Dice Mario Vargas Llosa en la introducción de este libro:
Su propósito es narrar, como lo haría una novela, la idea socialista, desde que el historiador francés Michelet descubrió a Vico y sus tesis de que la historia de las sociedades no tenía nada de divino, era obra de los propios seres humanos, hasta que, dos siglos más tarde, una noche lluviosa, Lenin desembarca en la estación de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revolución Rusa
Recibí Hacia la estación de Finlandia como regalo de un buen amigo que me ha proporcionado grandes alegrías siempre con cada libro que me da. Como bien dice Vargas Llosa, este libro se lee como una novela; lo cierto es que Edmund Wilson nos ha dejado un libro imprescindible si queremos conocer y tratar de entender a los hombres y mujeres que pensaron, defendieron y legaron el conjunto de ideas que componen el socialismo.
Para analizar y diseccionar el origen y avance de estas ideas, Wilson se remonta a una suerte de prehistoria del socialismo que él apunta a los textos históricos de Michelet. Un apunte curioso, que notará el lector, es que no todos los intelectuales y pensadores a los que alude Wilson se consideraron a sí mismos socialistas. Y aquí me quiero detener un instante: solemos caer en un error muy común – del cual pocos se han librado – de observar y juzgar los hechos históricos con el lente del presente, cuando lo cierto es que cada uno de los protagonistas de este libro, desde Michelet hasta Lenin, pasando por Owen, Fourier y Marx y Engels, así como sus ideas, son hijos de su tiempo y presas de sus circunstancias… Aunque en nuestra posición presente nos cueste un tanto asumirlo.
Dicho esto, dista mucho el Michelet de 1824 que descubre a un autor llamado Vico, del muchachito Karl Marx que en 1835 redacta un examen final que lo marcaría de por vida… Michelet, por ejemplo, rechazó al socialismo e indicó que: “Le produce pavor la idea de pesadilla de que los recursos nacionales de Francia puedan ser administrados por funcionarios públicos”. A los ojos del presente, Michelet sería adorado por los libertarios. Sin embargo, de acuerdo con la exhaustiva y juiciosa pesquisa de Wilson, el origen de todo lo que nos llevó hasta la entrada de Lenin en la estación de Finlandia, está en Michelet y sus lúcidas aproximaciones históricas.
El camino que recorre el socialismo, entonces, estará lleno de personajes aún más increíbles que Michelet. Ciertamente Marx, la más rutilante de las estrellas del firmamento socialista, puede palidecer ante los delirios de Owen, quien creó una utópica comunidad que daría material para una tetralogía de novelas distópicas.
Ni qué decir de las excentricidades de Fourier. Pero Wilson, consciente de que no está escribiendo sobre personajes convencionales, y aún más consciente de que su excepcionalidad está en la forma particular que tuvo cada uno para entender y resolver los problemas de su época, se exime completamente de caer en juicios de valor o en cuestionamientos morales. Esos se los deja – si es que así lo quiere – al lector.
Wilson se limita a contarnos, como si de una saga de aventuras se tratara, las peripecias de todos los que sintieron alguna vez que tenían que cumplir un rol en la sociedad resolviendo sus problemas aplicando una serie de ideas y mecanismos que podemos cuestionar profundamente, pero que en su momento y dado su contexto, a todos les parecieron las ideas correctas. Cabe señalar que, aunque Wilson desnuda los egos de todos, no todos se guiaron o persiguieron fines megalómanos.
La revisión de los hechos históricos y del contexto que fue tierra fértil en diferentes países para el socialismo, es solo una cara de la moneda, tal como Wilson lo demuestra ampliamente. La otra cara está compuesta por la biografía de cada uno de estos precursores; no es posible entender los postulados de Marx sin comprender antes la Alemania y la Inglaterra del s. XIX, pero aún menos podemos dejar de lado la vida misma de Marx, su relación con Engels, los aspectos psicológicos que influenciaron su pensamiento y que lo condujeron a plantear una serie de teorías que hasta hoy sobreviven, a pesar del maltrato que les ha proporcionado la evidencia contundente de su fracaso y de su uso y abuso con fines políticos, ajenos incluso a lo que el mismo Marx planteaba. Fue así como, siguiendo el capricho de los vaivenes históricos, pero aún más, el capricho de sesgos, Lenin se transformó en un marxista consumado, ignorando – o pretendiendo ignorar – que Marx ya había declarado en ocasiones anteriores a su fanaticada rusa, que los postulados contenidos en Das Kapital no eran aplicables a Europa Oriental, porque se requería, para que los mismos funcionaran, de países ya industrializados, o al menos mayormente industrializados. Caso omiso de todo esto hicieron los ilustres líderes de la Revolución Rusa y dieron marcha a uno de los experimentos prácticos del marxismo con resultados más funestos.
Como conclusión, les digo que leer Hacia la estación de Finlandia es un ejercicio apasionante. Es un viaje y a la vez una conversación de siglos sustentada sobre una rica y abundante bibliografía de “remedios” que fueron peores que la enfermedad.