Bendito seas, Rafael Pombo 

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación. 

 

Jorge Luis Borges, El libro 

Borges Oral 

 

Fábulas para niños 

 

Cuando yo estaba cursando segundo o tercer año de bachillerato, no lo recuerdo con tanta precisión, mi mamá comenzó a recibir llamados de atención de la profesora a cargo del curso. De acuerdo con su relato, yo presentaba un comportamiento que la tenía inquieta puesto que no estaba aprovechando lo suficiente la hora del descanso. Comía – cuando comía – rápidamente y el resto del tiempo lo pasaba en la biblioteca. No estaba desarrollando habilidades sociales, o algo así, palabras más palabras menos, le dijeron a mi mamá. 

 

Se trataba de un colegio católico solo para niñas y lo curioso es que yo sí recuerdo haber tenido un grupito de amigas, haber salido con ellas en numerosas ocasiones a comer helado y haber socializado lo suficiente como para no preocupar a nadie. Lo recuerdo ahora y en ese entonces también lo creía así, ¿cuál era el problema? Se puede caminar y mascar chicle al mismo tiempo. Se puede ser sociable y a la vez leer mucho. Una cosa no quitaba la otra. O eso creía yo. La verdad es que la profesora algo de razón tenía. En mi casa sabían que lo mío era obsesivo y no tenía remedio. Creo que mi mamá no se alcanzó a alarmar con las quejas de la profesora, porque cuando llegó a la casa y les contó a mis abuelos, mi abuelo resolvió el problema de un tajo: “¡qué bobada! Mejor que le reclamen porque se la pasa metida en la biblioteca y no porque anda por ahí de vaga”.  

 

Como nací huérfana de padre, esa ausencia la tuvo que suplir mi abuelo. La distancia generacional y el dilema entre malcriar como lo hace un abuelo y criar como lo hace un padre, lo obligaron siempre a tomar decisiones difíciles y en ocasiones tajantes con respecto a mi educación. Muchas de esas decisiones, vistas con el lente del presente, podrían parecer exageradas o anticuadas, pero sometidas a la prueba del pasado o puestas en el contexto de esos años, también podrían parecer muy modernas. Lo cierto es que en la casa él era la autoridad y como tal decidió que yo no pisaría la cocina para otra cosa que no fuera buscar agua y chucherías, que no sabría para qué sirve una escoba y un trapeador y que solo admitiría que aprendiera a tender la cama y eso porque le parecía una buena disciplina. Coser, bordar y tejer tampoco le llamaban la atención como oficios para mí, a pesar de que mi abuela era una experta modista, una impecable bordadora y tejía prácticamente obras de arte, por lo tanto prohibió que se me obligara su enseñanza. A pesar de su edad, de sus creencias, de ser un hombre tremendamente conservador, no quería que yo hiciese o aprendiese nada de lo que, al menos en su época y bajo su crianza, hacían y aprendían las señoritas de casa. Desconozco la razón de su espíritu tan moderno, pero mi abuela cumplió con advertirle que con eso solo lograría criar a una inútil que no sabe ni freír un huevo… y al final del día saber freír un huevo es un conocimiento necesario. Mi abuelo nunca admitió discusión al respecto, pero mi abuela siempre tuvo razón porque hasta el día de hoy soy de esas personas que hasta la ensalada se le quema.  

 

La apuesta de mi abuelo fue arriesgada y su plan tenía dos componentes. Primero, mi abuela tenía que enseñarme a leer a temprana edad y segundo, él tenía que encargarse de que no solo se tratara de juntar letras y entenderlas sino de que además me gustara ese ejercicio por un tiempo prolongado. ¿Y si a mí no me hubiese gustado leer? ¿Y si yo hubiese detestado los libros? ¿Cuál habría sido su frustración y su sufrimiento si a mí leer me hubiese dado sueño, como a tantas personas les pasa? Todas eran posibilidades. Yo sé que él tuvo miedo de todas ellas porque alguna vez espié una conversación que tenían con mi mamá y él le decía que estaba muy agradecido con dios de que “a esta muchachita le guste tanto leer”.  

