurrencias, como aquel gobernante que saldó sin problemas el terrible sino de querer ser un acróbata y su vez tener que responder a sus deberes reales: entonces decidió gobernar como si su palacio fuese un circo de atracciones acrobáticas, impartiendo leyes y edictos desde la cuerda floja, manteniendo el equilibrio con cada maroma, mientras decidía sobre los asuntos fundamentales del reino. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. O no. Quién sabe. Es posible que, si la realidad nos enfrentara a la posibilidad de beber de dos hilos de agua, el de la Sabiduría y el de la Juventud, seguramente tendríamos el mismo destino hilarante del Caballero Lovro y su pandilla, que se excedieron lo suficiente como para comprobar que todo en exceso es malo, hata la Sabiduría y la Juventud…
No quiero dejar más pistas acá del libro, porque no me lo perdonará quien quiera leerlo. Sí quiero agregar que el estilo a medio camino entre los grandes textos decimonónicos y la frescura del que en su momento se llamó con tanta pompa “realismo mágico” constituyen el mayor talento de Mujica Laínez, el verdadero Alquimista, el único que logró encontrar la Piedra Filosofal… en la literatura.
Si yo le pregunto ahora, a quemarropa, “¿usted por qué tiene/usa redes sociales?” ¿qué me respondería?
Me disculpa si atrevidamente intento responder por usted, pero es que intuyo lo que me dirá: “las tengo porque (inserte acá cualquier motivo altruista, intelectual, informativo, serio, curioso, sensato etc)”.
Lo cierto es que usted nunca reconocerá que las necesita para exhibirse, para buscar la aprobación de otros que, aunque sean unos absolutos desconocidos, cumplen un propósito noble de reafirmar sus sesgos y sus posiciones; por supuesto que usted no admitirá que las tiene porque le gusta la monería y el espíritu de rebaño (o de jauría, según como se quiera ver); mucho menos caerá en la poco elegante afirmación de que le gusta el chisme. Estoy absolutamente segura de que usted cuenta la cantidad de seguidores que tiene, lee cada una de las menciones que le hacen y está atento para dar respuesta oportuna a cualquier reflexión que circule por ahí.
La verdad es que disfrazará en un noble y loable motivo su uso, aseverando con estudios en mano que las redes sociales no son malas per se, que todo depende del uso que se les dé y me enumerará una serie de bondades. Y eso está bien, porque yo le creo. No voy a refutarlo. Usted, en eso, también tiene razón.
Si lo suyo son Tik Tok e Instagram, y no es un usuario pasivo de esos que solo se asoma “para mirar”, probablemente tenga un trabajo adicional no menor y bastante dispendioso: parecer gracioso o parecer feliz. Que el videíto de menos de dos minutos salga perfecto, con un remate impecable que los haga reír a todos, aunque esté haciendo mímica de voz, no es asunto fácil y permítame decirle que, si usted logra hacer eso con cierta frecuencia, lo admiro. Tampoco es tarea fácil tomar la foto más adecuada para que hasta el infierno parezca el paraíso.
Por favor no se enoje conmigo si esto lo molesta. No, no es necesario que me haga una lista de los usuarios que mejor contenido le entregan al mundo, contenido educativo, artístico o informativo, porque sé quiénes son y respeto su trabajo. Ser “influencer”, sea lo que signifique eso, en áreas tan complejas como las finanzas, la economía, el arte, los libros o la cultura suma y no resta.
Pero usted no es un influencer. Cuando usted publica algo solo unos pocos están pendientes de lo que dice y la mayoría solo quieren criticarlo. Usted no tiene acceso a las bondades económicas de una bodega de activistas que, por lo que hemos comprobado en países como Colombia, reciben excelentes dividendos por cuadrarse con lo más rancio de la política.
Si usted, además, es una persona escasa de amigos y conocidos, de espacios para la socialización o de instancias para crear y sostener en el tiempo relaciones sólidas que impliquen mirarse a la cara con otros de su misma especie, entonces las redes sociales son un recurso relativamente barato y accesible para suplir su soledad y usted lo utilizará y sacará provecho de esas herramientas. Lo felicito por ello, porque yo no lo estoy juzgando; créame cuando le digo que yo lo entiendo a usted.
Usted es una persona que necesita las redes para exhibirse a cambio de nada, y lo sabe. Si tiene suerte, como una pareja de amigos a quienes quiero mucho, puede conocer al amor de su vida y entablar una hermosa relación, duradera y estable. Es posible que gane un par de amigos. No obstante, usted sabe que esa no será la regla sino la excepción.
Yo sé que usted, en el fondo, es una persona sensata y me entiende. Lo que le quiero decir es que aprenda (ojalá por las buenas, no le aconsejo otra forma) que las redes sociales son burbujas que se pinchan y ¿qué tienen adentro? … ¡Exacto! Usted lo ha dicho: aire. Yo, sinceramente, lo animo a que prepare con mucho entusiasmo y buen arte el conjunto de máscaras y envoltorios con los que adornará sus mejores y más blancas razones para tener y usar las redes sociales. Pero, de la misma forma, lo animo a que tenga mucho cuidado y que comprenda que esas máscaras y envoltorios esconden una verdad. Usted es una persona práctica, yo lo sé, y entiende lo que quiero decir. Pero si no, se lo digo: no hay nada verdadero en la “verdad” de las redes sociales.
