Encuentro con Gioconda Belli
En Mayo, después de presentar su libro «El pergamino de la seducción» en la feria del libro de Bogotá, Alvaro Castillo se encontró con Giconda Belli. A continuación el producto final de este encuentro.
«Esto no me puede estar sucediendo a mí… ¿Por qué otra vez, apenas hace un minuto la ensayé y funcionaba perfectamente? ¿Por qué? La vez pasada fui a entrevistar a Jorge Regueros Peralta, cuando estaba haciendo mi investigación sobre la primera visita de Pablo Neruda a Colombia, y logramos, con Federico, que él leyera, con una voz de trueno, el tercero de los «Sonetos punitivos», aquel que dice «No te metas, Laureano, no te metas», de tal manera que a todos nos emocionó y casi nos hace llorar. Obviamente la grabadora no funcionó. Y hoy tampoco, cuando la prendo antes de empezar a conversar con Gioconda Belli. No puede ser, caballero, no puede ser…». Sí. Lo es. La grabadora nunca arrancó. Nadie da con el chiste. Nada que hacer. Zoraya saca unas hojas de su carpeta llena de papeles y me las extiende junto a un esfero rojo. Ni modo, tocó escribir. Gioconda, con su sonrisa del pasado y del presente, me dice: «No te preocupés, voy a hablar despacio. Tomá esta pluma, es más suave, escribe mejor…». Así empezó nuestro encuentro para hablar de la lectura, la poesía y lo demás. La que habla es la Gioconda:
«Mi abuelo materno, Francisco Pereira, era autodidacta. Sabía de todo y tenía memoria fotográfica. Cuando pasábamos vacaciones en la playa nos llevaba, a mis hermanos y a mí, montones de libros… Recuerdo unas ediciones de Julio Verne en dos columnas. Me lo leí todo. Me encantaban sus personajes, como tejía las historias… Viaje al centro de la tierra se nos convirtió en una obsesión a mí y a mi hermano. Había una montaña con un hoyo tapado con una piedra. Intentamos encontrar una entrada. También exploramos, con lámparas y todo, la «cueva del tigre». Lo que hallamos fue murciélagos. Mi papá me regaló El tesoro de la juventud. Me encantaba la mitología griega y romana. Devoré Mujercitas, Corazón… Después leí teatro, mi mamá era muy aficionada, era lectora, directora y actriz, fundadora del Teatro Experimental de Managua. Tuve hepatitis y pasé dos meses en cama. Comiendo helados y leyendo, era como estar en el cielo… Leí a Lope de Vega, Federico García lorca (ella montó La casa de Bernarda Alba), y a William Shakespeare a los catorce años (me encantaron Romeo y Julieta, El rey Lear, Julio César, ella recitaba el discurso de Marco Antonio de memoria: «¡Porque Bruto, como sabéis, era el ángel del César! ¡Juzgad, oh
dioses, con qué ternura le amaba César!». Después me leí Un mundo feliz, de Aldous Huxley. Mi mamá me lo tenía prohibido. Me impresionó muchísimo esa idea de hacer niños, de los betas y deltas, donde decir «madre» era una mala palabra… En el internado, en España, leí La Celestina. No me gustó. También a Charles Dickens. Me sentía como una huérfana. Oliver Twist y David Copperfield me fascinaron. También Los miserables de Victor Hugo. Me sumergía en la lectura. Lo que más me gusta es sentir que a mí me están pasando las cosas. Yo era una niña callada y quieta. Los fines de semana me sentaba con un arrume de libros. Los devoraba. Siempre buscaba la manera de seguir leyendo (cuando apagaban la luz me metía debajo de las cobijas con una linterna). Leía rapidísimo. Mi mamá, muchas veces, me preguntaba asustada: «¿Ya terminaste?». En los Estados Unidos estudié una carrera técnica: periodismo y publicidad. Después empecé a leer novela gótica. Leí a Jane Austen, a las Brontë, Daphne du Maurier… Hasta que llegué a Edgar Allan Poe. Sus personajes, sus ambientes, no me dejaban dormir después de leerlo, me daba terror… Ligeia nunca se me olvidará. Regresé a Nicaragua y me casé. Seguí leyendo. Ciencia ficción, literatura fantástica, literatura erótica (por llamar de alguna forma aquellas novelas de Jacqueline Susan y Harold Robbins) y best sellers: Leon Uris, Alister Maclean. Después vinieron Arthur Conan Doyle y Agatha Christie. Cuando conocí al «poeta», mi mentor intelectual, empecé a leer a los latinoamericanos… Me decía: «Tenés que leer a Juan Rulfo, a Carlos Fuentes…», y yo me iba a una librería a buscar sus libros. Pedro Páramo me dejó alucinada. Qué novela más extraordinaria, su mundo, los diálogos, el tiempo. De Fuentes me fascinaron La región más transparente y Aura. Con Mario Vargas Llosa me sucedió algo curioso. No podía leer sus novelas. No me atrapan. Lo amo como ensayista. La orgía perpetua y García Márquez Historia de un deicidio son mis preferidos. Me gustó, recuerdo, La guerra del fin del mundo. Tengo ganas de leer algún día La tía Julia y el escribidor. De Julio Cortázar, por el contrario, me enamoré desde la primera línea