 

Su trabajo fue paciente y dio frutos. Según lo que alguna vez me contó mi abuela, para que a mí me entrara gusto por la lectura mi abuelo creía que existía un libro infalible y único: las fábulas para niños. Encontró la que para él era la mejor edición, la de editorial  Latinopal. Esa selección de fábulas fue una puerta inicial, pero no la puerta definitiva. Las fábulas funcionaron a las mil maravillas y me gustaron tanto que me engolosiné con el libro. Mi abuelo se encargó, entonces, de comprar una tonelada de libros similares, la mayoría cuentos infantiles. Le debo momentos maravillosos de mi niñez a señores como Esopo, Tomás de Iriarte, Félix María de Samaniego y el rey de todos: Rafael Pombo.  

 

Mi abuelo logró generar una costumbre alrededor de la lectura, que fue una mezcla de disciplina con estrategias para encantarme. El domingo leíamos juntos el periódico y poco a poco me enseñó a buscar cosas en los diccionarios enciclopédicos, también a forma de juego… Pero pronto el juego dejó de serlo. Los cuentos y fábulas estaban bien, el diccionario también, pero ya estaban repetidos. Entonces pedí que por favor me dejara sacar libros de nuestra biblioteca. 

 

Años después supe que ese fue uno de los días más felices de su vida.  

 

De Verne a García Márquez 

 

No toda la biblioteca estaba permitida, por eso yo debía pedir por favor que me dejara sacar libros de ahí. Ya  lo dije, mi abuelo tenía una mezcla extraña de ideas modernas – al menos para su edad – con otras más anticuadas que no transaba. Había barreras y había condiciones. La más importante de todas era que él consideraba a García Márquez una lectura poco apropiada – por decirlo suave, la verdad es que lo llamaba ‘ese degenerado’-,   pero en la casa no había dictadura, ergo, estaban todos sus libros los cuales eran propiedad de mi mamá, quien sí era su lectora consumada y profunda admiradora.  

 

Para resolver el dilema lo que hizo mi abuelo fue separar el polvo de la paja. Dejó en la biblioteca principal de la casa los libros permitidos y puso en la biblioteca secundaria, un poco más pequeña y ubicada en su oficina, los libros prohibidos: “quedan donde mis ojos los vean”, le dijo a mi abuela. Los puso en lo más alto de la biblioteca, mezclados entre su preciosa colección de búhos. Esa estrategia de segregación no era azarosa. Si a mí se me ocurría la gracia de buscar un banco para escalar por un libro, corría el riesgo de mover los búhos, o peor, de quebrar los más delicados, en su mayoría de porcelana y vidrio. Y si lo cuento con tanta precisión fue porque lo intenté una vez y me pillaron fácil: quebré el búho y lo intenté recomponer. Como él nunca dejó que aprendiera bien manualidades y siempre he sido muy torpe para esos menesteres, el delito se reveló muy fácilmente. Me llevé un regaño y una advertencia y, siguiendo el consejo de mi abuela, “dejé lo santos quietos en su altar”… o, en este caso, los búhos.  

 

En la biblioteca de los libros prohibidos no solamente estaba García Márquez, también separó algunos libros de Gustavo Álvarez Gardeazábal – aunque este último sí le gustaba – y unas novelas románticas que no sabía por qué habían parado allá. Mi abuela y mi mamá le advirtieron que la censura le iba a durar solo unos cuantos años. “Eso en el colegio le van a poner a leer a García Márquez y hasta allí le llegó la gracia, viejo. Le toca bajar esos libros de allá”, le dijo mi abuela. Y así fue.  

 

La biblioteca principal, la de los libros permitidos, dejó de ser un mueble empotrado en una pared y pasó a ser una puerta. La siguiente puerta. La que se abría al universo paralelo. La de escape. La de emergencia. Ahora que lo pienso, solo le faltaba un letrero coronándola que rezara “Exit”. Cuando mi abuelo hizo la correspondiente purga, me llevó al lugar y durante una tarde me explicó cómo estaban clasificados los libros y me dio permiso para reclasificarlos como yo quisiera. Me prohibió subrayarlos o hacerles algún daño. Debía cuidarlos como si fueran de vidrio, como los búhos de la colección. Si me gustaba algo y quería resaltarlo, debía tomar notas aparte en un cuaderno y transcribir con paciencia lo que quisiera resaltar. Con el paso del tiempo he traicionado esa orden perentoria y hoy mis libros – al menos los que no son ediciones de lujo – están rayados y con notas en los márgenes. Lo que sí conservo es la costumbre de tomar notas aparte en un cuaderno, sobre todo cuando el libro me fascina a un nivel tal que necesito comentarlo. Una vez recibidas las instrucciones, mi abuelo me entregó el primer libro que me recomendaba leer. Se trataba de una edición juvenil de un libro que hoy se consigue con mucha dificultad, El legado del Alquimista de Julio Verne. Al parecer esa no es la traducción más común del título. Dicho todo lo anterior, quiero aclarar que los libros no estuvieron libres de daños. Lo cierto es que es lo herí de una de forma que contaré más adelante y que, no sé cómo, pero pasó desapercibida… o eso creo yo.  