Yo sé que a este punto de su vida digital yo no le puedo pedir que separe el trigo de la paja. Usted depende de sus redes para existir hacia afuera y los demás solo existen para usted si los puede encontrar en alguna red social. La vida sin hashtag y sin timeline ya no es vida. Si usted o yo salimos de la red, dejamos de existir. ¡Pam! ¡Desaparecemos! Y usted no quiere eso.
Usted no solamente sabe qué sucede en el mundo, sino en su propia cuadra, gracias a que lo puede constatar en redes sociales. Usted las necesita para recordarlo todo, incluso que está vivo. No sé si las necesita para recordar que los demás están vivos, porque eso a usted no le importa mientras usted pueda exponer su punto de vista o mostrarle al mundo el atardecer en sus vacaciones.
El problema con todo esto que le digo a usted es que no podrá leerlo ni refutarlo a gusto, porque yo prescindí de toda red social y usted las necesita para que este texto exista. Lo lamento mucho, por favor perdóneme.
Por cierto, me gustaría hacerle una última pregunta y respóndame con total sinceridad: ¿usted necesita de las redes sociales para recordar los eventos relevantes o, por lo menos, reseñables de su día a día?
De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.
Jorge Luis Borges, El libro
Borges Oral
Fábulas para niños
Cuando yo estaba cursando segundo o tercer año de bachillerato, no lo recuerdo con tanta precisión, mi mamá comenzó a recibir llamados de atención de la profesora a cargo del curso. De acuerdo con su relato, yo presentaba un comportamiento que la tenía inquieta puesto que no estaba aprovechando lo suficiente la hora del descanso. Comía – cuando comía – rápidamente y el resto del tiempo lo pasaba en la biblioteca. No estaba desarrollando habilidades sociales, o algo así, palabras más palabras menos, le dijeron a mi mamá.
Se trataba de un colegio católico solo para niñas y lo curioso es que yo sí recuerdo haber tenido un grupito de amigas, haber salido con ellas en numerosas ocasiones a comer helado y haber socializado lo suficiente como para no preocupar a nadie. Lo recuerdo ahora y en ese entonces también lo creía así, ¿cuál era el problema? Se puede caminar y mascar chicle al mismo tiempo. Se puede ser sociable y a la vez leer mucho. Una cosa no quitaba la otra. O eso creía yo. La verdad es que la profesora algo de razón tenía. En mi casa sabían que lo mío era obsesivo y no tenía remedio. Creo que mi mamá no se alcanzó a alarmar con las quejas de la profesora, porque cuando llegó a la casa y les contó a mis abuelos, mi abuelo resolvió el problema de un tajo: “¡qué bobada! Mejor que le reclamen porque se la pasa metida en la biblioteca y no porque anda por ahí de vaga”.
Como nací huérfana de padre, esa ausencia la tuvo que suplir mi abuelo. La distancia generacional y el dilema entre malcriar como lo hace un abuelo y criar como lo hace un padre, lo obligaron siempre a tomar decisiones difíciles y en ocasiones tajantes con respecto a mi educación. Muchas de esas decisiones, vistas con el lente del presente, podrían parecer exageradas o anticuadas, pero sometidas a la prueba del pasado o puestas en el contexto de esos años, también podrían parecer muy modernas. Lo cierto es que en la casa él era la autoridad y como tal decidió que yo no pisaría la cocina para otra cosa que no fuera buscar agua y chucherías, que no sabría para qué sirve una escoba y un trapeador y que solo admitiría que aprendiera a tender la cama y eso porque le parecía una buena disciplina. Coser, bordar y tejer tampoco le llamaban la atención como oficios para mí, a pesar de que mi abuela era una experta modista, una impecable bordadora y tejía prácticamente obras de arte, por lo tanto prohibió que se me obligara su enseñanza. A pesar de su edad, de sus creencias, de ser un hombre tremendamente conservador, no quería que yo hiciese o aprendiese nada de lo que, al menos en su época y bajo su crianza, hacían y aprendían las señoritas de casa. Desconozco la razón de su espíritu tan moderno, pero mi abuela cumplió con advertirle que con eso solo lograría criar a una inútil que no sabe ni freír un huevo… y al final del día saber freír un huevo es un conocimiento necesario. Mi abuelo nunca admitió discusión al respecto, pero mi abuela siempre tuvo razón porque hasta el día de hoy soy de esas personas que hasta la ensalada se le quema.
La apuesta de mi abuelo fue arriesgada y su plan tenía dos componentes. Primero, mi abuela tenía que enseñarme a leer a temprana edad y segundo, él tenía que encargarse de que no solo se tratara de juntar letras y entenderlas sino de que además me gustara ese ejercicio por un tiempo prolongado. ¿Y si a mí no me hubiese gustado leer? ¿Y si yo hubiese detestado los libros? ¿Cuál habría sido su frustración y su sufrimiento si a mí leer me hubiese dado sueño, como a tantas personas les pasa? Todas eran posibilidades. Yo sé que él tuvo miedo de todas ellas porque alguna vez espié una conversación que tenían con mi mamá y él le decía que estaba muy agradecido con dios de que “a esta muchachita le guste tanto leer”.
Su trabajo fue paciente y dio frutos. Según lo que alguna vez me contó mi abuela, para que a mí me entrara gusto por la lectura mi abuelo creía que existía un libro infalible y único: las fábulas para niños. Encontró la que para él era la mejor edición, la de editorial Latinopal. Esa selección de fábulas fue una puerta inicial, pero no la puerta definitiva. Las fábulas funcionaron a las mil maravillas y me gustaron tanto que me engolosiné con el libro. Mi abuelo se encargó, entonces, de comprar una tonelada de libros similares, la mayoría cuentos infantiles. Le debo momentos maravillosos de mi niñez a señores como Esopo, Tomás de Iriarte, Félix María de Samaniego y el rey de todos: Rafael Pombo.
