A veinticinco (¡25!) años de Rosario Tijeras

Uno va por la vida sin contar más que lo justo y necesario, haciendo poco caso de las efemérides hasta que llega alguna que, de la nada, se transforma en un tiquete de viaje en la máquina del tiempo.

Hace veinticinco años se publicó Rosario Tijeras una de las novelas más relevantes de la historia de la literatura en Colombia. Veinticinco años se dicen rápido, pero se piensan lento. Es bien sabido que el paso del tiempo es la prueba más difícil de cualquier obra literaria y, me atrevo a decir que particularmente del género novela. No importa cuántos calendarios la cubran, una buena novela puede sacudírselos todos y permanecer infalible en todas las estanterías. Exactamente eso pasó con Rosario Tijeras y por eso sigue intacta, pasa de generación en generación, no pierde vigencia. Nunca se va a oxidar.

Ahora bien, son contados los escritores que logran eso y pocos los que se pueden dar el lujo de celebrarle el aniversario a sus libros. Tengo en este momento, en mis manos, la edición que salió para los quince años y espero pronto tener la actual, la de los veinticinco. Tengo además la versión novela gráfica y perdí de una forma muy ridícula la edición de 2005, todavía me duele.

La pregunta entonces es por qué un libro puede perdurar tanto, qué lo hace tan especial, tan leído, tan admirado – también tan odiado, no crean – qué lo convierte en un éxito en todo el sentido de la palabra, y acá quiero ser muy clara, esta novela no solo es lo que se llama un éxito de ventas: este es uno de los pocos libros en los que se conjugan el éxito comercial con una extraordinaria calidad narrativa. Su trama es dura como fue dura la vida de Colombia en los años 90’, sin embargo, mi relación personal con Rosario Tijeras no tiene que ver con la parte que cuenta la violencia del sicariato y el camino al desbarrancadero por el que transitaron miles de jóvenes ávidos de dinero y poder. Yo tengo una relación personal con esta novela, porque la primera vez que la leí, en el año 2000, a menos de un año de su publicación, y como parte de la lista de lecturas de ese año en el colegio, pensé que esta es una de las historias de (des)amor más bellas de la literatura colombiana – y latinoamericana, y de la literatura, punto –. No importa cuánto se hable de la violencia y del narcotráfico, Rosario Tijeras, para mí, es ante todo una historia de amor.

Creo firmemente que esta es principalmente la historia de Rosario y Antonio, de dos formas de amar opuestas que se van encontrando en medio de lo otro, de lo que a todos llama la atención, es decir, de ese entorno de violencia, maltrato y decadencia en el que Rosario se mueve como experta. Como dice la misma novela, y parafraseo: es ella peleando contra la vida. A veces gana una, a veces la otra.

Antonio representa lo más clásico y cotidiano de las historias de amor que yo al menos no sé describir de una forma más elegante, pero es ese gato que se dedica a contemplar desde afuera toda la carne que exhibe en la carnicería, que en ocasiones tiene miedo de entrar para robarse un trozo y en otras se siente lo suficientemente valiente y se atreve a intentarlo, aun sabiendo que se llevará una paliza y, por cierto, llevándose esa paliza. Es lo más común que usted va a escuchar por ahí, en la calle o al lado en su casa, la historia del “me gusta, pero no le gusto”. Incluso tiene su propia expresión popular, la friend-zone, que me choca bastante, pero ni modo. Y el desafío estaba justamente en que por ser algo tan usual como el desamor, como la expectativa incumplida – tanto que no nos damos ni cuenta de que está ahí todo el tiempo –, no todos los libros lo cuentan bien.

Mi relación con Rosario Tijeras es especial, porque llegó a mí con tan solo quince años y ahora, cuando ha pasado tantísima agua bajo el puente, no me despego de ella. Cada vez que puedo la releo. Siempre la disfruto igual o más. Veo con emoción como las generaciones que vienen detrás, los que nacieron después de 1999 la siguen leyendo y le hacen un espacio en sus bibliotecas y en sus vidas. Con excepción de la película dirigida por Emilio Maillé, no he visto ninguna de sus otras muchas adaptaciones al formato serie tanto en Colombia como en México, pero me alegra saber que ha tomado tanto vuelo una novela que en principio fue propiedad exclusiva de su autor y de los primeros lectores, los que la quisimos en su edición de Plaza y Janés y la agotamos así.

Sin embargo, quizás mi cariño por Rosario Tijeras también tiene que ver con sus reflexiones, muchas de las cuales me han perseguido como sombras durante todos estos años, recordándome que la ficción no necesariamente nos sustrae de la realidad, sino que la pone incluso en una mejor perspectiva. Y de todas esas reflexiones, quizás la que más recuerdo siempre y casi puedo citar de memoria es esta de Antonio:

Siempre he pensado que en el amor no hay parejas, ni triángulos amorosos, sino una fila india donde uno quiere al que tiene delante, y éste a su vez al que tiene delante de sí y así sucesivamente, y el que está detrás me quiere a mí y a ése lo quiere el que le sigue en la fila y así sucesivamente, pero siempre queriendo a quien nos da la espalda. Y al último de la fila no lo quiere nadie.

 

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