 

Definitivamente mi abuelo sabía cómo hacía las cosas. Todavía me emociono recordando lo que El legado del Alquimista significó para mí. Lo leí sin parar, sin respirar, haciendo pausas justas para comer y para dormir, en dos días. Y pedí permiso para sacar otro libro. Mi abuelo me dijo las palabras mágicas, las más hermosas que me han dicho en la vida: “todos esos libros son suyos, sumercé”. Leer dejó de ser un simple pasatiempo y se transformó en un acto vital, como comer, dormir, tomar agua…  

 

Pero leer también es un acto solitario. Requiere de tomar decisiones de descarte y de reemplazo. Implica estar cómodo o relativamente cómodo y no admite terceras compañías, es una conversación cerrada entre el autor y uno. Implica elegir entre quedarse leyendo o salir a esa invitación a un cumpleaños. O acompañar a la abuela a misa. O acompañar al abuelo a hacer un trámite. Era una decisión difícil y a veces me tocaba soltar el libro contra mi voluntad. De hecho, esa fue la frase perentoria que al final llenó mi casa, por muchos años, pronunciada en voz de mi abuela y de mi mamá: “Laura, ¡suelte ese libro y venga a comer! ¡No le repito más!”, “Laura, ¡suelte ese libro que mañana le toca madrugar! ¡Qué cosita!”. A veces mi abuela intentaba suavizarlo un poco: “sumercé, suelte ese libro que le van a salir las letras por las orejas”. Si el libro estaba muy bueno, la decisión era tortuosa. Mi abuelo entendía qué me pasaba sin que yo se lo explicara porque él también era un lector, oficio principal de sus días de jubilado.  

 

Mi abuelo organizó sus días para estar durante las tardes en la casa, cuando yo ya estaba de regreso del colegio. De esa manera podíamos leer juntos. Él con su libro, yo con el mío. Eso para mí fue la felicidad y no he conocido ni conoceré algo que se le asemeje. No hablábamos, ni siquiera nos determinábamos, ni siquiera nos comentábamos los libros, pero ambos compartíamos el espacio y el misterio que envolvía a ese espacio. Cada uno por separado, a su manera, soñaba. Pero estábamos soñando el uno al lado del otro. Y esa felicidad duró todos mis años de colegio y todos mis años de bachillerato. Duró doce largos y maravillosos años.  

 

 

Zapaquilda, la bella  

 

No faltó quienes criticaron mucho a mi abuelo por ese tremendo esfuerzo que parecía accidental pero que al final siempre fue minuciosamente calculado. Se había ahorrado los dolores de cabeza que puede causar una adolescente quien por naturaleza es rebelde, pero había criado a una muchacha solitaria y un tanto huraña, o al menos eso era lo que veían todos a su alrededor. Sus amigos lo acusaban de temer a la modernidad – la modernidad de esos años, claro –. Él siempre lo negó y siempre se sostuvo en que el futuro brillante que quería para mí estaba detrás de un escritorio y rodeada de libros, nada más. Finalmente, siempre se justificó y defendió acudiendo a dos hechos irrefutables: que yo no era tímida y que tenía mucho carácter, por lo tanto no tendría nunca problemas en la vida para hacer amigos o socializar.   