Mi abuelo logró generar una costumbre alrededor de la lectura que fue una mezcla de disciplina con estrategias para encantarme. El domingo leíamos juntos el periódico y poco a poco me enseñó a buscar cosas en los diccionarios enciclopédicos, también a forma de juego… Pero pronto el juego dejó de serlo. Los cuentos y fábulas estaban bien, el diccionario también, pero ya estaban repetidos. Entonces pedí que por favor me dejara sacar libros de nuestra biblioteca.
Años después supe que ese fue uno de los días más felices de su vida.
De Verne a García Márquez
No toda la biblioteca estaba permitida, por eso yo debía pedir por favor que me dejara sacar libros de ahí. Ya lo dije, mi abuelo tenía una mezcla extraña de ideas modernas – al menos para su edad – con otras más anticuadas que no transaba. Había barreras y había condiciones. La más importante de todas era que él consideraba a García Márquez una lectura poco apropiada – por decirlo suave, la verdad es que lo llamaba ‘ese degenerado’-, pero en la casa no había dictadura, ergo, estaban todos sus libros los cuales eran propiedad de mi mamá, quien sí era su lectora consumada y profunda admiradora.
Para resolver el dilema lo que hizo mi abuelo fue separar el polvo de la paja. Dejó en la biblioteca principal de la casa los libros permitidos y puso en la biblioteca secundaria, un poco más pequeña y ubicada en su oficina, los libros prohibidos: “quedan donde mis ojos los vean”, le dijo a mi abuela. Los puso en lo más alto de la biblioteca, mezclados entre su preciosa colección de búhos. Esa estrategia de segregación no era azarosa. Si a mí se me ocurría la gracia de buscar un banco para escalar por un libro, corría el riesgo de mover los búhos, o peor, de quebrar los más delicados, en su mayoría de porcelana y vidrio. Y si lo cuento con tanta precisión fue porque lo intenté una vez y me pillaron fácil: quebré el búho y lo intenté recomponer. Como él nunca dejó que aprendiera bien manualidades y siempre he sido muy torpe para esos menesteres, el delito se reveló muy fácilmente. Me llevé un regaño y una advertencia y, siguiendo el consejo de mi abuela, “dejé lo santos quietos en su altar”… o, en este caso, los búhos.
En la biblioteca de los libros prohibidos no solamente estaba García Márquez, también separó algunos libros de Gustavo Álvarez Gardeazábal – aunque este último sí le gustaba – y unas novelas románticas que no sabía por qué habían parado allá. Mi abuela y mi mamá le advirtieron que la censura le iba a durar solo unos cuantos años. “Eso en el colegio le van a poner a leer a García Márquez y hasta allí le llegó la gracia, viejo. Le toca bajar esos libros de allá”, le dijo mi abuela. Y así fue.
La biblioteca principal, la de los libros permitidos, dejó de ser un mueble empotrado en una pared y pasó a ser una puerta. La siguiente puerta. La que se abría al universo paralelo. La de escape. La de emergencia. Ahora que lo pienso, solo le faltaba un letrero coronándola que rezara “Exit”. Cuando mi abuelo hizo la correspondiente purga, me llevó al lugar y durante una tarde me explicó cómo estaban clasificados los libros y me dio permiso para reclasificarlos como yo quisiera. Me prohibió subrayarlos o hacerles algún daño. Debía cuidarlos como si fueran de vidrio, como los búhos de la colección. Si me gustaba algo y quería resaltarlo, debía tomar notas aparte en un cuaderno y transcribir con paciencia lo que quisiera resaltar. Con el paso del tiempo he traicionado esa orden perentoria y hoy mis libros – al menos los que no son ediciones de lujo – están rayados y con notas en los márgenes. Lo que sí conservo es la costumbre de tomar notas aparte en un cuaderno, sobre todo cuando el libro me fascina a un nivel tal que necesito comentarlo. Una vez recibidas las instrucciones, mi abuelo me entregó el primer libro que me recomendaba leer. Se trataba de una edición juvenil de un libro que hoy se consigue con mucha dificultad, El legado del Alquimista de Julio Verne. Al parecer esa no es la traducción más común del título. Dicho todo lo anterior, quiero aclarar que los libros no estuvieron libres de daños. Lo cierto es que es lo herí de una de forma que contaré más adelante y que, no sé cómo, pero pasó desapercibida… o eso creo yo.
Definitivamente mi abuelo sabía cómo hacía las cosas. Todavía me emociono recordando lo que El legado del Alquimista significó para mí. Lo leí sin parar, sin respirar, haciendo pausas justas para comer y para dormir, en dos días. Y pedí permiso para sacar otro libro. Mi abuelo me dijo las palabras mágicas, las más hermosas que me han dicho en la vida: “todos esos libros son suyos, sumercé”. Leer dejó de ser un simple pasatiempo y se transformó en un acto vital, como comer, dormir, tomar agua…
Pero leer también es un acto solitario. Requiere de tomar decisiones de descarte y de reemplazo. Implica estar cómodo o relativamente cómodo y no admite terceras compañías, es una conversación cerrada entre el autor y uno. Implica elegir entre quedarse leyendo o salir a esa invitación a un cumpleaños. O acompañar a la abuela a misa. O acompañar al abuelo a hacer un trámite. Era una decisión difícil y a veces me tocaba soltar el libro contra mi voluntad. De hecho, esa fue la frase perentoria que al final llenó mi casa, por muchos años, pronunciada en voz de mi abuela y de mi mamá: “Laura, ¡suelte ese libro y venga a comer! ¡No le repito más!”, “Laura, ¡suelte ese libro que mañana le toca madrugar! ¡Qué cosita!”. A veces mi abuela intentaba suavizarlo un poco: “sumercé, suelte ese libro que le van a salir las letras por las orejas”. Si el libro estaba muy bueno, la decisión era tortuosa. Mi abuelo entendía qué me pasaba sin que yo se lo explicara porque él también era un lector, oficio principal de sus días de jubilado.