de Rayuela: «¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua…». Un amigo me dijo que la leyera sin seguir el tablero de dirección. Después lo he hecho saltando, salteando y de todas las maneras habidas y por haber. Tiene momentos magistrales: el concierto de Berthe Trépat, la muerte de Rocamadour, el episodio del tablón, el capítulo siete… «Hay ríos metafísicos», él era mi Dios. Lo conocí el día que llegué al exilio en Costa Rica. Se presentaba en el Teatro Nacional. Dejé mis maletas y me fui a verlo. Sergio Ramírez me lo presentó. Después fuimos jurados del premio Casa de las Américas en 1981. Durante un mes estuvimos juntos. Ahí empezó la amistad. Le gustaban mis poemas, decía que sentía «envidia de los poetas»: «¡Pero si vos sos un poeta, che!», le gritaba. En mi ejemplar de Rayuela escribió: «Para Gioconda, quien contrariamente a lo que suele suceder salió del cielo para llegar a la tierra». Una obra maestra de la literatura erótica es su texto «Tu más profunda piel» (de Último round). Releo de cuando en cuando sus cuentos. Para mí Rayuela es lo máximo. Cien años de soledad también me deslumbró totalmente. A Gabriel García Márquez lo conocí en La Habana, bajo un aguacero, antes del triunfo de la revolución. Íbamos corriendo para la guagua. En Cien años de soledad me escribió: «Para Gioconda desde todo yo, Gabo». Con El amor en los tiempos del cólera me pasó que llegué al final y no quería que se acabara. Siempre que estoy escribiendo me «acompaña» un escritor. En Waslala me leí Faulkner (soy optimista y tengo algo de ingenua, me cuesta mucho la tragedia, el «pathos», esta lectura me ayudó a profundizar, a meterme más en los personajes). Virginia Woolf en La mujer habitada. En Sofía de los presagios, Howard Phillips Lovecraft. Ahora que lo pienso siempre leí poesía: el Siglo de oro, Rubén Darío, Pablo Neruda… Se me empezaron a ocurrir cosas: estaba en un lugar y llegaba un verso. Ahí empecé a escribir. Me indigesté de poesía. Rosario Castellanos, Juana de Ibarbourou, Miguel Hernández, Jorge Luis Borges (tiene uno de los poemas de amor más hermosos de la literatura: «El amenazado»). Muchos nicaragüenses: Carlos Martínez Rivas, Joaquín Rivas (tiene un verso precioso: «Es preciso que levantes la mano derecha para llevarme un recuerdo de árbol…»), Alfonso Cortés («Un pedazo de azul tiene la intensidad de todo el cielo»), Ernesto Cardenal, José Coronel Urtecho (su «Pequeña biografía de mi mujer» es maravillosa), Pablo Antonio Cuadra, Ernesto Mejía Sánchez… De ahí «mamé» la poesía. Centroamericanos leí, también, a Roque Dalton, Otto René Castillo, Ana María Rodas (sus Poemas de la izquierda erótica), Claribel Alegría, nuestra Emily Dickinson… Walt Whitman, León Felipe, T.S. Eliot (en sus Cuatro cuartetos encuentro siempre algo nuevo, «un montón de niveles metafísicos», como diría Cortázar). Juan Gelman me encanta. Hay algunos a los que llamo «poetas gatillos»: cada vez que leía, por ejemplo a Mario Benedetti, escribía. Me ponía en un estado poético. Pablo Neruda y Octavio Paz, por el contrario, se me meten en el cuerpo. Después de leerlos no puedo escribir. Tengo que esperar. ¿Qué es la poesía?: la caja de Pandora. Es una cuerda de guitarra que uno tiene adentro, está callada y hay algo que hace que esa cuerda vibre, la vibración es un eco que empieza a invadir todo el cuerpo, no la podés resistir y tenés que escribirla. Hay una reacción física: me agarra y me acelera el corazón. Es un aliento…».
Esto fue lo que pude anotar, apenas, a toda velocidad, intentando seguir el ritmo de sus palabras, los desvíos de sus recuerdos, los silencios de sus miradas. Lo que jamás podrá estar es el sonido de su voz, como cantando al oído, como si hablara sólo para vos, su sonrisa enigmática y el ardor de su mirada cuando recuerda un poema hermoso y lo recita y lo recita… Después de leer un poema de Gioconda Belli no somos los mismos, algo nos pasó. Lo que siguió después me lo guardo, fue una conversación larga, larguísima, acompañados por Patricia Miranda, sobre todo y lo demás: desde las series de televisión gringas hasta el clima, almorzando lentamente, siguiendo sus recomendaciones, tomando dos y más cafés, andando por las calles de la Candelaria, mientras atardecía y llegaba la hora de emprender el camino al aeropuerto y decirle antes de entrar a inmigración: «Adiós, Gioconda…muchas gracias…fue un placer estar contigo» y que ella nos diga: «Gracias, Álvaro, nunca me habían hecho una entrevista como la tuya: un recorrido por mis lecturas y mi vida». Y lo que es mejor: sin grabadora. Lo otro está en el corazón. Me queda también su paraguas negro con puntos rojos, se lo guardé en mi mochila y no lo devolví.
Alvaro Castillo Granada.
Santafé de Bogotá, Mayo de 2005.