 

Esto que diré ya son especulaciones mías, pero mi abuelo tenía la costumbre de ir al parque en las mañanas. Como buen jubilado, se encontraba en la “Plaza de Bolívar” con otros jubilados y esos jubilados también eran abuelos de nietas y nietos que tenían mi edad y que pasaron de ser niños a ser adolescentes en un contexto difícil. Ellos, en cierta medida, tenían algo de razón en sus preocupaciones. Casi todos vivieron historias muy tristes con sus “muchachos” y otros simplemente fueron afortunados, como mi abuelo, al que le resultó bien el plan. Conociéndolo como lo conocí, no me cabe duda de que enseñarme a amar a profundidad la lectura, tanto que se convirtió en una necesidad imperiosa en mi vida, fue un plan suyo muy bien diseñado y meticulosamente ejecutado para alejarme de ciertos peligros que estoy segura él, visionario como siempre fue, temió desde que yo llegué a su vida. Estoy segura, también, de que mi abuelo lidió en silencio con la idea de haber sido uno de los pocos que hiciera realidad un cuento de hadas, porque logró encerrar a su princesa en la torre de un castillo y le funcionó. Yo, en cambio, no sé cómo agradecerle a la vida, al azar y a él, toda esta historia.   

 

Después de leer El legado del alquimista me trepé en un sillón que había al lado de la biblioteca y escalé hacia el último compartimento porque los libros que allí había eran raros. Se trataba de una colección de libritos mínimos que cabían en la palma de una mano y que tenía por nombre uno absolutamente genial por lo preciso: “enciclopedia Pulga”, editada por Ediciones Grand Prix. Los revisé uno por uno y encontré títulos interesantes pero me decanté por uno, La tumba de hierro, del autor flamenco Hendrik Conscience. Al ser esta una colección española, su tendencia era a castellanizar los nombres, por lo que al autor lo llaman Enrique Conscience. En la colección también estaban Balzac, Dumas, Fray Luis de León, Miguel de Unamuno, Miguel de Cervantes y otros autores y obras clásicas de la literatura de las que me volví fanática. Mis recuerdos más emocionantes de casi toda mi infancia y juventud están relacionados con esos libros y con sus historias. Las alegrías que viví mientras los leía no las olvido y las sigo experimentando hoy. 

 

Una de las fábulas con las que aprendí a leer y que aún hoy puedo recitar de memoria se titula La gata mujer, escrita por Félix María de Samaniego, uno de los mejores fabulistas a mi juicio. Cuenta la historia de un hombre solitario que se enamora de su gata y le pide a la luna que, como regalo, la transforme en una mujer para él poder desposarla. Aunque se le cumple el deseo, la ahora mujer no pierde su esencia de gata y el pobre sufre una decepción. La fábula comienza con el verso: “Zapaquila, la bella, era gata doncella / muy recatada, no menos hermosa / queríala su dueño por esposa” Recitarlo me parecía divertido y con seis años seguro se escuchaba chistoso. Mi abuelo lo disfrutaba mucho, tanto, que me llamaba Zapaquilda con una gracia que solo él tenía: “¡Zapaquilda, la bella! Que dice su abuelita que nos vamos para misa, alístese”. Los libros y la literatura – permítanme separar ambos a pesar de la delgadísima línea que los divide – permearon nuestras vidas siempre, en todo momento.  

 

Comerse los libros  

 

En un librito precioso y que disfruté mucho, Tocar los libros, del escritor y periodista español Jesús Marchamalo, este cuenta que Machado tenía la costumbre de comer papel. Se sumía tanto en las lecturas que iba arrancando pedacitos de los bordes de las hojas de los libros y se los comía. Me sorprendió muchísimo leer eso porque debo confesar que yo tuve – no, no es así, no es en pasado, aún la tengo – la manía de comer papel.  

 

Llegué relativamente temprano a la vida de mi mamá, pero tarde para todos los demás. Me crie entre viejos y por tanto fui testigo desde niña de la tiranía del calendario sobre las personas y del conjuro que el olvido lanza sobre sus mentes. Uno de mis oficios fue, en no pocas ocasiones, cuidar de los enfermos. Más que cuidar, mi tarea consistía en vigilar. No solo a mi abuela, que sufría de algunas dolencias que no pocas veces la postraron, sino de sus hermanas, que entre caídas y fracturas, dolencias y achaques, me mostraron la fragilidad de la vejez. Cuando esto sucedía, mi oficio consistía en sentarme a un lado del enfermo y no moverme de ahí. Por supuesto, si el enfermo despertaba de su letargo y necesitaba algo, yo debía proporcionárselo o bien acudir a un adulto sano que me ayudara. ¿Qué hacía entonces? Leer. Abrir la puerta de escape. Viajar.  