Mi abuelo organizó sus días para estar durante las tardes en la casa, cuando yo ya estaba de regreso del colegio. De esa manera podíamos leer juntos. Él con su libro, yo con el mío. Eso para mí fue la felicidad y no he conocido ni conoceré algo que se le asemeje. No hablábamos, ni siquiera nos determinábamos, ni siquiera nos comentábamos los libros, pero ambos compartíamos el espacio y el misterio que envolvía a ese espacio. Cada uno por separado, a su manera, soñaba. Pero estábamos soñando el uno al lado del otro. Y esa felicidad duró todos mis años de primaria y de bachillerato. Duró doce largos y maravillosos años.
Zapaquilda, la bella
No faltó quienes criticaron mucho a mi abuelo por ese tremendo esfuerzo que parecía accidental pero que al final siempre fue minuciosamente calculado. Se había ahorrado los dolores de cabeza que puede causar una adolescente quien por naturaleza es rebelde, pero había criado a una muchacha solitaria y un tanto huraña, o al menos eso era lo que veían todos a su alrededor. Sus amigos lo acusaban de temer a la modernidad – la modernidad de esos años, claro –. Él siempre lo negó y siempre se sostuvo en que el futuro brillante que quería para mí estaba detrás de un escritorio y rodeada de libros, nada más. Finalmente, siempre se justificó y defendió acudiendo a dos hechos irrefutables: que yo no era tímida y que tenía mucho carácter, por lo tanto no tendría nunca problemas en la vida para hacer amigos o socializar.
Esto que diré ya son especulaciones mías, pero mi abuelo tenía la costumbre de ir al parque en las mañanas. Como buen jubilado, se encontraba en la “Plaza de Bolívar” con otros jubilados y esos jubilados también eran abuelos de nietas y nietos que tenían mi edad y que pasaron de ser niños a ser adolescentes en un contexto difícil. Ellos, en cierta medida, tenían algo de razón en sus preocupaciones. Casi todos vivieron historias muy tristes con sus “muchachos” y otros simplemente fueron afortunados, como mi abuelo, al que le resultó bien el plan. Conociéndolo como lo conocí, no me cabe duda de que enseñarme a amar a profundidad la lectura, tanto que se convirtió en una necesidad imperiosa en mi vida, fue un plan suyo muy bien diseñado y meticulosamente ejecutado para alejarme de ciertos peligros que estoy segura él, visionario como siempre fue, temió desde que yo llegué a su vida. Estoy segura, también, de que mi abuelo lidió en silencio con la idea de haber sido uno de los pocos que hiciera realidad un cuento de hadas, porque logró encerrar a su princesa en la torre de un castillo y le funcionó. Yo, en cambio, no sé cómo agradecerle a la vida, al azar y a él toda esta historia.
Después de leer El legado del alquimista me trepé en un sillón que había al lado de la biblioteca y escalé hacia el último compartimento porque los libros que allí había eran raros. Se trataba de una colección de libritos mínimos que cabían en la palma de una mano y que tenía por nombre uno absolutamente genial por lo preciso: “enciclopedia Pulga”, editada por Ediciones Grand Prix. Los revisé uno por uno y encontré títulos interesantes pero me decanté por uno, La tumba de hierro, del autor flamenco Hendrik Conscience. Al ser esta una colección española, su tendencia era a castellanizar los nombres, por lo que al autor lo llaman Enrique Conscience. En la colección también estaban Balzac, Dumas, Fray Luis de León, Miguel de Unamuno, Miguel de Cervantes y otros autores y obras clásicas de la literatura de las que me volví fanática. Mis recuerdos más emocionantes de casi toda mi infancia y juventud están relacionados con esos libros y con sus historias. Las alegrías que viví mientras los leía no las olvido y las sigo experimentando hoy.
Una de las fábulas con las que aprendí a leer y que aún hoy puedo recitar de memoria se titula La gata mujer, escrita por Félix María de Samaniego, uno de los mejores fabulistas a mi juicio. Cuenta la historia de un hombre solitario que se enamora de su gata y le pide a la luna que, como regalo, la transforme en una mujer para él poder desposarla. Aunque se le cumple el deseo, la ahora mujer no pierde su esencia de gata y el pobre sufre una decepción. La fábula comienza con el verso: “Zapaquila, la bella, era gata doncella / muy recatada, no menos hermosa / queríala su dueño por esposa” Recitarlo me parecía divertido y con seis años seguro se escuchaba chistoso. Mi abuelo lo disfrutaba mucho, tanto, que me llamaba Zapaquilda con una gracia que solo él tenía: “¡Zapaquilda, la bella! Que dice su abuelita que nos vamos para misa, alístese”. Los libros y la literatura – permítanme separar ambos a pesar de la delgadísima línea que los divide – permearon nuestras vidas siempre, en todo momento.
