Sergio Ramírez: Recuerdos de la muerte
Cuando descendí del autobús en la plaza de León un mediodía ardiente del mes de abril de 1959 para matricularme en la Escuela de Derecho, la única que había entonces en el país, iba de la mano de mi padre, tendero en mi pueblo natal de Masatepe y el único de una familia de músicos que no había aprendido a tocar ningún instrumento. Toda la vida había querido que yo fuera abogado, como suele ocurrir con los hijos de tenderos que tampoco quiere ver a sus hijos convertidos en músicos, y así en pobres de solemnidad.
Emprendía entonces ese viaje tan sabido de los adolescentes que desde los pueblos sin nombre llegan de estudiantes a las ciudades de provincia, como lo recuerdo en Los ríos profundos de Arguedas, ese momento cuando se entra en un territorio hasta entonces extranjero, y sabe Dios si hostil, y empiezan las enseñanzas sorpresivas, y a veces arteras, de lo que uno mismo habrá de llamar luego la escuela de la vida.
Era la Nicaragua de los Somoza. Yo había nacido bajo la estrella reinante del viejo Somoza, fundador de la dinastía, y cuando me tocó irme a León, reinaba su hijo Luis Somoza Debayle. Veinte años después, cuando sobrevino la revolución, participaría en la empresa de derrocar al último de la dinastía, Anastasio Somoza Debayle.
Mi familia de músicos era fiel al partido liberal desde los tiempos de la revolución de Zelaya que había impuestos tributos asfixiantes a los ricos y expulsado a lomo de mula a través de la frontera con Honduras, de cara a la cola, al Obispo de Nicaragua desde su sede en León, y esa lealtad la heredó a la familia Somoza, que reinaba en nombre del mismo partido liberal. Mi padre, el que me llevaba de la mano aquel mediodía, había sido alcalde de Masatepe.
El somocismo fue en mi infancia, y los seguía siendo en mi adolescencia, un paisaje inmutable, y la palabra dictadura era para mí sólo un término vicioso utilizado con maldad por los mismos que habían sido capaces de urdir una conspiración para asesinar al viejo Somoza, allí mismo en León, tres años atrás. Yo había formado parte de una delegación de mi colegio para llevar una ofrenda floral en sus funerales, donde lo más llamativo para mí fue el destacamento enviado por Trujillo desde la Dominicana, una guardia de honor junto con una banda militar, todos vestidos de negro con entorchados dorados.
Cuando me vi sólo en León, lejos de la mano de mi padre, el paisaje empezó a cambiar a una velocidad de vértigo y muy pronto estaba en las calles protestando contra los desmanes de la dictadura en ruidosas manifestaciones que eran estrechamente vigiladas por pelotones de la Guardia Nacional. Y la tarde del 23 de julio una de esas manifestaciones fue atacado a mansalva, primero con bombas lacrimógenas y luego con fuego nutrido de fusiles y ametralladoras.
Al sonar los disparos corrí en medio del tumulto por la banda izquierda y entré de cabeza por la puerta de servicio de un modesto restaurante que se llamaba El Rodeo. Como la ametralladora de trípode emplazada en una de las aceras disparaba hacia la banda derecha, de ese lado quedaron los cuatro muertos y la mayoría de los más de setenta heridos de la masacre. La atmósfera en que me movía seguía siendo irreal cuando en lugar de huir por la tapia del restaurante saltando hacia los patios de las casas vecinas, subí con pasos de sonámbulo al segundo piso, donde vivían los dueños, y en el pequeño aposento que daba a la calle encontré a dos niñas de bucles dorados que temblaban de miedo abrazadas en una cama. Entonces, como quien se asoma a un abismo atraído por el vértigo, me asomé al balcón.
Los cuerpos estaban regados a lo largo del pavimento como muñecos con la cuerda rota mientras los soldados, impasibles, conservaban sus posiciones de tiro en tres filas, los de atrás de pie, los de en medio con una rodilla en tierra, y los de adelante tendidos en el suelo, los fusiles todavía humeantes, mientras Fernando Gordillo, uno de mis compañeros que de todos modos murió a los pocos años de miastenia gravis, avanzaba hacia ellos a pecho descubierto, envuelto en la bandera de Nicaragua que había encabezado el desfile. Lo recuerdo como si fuera más bien la escena de una película que ahora me cuesta creer.
Un cura norteamericano que había bajado esa mañana de un barco en el puerto de Corinto para conocer León y estaba ya en la calle auxiliando a los heridos, detuvo a Fernando en su locura. Alguien me gritó al verme asomado al balcón que llamara a una ambulancia, y como las niñas me informaron que no había teléfono en el restaurante, bajé a la calle aún aturdido por los gases de las bombas lacrimógenas para ayudar a transportar a los heridos al hospital a como fuera. Empezamos entonces a forzar las puertas de los vehículos estacionados, y cuando ya alguien estaba al volante del taxi más a mano quisimos entre varios a levantar a uno de los caídos.
El cuerpo estaba de espaldas pero reconocí a Erick Ramírez, mi compañero de banca, a quien días antes habían rapado el pelo en la ceremonia de novatos, igual que a mí. Venía del pueblo de El Viejo y tenia diecisiete años, como yo. En su espalda se abría un orificio no más grande que el botón de una camisa, del que no manaba sangre. No te aflijás que te vamos a llevar al hospital, le dije al oído, pero cuando lo alzamos descubrí que tenía desflorado el pecho en un gran boquete.
Lo llevamos al hospital en el taxi, ya muerto, y en la morgue estaban ya sobre las losas de azulejos los otros cadáveres que junto con el de Erick empezaron a ser desnudados para lavarlos después con una manguera, y entonces desviscerarlos y zurcirlos porque debían viajar lejos, hacia sus pueblos natales, de donde habían llegado también de la mano de sus padres, tenderos, agricultores, empleados públicos, peritos mercantiles.
Nunca más olvidé el olor a formalina de la morgue, mi magdalena en la taza de tilo. Ese olor me enseña siempre que en mi vida los recuerdos de la adolescencia son los mismos recuerdos de la muerte, y nunca hallo otra cosa en que poner los ojos. Bastó aquella tarde para que yo cambiara mi visión del destino, del mundo, de la realidad, de la suerte, de la crueldad, de la justicia, y para que perdiera de una sola vez la inocencia. Pasé a verme a partir de entonces como un sobreviviente, y mis compromisos para siempre los adquirí esa tarde en que el paisaje cambió para siempre.. Compromiso, convicción, causa, se volvieron palabras que me ofrecían sin ningún velo un sentido real, no por adolorido menos verdadero, palabras tan desnudas como los cuerpos tendidos sobre las losas de la morgue.
Es el día más memorable de mi vida. Ni siquiera el día del triunfo de la revolución en otros mes de julio, veinte años después, es tan memorable como aquel. Un recuerdo persistente del olfato, un olor y un recuerdo de la muerte.