 

A pesar de lo triste que puede resultar cuidar a un enfermo, especialmente a uno que es querido, leer me ayudó a sobrellevar no solo la monotonía de estar al lado de una persona que reposa, sino a calmar el estrés de la espera mientras la persona se recupera… y ojalá sin secuelas. Fue así como, sin proponérmelo, casi como una autómata, comencé a arrancarle puntitas a las hojas de los libros y me las comía. Para mí eran como un chicle. Lo hice de manera tan inconsciente que para cuando me di cuenta ya era muy tarde: todos los libros estaban despicados. Me lo callé, por supuesto. Y sobre todo, elevé unas cuantas plegarias al cielo para que nadie lo notara. No lo podía controlar. En el fragor de la lectura, enfrascada en lo que estaba, iba despicando las hojas hasta armar pequeños turupes de papel en mi boca. Cuando ya era consciente de que estaba masticando algo que no era comida, el libro estaba herido de muerte.  

 

Muchas veces mi abuelo me acompañó a cuidar a las enfermas – en mi casa todas éramos mujeres – pero él no soportaba estar al lado de un postrado y solía más bien irse a la plaza con sus amigos o quedarse en otra habitación. Una vez sucedió lo impensado, lo inesperado: fue él quien cayó en cama. Fue como ver derrumbarse a un roble, literalmente, porque sucedió que sufrió un mareo extraño y cayó sobre su mesita de noche dándose un fuerte golpe con una de las esquinas. Aún recuerdo con horror sus heridas. Estuvo poco tiempo en cama, más bien prefería su sillón y en todo caso era un enfermo muy inquieto e impaciente, de esos que nadie aguantaba, excepto yo. Confieso que ‘vigilarlo’ no fue un oficio fácil porque no podía concentrarme en la lectura. Aunque lo intentaba, sufrí mucho viéndolo mal.  

 

Por supuesto que aunque disfrutaba todos los libros, todos han sufrido el pulido de la relectura; han sido sujetos del paso de ese trapo de limpieza que es el tiempo. Así es como Julio Verne se ha mantenido como uno de mis héroes literarios desde que lo leí por primera vez, pero también desde que leí por primera vez a Miguel de Cervantes Saavedra – ojalá los hispanistas no me crucifiquen – ahora no goza de mi aprecio tan especial. Gracias a los libros también he conocido personas maravillosas que ocupan un lugar muy relevante en mi corazón. No olvido que por declararle una vez públicamente mi amor a Stendhal, el auténtico Padre y Señor de la novela para mí – así, con mayúsculas – conocí al gran Vicente y ambos están enlazados siempre en mi mente como técnica de nemotecnia, es decir, si pienso en Stendhal, pienso en Vicente y viceversa y por ambos siento un cariño inconmensurable. El rojo y el negro no se lee y entiende igual a los once años que a los veinte y que a los treinta, pero yo lo he disfrutado y lo disfruto cada vez que lo releo, aunque mi favorita es La cartuja de Parma.  

 

Los libros pueden ser una red viva de amor, aunque esto pueda sonar cursi y meloso. Hace veintidós años en clase de castellano – sí, así se llamaba la asignatura – nos dieron por tarea leer una novela que en ese entonces estaba comenzando a ser furor en Colombia. A mí se me ocurrió escribirle al autor para entrevistarlo, e incluir su entrevista en el ensayo que nos pidieron escribir sobre la obra. Hoy, veintidós años después, considero a ese escritor no solo alguien muy entrañable, sino que es el responsable de que yo haya leído a Cormac McCarthy, el autor de ese extraño roadtrip que es La carretera. Otro gran amigo, a quien debo muchísimo, tanto que no hay suficientes libros para conciliar esa deuda, me recomendó un día, como si nada y de la nada, a Raymond Radiguet y esa pequeña obra maestra que es El diablo en el cuerpo, escrita por Radiguet con tan solo diecinueve años. Carlos, mi amigo, lo sabe porque nunca me he cansado de repetírselo, que le agradezco esa recomendación tanto como lo mucho que me ha ayudado en la vida.  

 

Bendito seas, Rafael Pombo 

 

Tanto como leer, disfruto hablar sobre libros. Por eso atesoro en mi vida a cada persona que conozco y que comparte mi afición. Mis mejores conversaciones son sobre libros, son las que más disfruto y, por supuesto, son las más escasas. También son las más intensas y me reconozco insoportable con el tema. Con mi amigo Andrés nos gusta bromear y suponer que, si algún día alguien espiara nuestras conversaciones, por la razón que sea, el intruso tendría solo dos opciones: o se arma una lista de libros y se apunta a leer con nosotros, o se aburre infinitamente.  