Comerse los libros
En un librito precioso y que disfruté mucho, Tocar los libros, del escritor y periodista español Jesús Marchamalo, este cuenta que Machado tenía la costumbre de comer papel. Se sumía tanto en las lecturas que iba arrancando pedacitos de los bordes de las hojas de los libros y se los comía. Me sorprendió muchísimo leer eso porque debo confesar que yo tuve – no, no es así, no es en pasado, aún la tengo – la manía de comer papel.
Llegué relativamente temprano a la vida de mi mamá, pero tarde para todos los demás. Me crie entre viejos y por tanto fui testigo desde niña de la tiranía del calendario sobre las personas y del conjuro que el olvido lanza sobre sus mentes. Uno de mis oficios fue, en no pocas ocasiones, cuidar de los enfermos. Más que cuidar, mi tarea consistía en vigilar. No solo a mi abuela, que sufría de algunas dolencias que no pocas veces la postraron, sino de sus hermanas, que entre caídas y fracturas, dolencias y achaques, me mostraron la fragilidad de la vejez. Cuando esto sucedía, mi oficio consistía en sentarme a un lado del enfermo y no moverme de ahí. Por supuesto, si el enfermo despertaba de su letargo y necesitaba algo, yo debía proporcionárselo o bien acudir a un adulto sano que me ayudara. ¿Qué hacía entonces? Leer. Abrir la puerta de escape. Viajar.
A pesar de lo triste que puede resultar cuidar a un enfermo, especialmente a uno que es querido, leer me ayudó a sobrellevar no solo la monotonía de estar al lado de una persona que reposa, sino a calmar el estrés de la espera mientras la persona se recupera… y ojalá sin secuelas. Fue así como, sin proponérmelo, casi como una autómata, comencé a arrancarle puntitas a las hojas de los libros y me las comía. Para mí eran como un chicle. Lo hice de manera tan inconsciente que para cuando me di cuenta ya era muy tarde: todos los libros estaban despicados. Me lo callé, por supuesto. Y sobre todo, elevé unas cuantas plegarias al cielo para que nadie lo notara. No lo podía controlar. En el fragor de la lectura, enfrascada en lo que estaba, iba despicando las hojas hasta armar pequeños turupes de papel en mi boca. Cuando ya era consciente de que estaba masticando algo que no era comida, el libro estaba herido de muerte.
Unas cuantas veces mi abuelo me acompañó a cuidar a las enfermas – en mi casa todas éramos mujeres – pero él no soportaba estar al lado de un postrado y solía más bien irse a la plaza con sus amigos o quedarse en otra habitación. Una vez sucedió lo impensado, lo inesperado: fue él quien cayó en cama. Fue como ver derrumbarse a un roble, literalmente, porque sucedió que sufrió un mareo extraño y cayó sobre su mesita de noche dándose un fuerte golpe con una de las esquinas. Aún recuerdo con horror sus heridas. Estuvo poco tiempo en cama, más bien prefería su sillón y en todo caso era un enfermo muy inquieto e impaciente, de esos que nadie aguantaba, excepto yo. Confieso que ‘vigilarlo’ no fue un oficio fácil porque no podía concentrarme en la lectura. Aunque lo intentaba, sufrí mucho viéndolo mal.
Por supuesto que aunque disfrutaba todos los libros, todos han sufrido el pulido de la relectura; han sido sujetos del paso de ese trapo de limpieza que es el tiempo. Así es como Julio Verne se ha mantenido como uno de mis héroes literarios desde que lo leí por primera vez, pero también desde que leí por primera vez a Miguel de Cervantes Saavedra – ojalá los hispanistas no me crucifiquen – ahora no goza de mi aprecio tan especial. Gracias a los libros también he conocido personas maravillosas que ocupan un lugar muy relevante en mi corazón. No olvido que por declararle una vez públicamente mi amor a Stendhal, el auténtico Padre y Señor de la novela para mí – así, con mayúsculas – conocí al gran Vicente y ambos están enlazados siempre en mi mente como técnica de nemotecnia, es decir, si pienso en Stendhal, pienso en Vicente y viceversa y por ambos siento un cariño inconmensurable. El rojo y el negro no se lee y entiende igual a los once años que a los veinte y que a los treinta, pero yo lo he disfrutado y lo disfruto cada vez que lo releo, aunque mi favorita es La cartuja de Parma.
Los libros pueden ser una red viva de amor, aunque esto pueda sonar cursi y meloso. Hace veintidós años en clase de castellano – sí, así se llamaba la asignatura – nos dieron por tarea leer una novela que en ese entonces estaba comenzando a ser furor en Colombia. A mí se me ocurrió escribirle al autor para entrevistarlo, e incluir su entrevista en el ensayo que nos pidieron escribir sobre la obra. Hoy, veintidós años después, considero a ese escritor no solo alguien muy entrañable, sino que es el responsable de que yo haya leído a Cormac McCarthy, el autor de ese extraño roadtrip que es La carretera. Otro gran amigo, a quien debo muchísimo, tanto que no hay suficientes libros para conciliar esa deuda, me recomendó un día, como si nada y de la nada, a Raymond Radiguet y esa pequeña obra maestra que es El diablo en el cuerpo, escrita por Radiguet con tan solo diecinueve años. Carlos, mi amigo, lo sabe porque nunca me he cansado de repetírselo, que le agradezco esa recomendación tanto como lo mucho que me ha ayudado en la vida.
Pueden ustedes llamarme Ismael
Tanto como leer, disfruto hablar sobre libros. Por eso atesoro en mi vida a cada persona que conozco y que comparte mi afición. Mis mejores conversaciones son sobre libros, son las que más disfruto y, por supuesto, son las más escasas. También son las más intensas y me reconozco insoportable con el tema. Con mi amigo Andrés nos gusta bromear y suponer que, si algún día alguien espiara nuestras conversaciones, por la razón que sea, el intruso tendría solo dos opciones: o se arma una lista de libros y se apunta a leer con nosotros, o se aburre infinitamente.
Los libros me han compensado. No soy muy creyente de la superchería y la magia y por principio no hago relaciones de causalidad con las casualidades, pero no puedo evitar pensar eso siempre: que los libros me han compensado. Y lo han hecho en muchas formas. Tal como los sacerdotes interrogan a los novios que serán esposos, los libros me han acompañado en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza. Siempre, en todo momento, me han acompañado incluso cuando no estoy leyéndolos, cuando no cargo un solo libro encima.
Hace unos años atrás yo estaba en la sala de reuniones del que entonces era mi trabajo, a punto de comenzar una reunión muy difícil para mí con varios ejecutivos de la empresa. El gerente de operaciones se presentó en el lugar, al igual que yo, con diez minutos de anticipación. Poco o nada habíamos conversado antes y se interpuso entre nosotros ese silencio incómodo de dos extraños que con suerte se han intercambiado el saludo. Yo empecé a borrar la pizarra para prepararme y a conectar el computador al monitor cuando de repente el señor aclara la garganta y me dice: “a mí me gusta mucho Álvaro Mutis, ¿tú lo has leído?” Ese día murió la tensión y nació una amistad que conservo hasta ahora. Cuando necesito hacer un espacio en mi biblioteca y debo, con valentía y buen pulso, sacar algunos libros, es este amigo quien los recibe porque nadie como él los cuidará y, además, los leerá. Todavía pienso que los libros de Álvaro Mutis me regalaron toda esta historia que vino después. Fueron una llave, fueron un puente.
Por puro egoísmo con este regalo reciente que me trajeron los libros y porque sé que su pretensión no es la fama, diré que el protagonista de la siguiente historia se llama Ismael. Hace poco, un domingo de mayo, de repente, por sorpresa y de la nada, Ismael me envió unas fotos que tomó a dos fragmentos del libro que estaba leyendo. Él no lo sabe y no sé si se sienta aludido al leer esto – suponiendo que lo lea – pero ese día, a esa hora, le lanzó un insuflo de ánimo a un instante de cierta tristeza y melancolía. Unas líneas más arriba dije que los libros me han compensado, pero también debo confesar que solo pienso en ello con detenimiento desde ese domingo de mayo. Concentrada, leyendo atentamente lo que él me envió, me di a la tarea de desenredar la madeja a través del mismo Ismael a quien le tengo gran aprecio, entre otras cosas porque si bien lo conozco hace muy poco, me parece una de las personas más interesantes, sensibles y cultas que me he tropezado en la vida, que me han regalado los libros. En una de las tantas conversaciones en donde hemos intercambiado títulos y recomendaciones, Ismael me confesó muy emocionado – es difícil intuir las emociones en conversaciones de whatsapp pero quiero creer que pude identificar incluso la pasión de su relato – que su religión era una: el nombre de su autor más entrañable y admirado. Y con la misma emoción me dejó ver a través de un par de fotos que tiene la colección completa de sus obras en su biblioteca, en una edición bellísima, por cierto.
Mis conversaciones recientes con Ismael me llevaron no solo a recordar todo esto que he escrito hasta ahora, sino también a pensar en la perfección y belleza de los libros leídos y de la biblioteca que me rodea mientras escribo esto, en cómo llegué a ella. Leyendo cada cosa que me envía Ismael, me he sorprendido susurrando para mí el mismo mantra de agradecimiento que alguna vez le escuché a mi abuelo. Resulta que una vez me llevó a una librería para comprarme el libro que yo quisiera de regalo por mi cumpleaños número trece. Escogí dos: La tía Tula de Miguel de Unamuno y una compilación muy bonita de las obras de teatro más importantes de Shakespeare. Nunca olvidaré que llegamos a la casa y yo fui disparada a disfrutar de la compra. Mi abuelo, dejando el bastón sobre el perchero, saludó a mi abuela con el acostumbrado beso y le dijo con una mezcla de orgullo y alivio, mientras me señalaba: “Bendito seas, Rafael Pombo”
Estuve indagando y el misterio aún no está resuelto, no del todo. Todavía no se sabe si en aquel febrero de 1974 en el Festival Internacional de la Canción de Viña del Mar, Edmundo “Bigote” Arrocet interpretó de rodillas “Libre” de Nino Bravo como una forma de protesta por el naciente gobierno militar, o como una expresión de agradecimiento a Augusto Pinochet por haber evitado el avance de la Unidad Popular liderada por Salvador Allende. Lo cierto es que el episodio ha confrontado por años a la izquierda y a la derecha y que la canción, famosa en la voz de Nino Bravo, realmente fue compuesta por José Luis Armenteros y Pablo Herreros en honor a Peter Fetcher, un joven de veinte años quien fuera el primero que intentó burlar el Muro de Berlín, desesperado por cruzar hacia la libertad y que, por supuesto, murió en el intento.