 

Los libros me han compensado. No soy muy creyente de la superchería y la magia y por principio no hago relaciones de causalidad con las casualidades, pero no puedo evitar pensar eso siempre: que los libros me han compensado. Y lo han hecho en muchas formas. Tal como los sacerdotes interrogan a los novios que serán esposos, los libros me han acompañado en la salud y en la enfermedad, en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza. Siempre, en todo momento, me han acompañado incluso cuando no estoy leyéndolos, cuando no cargo un solo libro encima.  

 

Hace unos años atrás yo estaba en la sala de reuniones del que entonces era mi trabajo, a punto de comenzar una reunión muy difícil para mí con varios ejecutivos  de la empresa. El gerente de operaciones se presentó en el lugar, al igual que yo, con diez minutos de anticipación. Poco o nada habíamos conversado nosotros antes y se interpuso entre nosotros ese silencio incómodo de dos extraños que con suerte se han intercambiado el saludo. Yo empecé a borrar la pizarra para prepararme y a conectar el computador al monitor cuando de repente el señor aclara la garganta y me dice: “a mí me gusta mucho Álvaro Mutis, ¿tú lo has leído?” Ese día murió la tensión y nació una amistad que conservo hasta ahora. Cuando necesito hacer un espacio en mi biblioteca y debo, con valentía y buen pulso, sacar algunos libros, es este amigo quien los recibe porque nadie como él los cuidará y, además, los leerá. Todavía pienso que los libros de Álvaro Mutis me regalaron toda esta historia que vino después. Fueron una llave, fueron un puente.  

 

Por puro egoísmo con este regalo reciente que me trajeron los libros y porque sé que su pretensión no es la fama, diré que el protagonista de la siguiente historia se llama Ismael. Hace poco, un domingo de mayo, de repente, por sorpresa y de la nada, Ismael me envió unas fotos que tomó a dos fragmentos del libro que estaba leyendo. Él no lo sabe y no sé si se sienta aludido al leer esto – suponiendo que lo lea – pero ese día, a esa hora, le lanzó un insuflo de ánimo a un instante de cierta tristeza y melancolía. Unas líneas más arriba dije que los libros me han compensado, pero también debo confesar que solo pienso en ello con detenimiento desde ese domingo de mayo. Concentrada, leyendo atentamente lo que él me envió, me di a la tarea de desenredar la madeja a través del mismo Ismael a quien le tengo gran aprecio, entre otras cosas porque si bien lo conozco hace muy poco, me parece una de las personas más interesantes, sensibles y cultas que me he tropezado en la vida, que me han regalado los libros. En una de las tantas conversaciones en donde hemos intercambiado títulos y recomendaciones, Ismael me confesó muy emocionado – es difícil intuir las emociones en conversaciones de whatsapp pero quiero creer que pude identificar incluso la pasión de su relato – que su religión era una: el nombre de su autor más entrañable y admirado. Y con la misma emoción me dejó ver a través de un par de fotos que tiene la colección completa de sus obras en su biblioteca, en una edición bellísima, por cierto. 

 

Mis conversaciones recientes con Ismael me llevaron no solo a recordar todo esto que he escrito hasta ahora, sino también a pensar en la perfección y belleza de los libros leídos y de la biblioteca que me rodea mientras escribo esto, en cómo llegué a ella. Leyendo cada cosa que me envía Ismael, me he sorprendido susurrando para mí una suerte el mismo mantra de agradecimiento que alguna vez le escuché a mi abuelo. Resulta que una vez me llevó a una librería para comprarme el libro que yo quisiera de regalo por mi cumpleaños número trece. Escogí dos: La tía Tula de Miguel de Unamuno y una compilación muy bonita de las obras de teatro más importantes de Shakespeare. Nunca olvidaré que llegamos a la casa y yo fui disparada a disfrutar de la compra. Mi abuelo, dejando el bastón sobre el perchero, saludó a mi abuela con el acostumbrado beso y le dijo con una mezcla de orgullo y alivio, mientras me señalaba: “Bendito seas, Rafael Pombo”  

 

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