“Bigote” Arrocet emigró de Chile a España y allá se estableció logrando éxito en los medios. Al día de hoy todavía lo persigue la polémica de aquel febrero del 74, la cual él ha eludido con sutileza. Testigos del evento en esa época afirman que Arrocet hizo un preámbulo y dijo, más o menos, que iba a interpretar una canción sobre algo “que pudo haber pasado, pero de lo que Chile se libró”.
El episodio de Arrocet y la ambigüedad de sus múltiples interpretaciones políticas y simbólicas me fascina porque me permite siempre ejemplificar esa terrible paradoja de la libertad que se dio en Chile el 11 de septiembre de 1973. Llevo cerca de veinte años viviendo en Chile y amo a este país. Mis costumbres están permeadas completamente por la cultura chilena, hice mi carrera y mi vida en este país y acá está mi hogar. Están mis seres queridos vivos y también los muertos. Este país es maravilloso, pero cualquier bondad de Chile que yo pueda pintar en este artículo está marcada por un pecado original: el de la paradoja de la libertad.
En el 73, cuando los militares se tomaron La Moneda, muchísimas personas sintieron alivio y felicidad. Muchos, leyendo esto, pensarán que me refiero a personas “fascistas” o seres desalmados sedientos de sangre, pero quien viva en este país y haya conversado con un número considerable de chilenos de todas las edades y estratos sociales, siempre se encontrará con un pero: “qué terrible que haya sido una dictadura militar pero…” y después del pero viene la remembranza de los tiempos de Allende, la cual suele ser una muy triste. Descontando a los acérrimos fanáticos de la Unión Popular, a la izquierda más añeja y los que ignoran cómo fueron las cosas en esos años, son pocas las personas que, habiendo vivido en esa época, la recuerden con cariño.
No voy a justificar dictaduras. Soy liberal y, por supuesto, no puedo justificar la coerción y la violencia. Pero que no la justifique no significa que no intente entenderla racionalmente. Y en Chile se dio algo que yo llamo la paradoja de la libertad: la clase media chilena de los años 70 vio con alivio el avance de los militares, porque lo venía pidiendo a gritos. Son múltiples las historias y testimonios de lo sucedido en aquel entonces, desde las largas filas para conseguir cualquier cosa: pan, harina, huevos, aceite, hasta la desesperación de muchos que les tiraban maíz a los militares como una forma de llamarles “gallinas” por no querer atreverse a dar el salto.
Si los más tozudos no quisieran dar crédito a los testimonios de aquellos que vivieron el gobierno de Allende, pueden ir directamente a las cifras que nunca mienten: hiperinflación, niveles de pobreza extrema, un control absoluto por parte del Estado, entre otros. El plan económico aplicado por Allende, conocido como Plan Vuskovic, se caracterizó por aplicar medidas de planificación central que se basaron sobre todo en la nacionalización y redistribución de los recursos. El resultado fue desastroso. Sebastián Edwards Figueroa, reconocido economista chileno, cuenta en su libro de memorias Conversación interrumpida cómo se controlaba hasta el precio de las bolsitas de té y cuenta varias anécdotas de cuando fue Jefe del Departamento de Precios –para que se hagan una idea del nivel de planificación central que había–.
Chile estaba a niveles que pueden equipararse a la Venezuela de hoy, y el contexto social y político de la época propició las condiciones suficientes para que los militares dieran el golpe. Sin justificar ninguna de las atrocidades cometidas durante dicho régimen, al día de hoy nadie que conozca esta historia lo suficientemente bien puede soportar la paradoja de la libertad que supone: unos militares se tomaron el poder para darle algo muy similar a la libertad a Chile, no solamente porque le arrebataron el país a un grupo de marxistas, sino porque lo devolvieron con un impresionante desarrollo económico que, al día de hoy, vuelve locos a todos los analistas.
Figura No. 1. Datos sobre el cambio de cara de Chile.
Otra cosa es cuando se trae a colación el hecho fundamental que fue la causa de dicha paradoja: los Chicago boys. El grupo de economistas graduados de la Universidad de Chicago, quienes idearon un programa económico lo más liberal que les fue posible y con el cual sacaron a Chile del pozo oscuro en el que se encontraba. El mentor de los Chicago boys fue Arnold “Alito” Harberger. Contrario a lo que muchos detractores de Milton Friedman les gusta enarbolar, quien realmente está detrás de la formación económica de los Chicago boys es “Alito”. Visto en perspectiva, considerando el impresionante progreso y desarrollo que consiguió Chile gracias a estas políticas económicas liberalizadoras, yo siempre sostendré que ningún político latinoamericano, con su buenismo extremo y sus populismos baratos, ha sacado tanta gente de la pobreza y le ha aportado tanto desarrollo a un país como lo hicieron los economistas del grupo de los Chicago boys y su mentor “Alito” Harberger.
Figuras No. 2 y 3. Fotografía de Arnold “Alito” Harberger (izquierda) | Fotografía de los Chicago boys (derecha).
“La eterna vigilancia es el precio de la libertad” reza una famosa frase de Thomas Jefferson. Chile consiguió su libertad durante un gobierno militar: durante una dictadura. Puede molestarnos profundamente esa idea, pero es un hecho innegable. De hecho, como bien lo apunta Axel Kaiser, hablar de ese tema no resiste un análisis desapasionado y racional, porque nadie se reconcilia con esa forma de llegada de la libertad. Es la misma paradoja que se presenta cuando uno escucha a un cubano o a un venezolano, afligidos por los regímenes comunistas que los agobian, clamando por una intervención militar de Los Estados Unidos, la cual es vista como un hito liberalizador. Insisto, podemos estar en contra de esta paradoja, pero no la podemos negar: existió y existe. Como dice Thomas Sowell: “Todo es cuestión de trade-offs”.
Quienes aseguran que la economía no es importante y se puede experimentar con ella, que el control centralizado del Estado, y no la libertad, son el insumo necesario para la creación de la riqueza, quienes creen que se puede vivir en un país que sacrifica prosperidad en nombre de la “igualdad”, son aquellos que han dejado de vigilar la libertad y ya la dieron por sentada.
Supongo que Chile se quiere exorcizar del pecado original en el que nació su progreso y desarrollo, refundando al país a través de una nueva constitución y de matar completamente el modelo que lo llevó a tener niveles de pobreza extrema bajísimos, y de riqueza y movilidad social altísimos. Los principales contradictores de este modelo suelen llamarle el “infierno neoliberal”. Otros han dicho que Chile es “la tumba del neoliberalismo”. Varios más aseguran que el “modelo fracasó”.
Auguro que el resultado de ese delirio de culpa por el “modelo maldito” terminará en tiempos muy parecidos a los de Allende, que dieron origen a todo esto. Por el momento, no existe contradictor al modelo mal llamado “neoliberal”, ni opositor político o económico que haya logrado explicar con datos concretos y hechos fehacientes, sin recurrir a un relato apasionado cargado de victimismo, el éxito que vivió Chile. Pero si los contradictores se ven apurados para entender cómo diablos un país pudo ser el faro del progreso en Latinoamérica gracias a un gobierno militar y dictatorial, menos han podido responder a la pregunta más compleja de todas.
Al censo 2019 somos 1’450.000 extranjeros viviendo en Chile. Ustedes saben que la mayoría somos inmigrantes que llegamos a este país en búsqueda de oportunidades y progreso; muchos conseguimos salir de la pobreza acá. Mi pregunta, y espero que quien tenga la respuesta por favor se comunique conmigo y me la diga, es la siguiente: si Chile es la tumba del modelo, el hueco podrido del capitalismo ¿Por qué ese más de millón de inmigrantes somos tan estúpidos de vivir acá en el “infierno neoliberal”?
Hay libros cuya lectura requiere de gran paciencia y un estómago fuerte capaz de resistir a los hechos brutales. Ya algo de esto había comentado en un artículo anterior en donde reseño el libro Mao’s great famine del historiador Frank Dikötter. El libro del que les hablaré ahora también describe con precisión un infierno. Se trata de The harvest of sorrow: soviet collectivization and the terror famine, del historiador ingles Robert Conquest.
No es primera vez que escribo sobre lo que me produce leer un libro escrito por Jorge Franco. Y, como siempre, lo hago desde mi lectura muy personal y sin el ánimo de hacer una crítica objetiva, porque el ejercicio de leer a nuestros autores favoritos, cuyas historias nunca nos defraudan, termina en comentarios muy parciales. Bueno, también cuenta el hecho de que sólo sé hablar de libros a partir de la experiencia que vivo con su lectura.
En 2010, mi amigo Ricky me habló de un libro que había leído y que le había causado tanto horror que varias veces tuvo que interrumpir su lectura para no sufrir náuseas. Yo lo consideré una exageración suya, pero anoté el título con intención de comprarlo algún día. Luego lo olvidé. Hace un par de años me acordé de nuevo del libro aquel y lo compré en Kindle. No lo esperaba. A medida que avanzaba en mi lectura fui descendiendo al infierno, tal como le sucedió a la sociedad china entre 1958 y 1962. El libro se titula Mao’s Great Famine: the history of China’s most devastating catastrophe. 1958 – 1962, y su autor es el historiador Frank Dikötter.
No me gusta Donald Trump, pero no por las mismas razones que a la mayoría, es decir, que a mí no me cae bien o mal alguien por los números de su cuenta bancaria. Trump me parece nefasto porque es un populista más, solo que de esos que van hacia el otro lado: uno virado hacia la derecha ultraconservadora. No quiero extenderme más sobre las razones por las que Trump no me gusta. Prefiero decirles a todos sus detractores un par de cosas que, a mi parecer, pocos les han dicho de frente. Seré directa: todos ustedes detractores furibundos de Trump, indignados de Facebook, Twitter y demás, me parecen unos hipócritas.
En enero de este año leí, por pura casualidad, una discusión que sostuvieron, vía redes sociales, el famoso ingeniero Mario Waissbluth, fundador y director del movimiento educacional llamado Educación 2020, y Axel Kaiser, un abogado y doctor en filosofía, director ejecutivo de la Fundación para el Progeso (FPP), un think tank que promueve las ideas del liberalismo más clásico y puro (ese de Hayek, de Fridman). A Waissbluth de una u otra forma yo lo ubicaba, pero de Kaiser nunca había escuchado hablar hasta ese momento. Me di cuenta del encontrón de ambos porque varios de mis amigos colgaron en Facebook la respuesta de Waissbluth acompañada de comentarios elogiosos y asegurando que este había dado poco menos que sopa y seco a Kaiser. La polémica tenía por tema central el que, desde hace varios años, tiene un protagonismo especial en Chile: si la educación debe o no ser gratuita y, en todo caso, financiada por el Estado. No quiero profundizar sobre el debate que ambos personajes sostuvieron, en realidad lo traigo a colación porque ese intercambio tan simple y sin mayor importancia, fue capaz de hacerme encontrar la llave de una puerta que yo había cerrado hacía muchos años atrás.